Para Hámnet y Milagros,
mis negritas, compañeras
en un mar de sueños.
1
Lucas miró su
reloj: las nueve y treinta. Había quedado con Isabella a las nueve. Diablos,
pensó. ¿A qué hora llegará?
Sebas lo miraba
desde el mostrador con cara de aburrido. Pidió otra Coca Cola, ya iban tres e
Isabella nada de aparecer. Sacó de su mochila unas copias de biología y las
hojeó con desgano. El colegio, la academia, Isabella, los deportes, todo se le
juntaba como una montaña a punto de desmoronarse.
Pensó en Alesia,
la chica del Villa María que estudiaba en la misma academia que él. Tan segura
de sí misma y de las cosas que esperaba de su vida. Metódica, reflexiva; tan
diferente a Isabella, voluble, inestable, perdida en sus inseguridades y en las
cosas vanas. Siempre discutiendo con la madre,
por caprichos tontos.
Isabella
apareció en la tienda de Sebas como una tromba y con una cara que más parecía
una mueca de disgusto. Acostumbrado a su mal humor, Lucas pasó por alto el que
no lo saludara; siempre que estaba así, se comportaba indiferente, regañona,
huraña.
Lucas espero que
una pareja que estaba en otra mesa se retiraran antes de decir algo. Isabella
no hablaba sino gritaba. Quería evitar sus característicos berrinches.
-¿Cómo estás?,
preguntó con voz suave.
Isabella torció
la boca con desgano y se quedó callada. Lucas pidió un agua mineral. Sebas la
colocó al lado de la muchacha, refunfuñó algo y se retiró.
-Ya no la
soporto más, dijo Isabella casi gimoteando. Todo lo que hago a mi madre le
parece mal. Qué tiende tu cama, que arregla tu ropa, que baja el sonido de esa
música de locos, que arregla tus cajones, que no me mires mal, que no me
contestes y que no sé qué y que no sé cuántos, ya me tiene harta. ¿Es que nunca
hago nada bien? Nunca está contenta con nada. Se puso a lloriquear. Lucas trato
de calmarla, pero no dijo nada. Sabía que si decía algo estallaría como
siempre, por algo no llevaban juntos desde tercero de secundaria.
Tomó una
servilleta y secó las mejillas sonrojadas de la muchacha.
-Ni tú me
comprendes, será mejor que me muera.
Ese muera sonó lejano, pues ya Isabella
había llegado a la puerta de la tienda y como una ranita asustada se fue dando
saltos.
Lucas se quedó
tan desconcertado que no atinó a detenerla.
-¿Y yo qué
diablos tengo que ver con los pleitos con su madre?, pensó.
Sebas que
acomodaba unos tarros de leche en un estante lo miraba de reojo. Movía la
cabeza de un lado a otro como reloj de péndulo. “Debe haber escuchado todo”,
pensó Lucas. Vio el rostro arrugado del viejo,
su barba cana y su pronunciada calvicie. Maldijo a Sebas, a la vejez, a la
madre de Isabella y hasta a su propia abuela que se parecía a todos los viejos
renegones que conocía.
2
“La vejez no es tan maña, muchacho, todo está
en que nos encuentre de buen ánimo cuando llegue”. Lucas se quedó sorprendido.
Las palabras venían del Doctor, ese muchacho extraño que se había incorporado a
la escuela en el mes de mayo. Nadie sabía de qué colegio venía ni porqué
motivo. Los palomillas aficionados a poner apodos lo habían bautizado con el
mole del Doctor. “Sabe de todo”, “aconseja
bien”, “siempre te ayuda”, “lo malo es que no juega fútbol”, eran alguno de los
comentarios que corrían por la secundaria.
-¿Qué le pasa a
Isabella? Pasó a mi lado como un cervatillo asustado, creo que ni me vio,
susurró el Doctor.
Sus palabras
afloraban como un velero que navega en un lago sereno.
Lucas le contó
que estaba harta de su madre, que siempre estaba renegando y que se la agarraba
con ella.
-Así son las
madres, dijo el Doctor, a están convencidas de que no hemos crecido, que hemos
cambiado pañales por pantalones, pero que en el fondo seguimos siendo niños de
teta.
Lucas sonrió y el
Doctor vio en ello un buen síntoma.
-Imagínate un
río tempestuoso que baja por la falda de una montaña en una lluvia torrencial.
¿Te bañarías ahí?
Lucas negó con
la cabeza, quiso decir algo, pero el Doctor lo cortó.
-No, claro que
no, esperarías que deje de llover, que se calme y luego te darías un buen baño.
Lucas le dio una
palmada en el hombro. Siempre encontraba en ese extraño muchacho una respuesta
que le hacía recuperar el ánimo.
-Bueno,
Luquitas, te dejo. Voy a la biblioteca a buscar un buen libro de geometría, el
flaco Matos me tiene pendiente de un hilo y el lunes tengo un examen difícil.
Sebas, algo raro
en él, levantó la mano despidiéndose del Doctor.
Lucas le siguió
con la mirada, como un náufrago que en la oscuridad busca una luz que lo saque
de las tinieblas. Conocía al Doctor desde que apareció una mañana en la clase
de química. Lo sentaron delante de él. Se pasó toda la clase garrapateando un cuaderno, indiferente a lo que el profesor
explicaba. Sólo conocía de él la punta del iceberg. El Doctor no dejaba mostrar
más allá se lo que consideraba una profanación a su privacidad. Para sus
escasos 16 años había leído mucho: filosofía, historia, religión y muchos
autores de novelas como Faulkner, Mann y Hesse. A este último lo conocía bien.
“Escasos libros reflejan tan claramente el espíritu de su autor como los de
él”, le había dicho una mañana al gordo Ochoa, el profesor de literatura. Desde
que el gordo lo conoció se hicieron muy buenos amigos; intercambiaban libros,
juicios y hasta solían beber un café en la cafetería de la escuela. Algo raro
en el gordo Ochoa, tan distante de sus otros colegas a quienes consideraba
gente simple y superficial.
Sebas le trajo
la cuenta. Lucas le iba a decir que se la apunte, pero el rictus acerado del
viejo tendero lo desanimó; ya la cuenta debe estar bien abultada, pensó,
mientras sacaba unas monedas del bolsillo. Un billete de 10 soles asomó entre
sus dedos como un sapito que saca la cabeza del agua por primera vez y el viejo
lo tomó con la velocidad de un ave rapaz. Se fue silbando.
-Viejo zamarro,
musitó Lucas.
Ahora tendría
que ingeniárselas para recuperar ese dinero que estaba destinado a pagar las
entradas del cine. Al otro día llevaría a Isabella a ver un estreno. Habría que
picar a Brughel; su hermano era siempre su tabla de salvación. Eso sí estaba de
buen ánimo.
Recordó que
también él tenía examen el lunes, de lenguaje, al diablo con el sustantivo y
las oraciones subordinadas y copulativas. No entendía por qué tanto darle a las
palabras con el infinitivo, con el participio, con los gerundios, que los
verboides, cuando todo el mundo hablaba como le daba la gana.
Cuando se
retiraba se topó con la madre de Antonio.
-Deme un kilo de
azúcar y una bolsa de café, don Sebastián, dijo la mujer.
Por encima de
las gafas miró a Lucas.
-tienes tiempo
de repasarle las tareas de matemáticas a Toñito, dijo con voz atiplada.
Lucas se sintió
como un beduino sediento que se topa con un oasis en medio de un desierto. Ahí
está el dinero que necesito, pensó. Metió la mano al bolsillo y tanteó unas
pocas monedas.
-¿A las seis
estaría bien?
La mujer
asintió.
-Le diré a
Toñito que esté listo, tú sabes que los sábados ve sus dibujitos.
Lucas sonrió,
pensando como un cojudo de doce años todavía veía dibujitos. Se despidió
cortésmente y se marchó. Volteó a mirar y vio que la madre de Antonio se
alejaba en sentido contrario. Sacó un Winston y lo encendió. Se fue por la
calle tarareando una vieja canción de los Beatles.
3
Cuando el Doctor
entró en la biblioteca habían pocas personas. Un anciano que hojeaba una
revista, una muchacha con pinta de secretaria que, disimuladamente, se pintaba
las uñas mientras miraba un libro que parecía no interesarle; un muchacho que
hablaba por teléfono escondido entre dos libros; un joven de cabello rubio y
bien parecido frente a una muchacha de falda corta (de rato en rato levantaba la
mirada del libro que tenía entre las manos y se entretenía mirando las piernas
de la joven.
El doctor abrió
el libro de geometría y se quedó mirando fijamente circunferencias, rombos,
paralelogramos y líneas, líneas y más líneas. Su imaginación volaba por otros
rumbos. Sintió una palmadita en el hombro y una vocecilla susurró: Doctor. Era
un compañero de su antiguo colegio a quien había ayudado infinidad de veces.
Vio entrar a un muchacho espigado, barba rala, ancha frente y mirada augusta.
Llevaba un grueso libro bajo el brazo. Otro “sobaco ilustrado”. Pensó. Volvió a
sus figuras, base por altura sobre dos, cateto opuesto sobre hipotenusa.
Permaneció en la biblioteca por más de tres horas. De la geometría, pasó a la gramática,
de la gramática a la historia y de la historia alas “Confesiones” de San Agustín.
Siempre terminaba ahí o siempre parecía querer terminar ahí.
Cuando llegó el momento de levantar
el cadáver, acompañémosle y volvimos
sin soltar una lágrima.
Y como siempre,
recordó a su padre metido en esa caja negra y metido también en la tierra donde
quedarían sus huesos para siempre. Miró su reloj y miró por uno de los
ventanales que daba a la calle; ya había oscurecido. Devolvió el libro, recogió
su carné y salió del recinto. En las escaleras se encontró con el padre Tomás.
-Ya no te veo
por la parroquia. No estarás perdiendo la fe, dijo el padre.
El Doctor
frunció el ceño y le prometió que iría en cuanto saliera de los exámenes de la
escuela.
Cruzó la ancha
calle y se internó en el parque. Vio a las parejas en sus conversaciones
íntimas y en sus discretos arrumacos. “Promesas y más promesas”, pensó. Luego
una patada en el trasero y el mismo disco de siempre…
Yo voy por un camino, ella por otro… y los hijos cargando
las frustraciones y fracasos de los padres; soplándose los malhumores…Pero todo
no es siempre así, se dijo a sí mismo. Pensó en su madre y en lo hermosa que
había sido cuando joven. Rubia, delgada, ojos azules. Conservaba una foto de
ella a orillas del río Moldava, allá en su Praga natal. De su padre solo tenía
una, de un año y montado en un carrito andador. Se detuvo en una tienda, compró
un paquete de Ducal.
Encendió un
cigarrillo y volvió a pensar en su madre, entregada de seguro a sus oraciones
cotidianas en su santuario personal. Imaginó sus ojos azules perdidos en la
tristeza de su mirada infinita. Botó la colilla y miró la amarillenta luz del
alumbrado. Meneó la cabeza y continuó su camino.
Cuando llegó a
su casa miró hacia el segundo piso y vio la habitación de su madre a media luz.
Debe estar entregada a sus rezos y jaculatorias, pensó. Al pasar hacia su
habitación la vio de rodillas, las manos juntas en unción, entregada a la
esperanza del marido perdido en el tiempo, sumida en el abandono que la seguía
atormentando.
Ya en su
habitación, colocó un disco de Chopin, “Fantasía
en fa Mayor”. Se echó en la cama, encendió un Ducal, apagó la luz de la
lámpara y quedó pensativo. Cerró los ojos y vio a su madre entre sus santos de
escayola y sus pequeños cirios policromáticos. Pensó en el examen del lunes, en
Lucas, en Isabella caminando como una zombi, en su padre montado en el carrito
del andador…todo era un amasijo de pensamientos e imágenes que giraban en su
cabeza como bolillas numeradas en un ánfora.
Una tenue luz de
la calle ingresaba por las cortinas de su cuarto. La música de Chopin lo
arrastró hacia un bello sueño.
4
Isabella luchaba
con los ejercicios de química cuando Luciana irrumpió en su cuarto como una
estampida de bisontes enloquecidos. Abrazadas como dos osos de feria se
tumbaron en la cama. La madre de Luciana acudía en auxilio de la sobrina cuando
esta se hallaba en problemas con su hermana.
-Tienes que ser
comprensiva con tu madre, sobrina, la separación con tu padre la dejó un poco
trastornada, solía decirle la tía a Isabella.
Luciana no se
ajustaba en nada a la forma de ser de Isabella, aun cuando eran casi de la
misma edad. Luciana estudiaba en La Reparación, con las monjas españolas. A
Lucas no le caía. “Esa no parece ser lo que es. Es una agrandada que le gusta
salir con chicos mayores y que tengan plata. Es una loca”.
Luciana abrió su
maleta y saco un montón de ropa.
-Con eso vas a
la escuela, preguntó Isabella con una sonrisa burlona y desternillándose de
risa, mientras Luciana, cambiándose de jeans, lucía unas bragas de vedette.
-¡Ay!, primita,
ponte a la moda.
Isabella se
sonrojó imaginándose con una trusa de esas. ¿Qué pensaría Lucas? El que era tan
conservador. ¿Ay su madre? Seguro le daría un patatús.
Las cuantiosas
horas en los gimnasios habían modelado el cuerpo de Luciana. A ella no le iba
eso de Mente sana en cuerpo sano,
todo para ella era el cuerpo, el resto no importaba. Siempre había sido una
alumna de mediocre para abajo. Pero su madre, a diferencia de la de ella, le
consentía todo.
La tía había
enviudado cuando Luciana tenía cinco años. A partir de allí, todo había sido
consentimiento. La madre, en una forma de sobreprotección, la había dejado
hacer lo que quisiera.
Lucas la
detestaba, porque decía que era una coqueta descocada.
-Todo el mundo
que la conoce habla de sus correrías. ¿Vas a negar que siempre lleva una muda
de ropa en la mochila y que se cambia el uniforme saliendo del colegio para
irse con sus amigotes?, le dijo Lucas una vez y ella no supo que responder.
Isabella sabía
que algo de cierto había en esas murmuraciones, pero que también exageraban en
las cosas, sobre todo aquellos despechados que no habían llegado a la cima de
sus encantos.
-Siempre las
mismas paltas con tu madre, primita, ya es tiempo que pienses en tu
independencia. Tener un departamento para ti solita donde puedas hacer lo que
te venga en gana sin tener que escuchar los reproches de nadie, dijo Luciana
mientras luchaba por calzarse el jean.
Isabella la escuchaba,
nunca la contradecía.
-Vivir solita,
en mi departamento y de dónde va a salir el dinero, quieres que me meta de p….
Luciana seguía
en lo suyo, inmutable, como si la prima no existiera.
-¿Qué tal me
queda este top?, interrogó Luciana mirándose al espejo.
-Mejor sal
calata, nadie notará la diferencia, contestó Isabella algo contrariada.
Luciana se mudó
de ropa varias veces, buscando la combinación perfecta, “algo que vaya con mi
personalidad”, decía. “Escogiendo el mejor señuelo para atraer a los tontos”,
habría dicho Lucas.
-No seas
anticuada, primita. Todo está en buscarte un buen partido, luego te casas, y mientras él se rompe el lomo
trabajando tú vas de tienda en tienda comprándote lo que se te antoje. Isabella
querida, vivimos en otros tiempos, ponte en onda hijita.
Isabella la miró
de pies a cabeza. ¿Tendría razón?, pensó.
El sonido de su
celular la sacó de sus pensamientos. Antes que pudiera tomarlo, Luciana se hizo
de él. Lucas, leyó en la pantalla. Cortó la llamada.
-A los hombres
hay que hacerlos esperar, nunca les muestres interés, sino se botan, así son todos.
Mientras bajaban
de la segunda planta para desayunar, Isabella pensó que Lucas no encajaba en el
tipo de muchachos que frecuentaba Luciana.
5
-En el camino me
crucé con tu amada y su primita. ¿Luciana se llama, no? Cuando me la presentas,
esa muchacha se nota que es de acción, gritó Brughel mientras subía a su
habitación.
Lucas se limitó
a mostrarle el índice derecho. La primita no puede ser otra que la pesada de Luciana, pensó. Buen fin de
semana voy a tener con esa antipática yendo de arriba abajo con Isabella. ¿Y la
cita para el cine? ¿Iría o lo dejaría plantado? Vaya lío, pensó. Miró la hora,
faltaban veinte minutos para las seis, el tiempo exacto para las tareas de
Toñito.
Sus padres
estaban fuera, los almuerzos de negocios de papá con las esposas eran
frecuentes, hablando de inflación, subcontrataciones internas, democratización
del capital, velocidad de crecimiento y todas esas huevadas en un lenguaje que
él no entendía, pero que había escuchado infinidad de veces en las parrilladas
que su padre gustaba organizar en la casa para recibir a sus amigos y socios:
abogados, economistas, administradores de empresas, contadores y hombres de
negocios. Entonces la casa se llenaba de whisky, carne asada, canapés y viejos
con puros y mujeres encopetadas con collares y pulseras lujosas hablando de
viajes, comidas campestres y clubs.
Nunca faltaban
algunas muchachas, hijas de los amigos de papá, pero ahí estaba Brughel y uno
que otro amigo de la UNI, lobos al acecho tras esos corderitos solían decir.
-Lucas, gritó
Brughel desde el piso de arriba.
-¿Qué? Contestó
Lucas.
-Hoy vendrá una
amiga para estudiar, estamos en exámenes, así que no nos interrumpas, está
claro, gritó Brughel mientras entraba al baño por una ducha.
Repasar, seguro,
pensó Lucas. Vas a pasarla bien, sin vergüenza. Esa sí que es vida hermanito,
cada fin de semana repasando con tus
amigas de la universidad, eres todo un vivazo. Pero sí que eres bueno con los
números, primer puesto en Ingeniería de Petróleo. Si así repasas, ahora como repasarás
cuando te recibas. ¡Qué bien, hermanito, un año más y tu título! Y luego, a
gozar de la vida y tus repasos.
¿Y yo?; pues,
San Marcos, Medicina; sé que es una yuca, como entrar a la UNI. Si Brughel lo
logró porque no yo, de tal palo tal astilla. Tomó su celular, lo metió en el
bolsillo de la casaca y salió. El tiempo justo para ir donde Toñito. Prendió un
Winston y apuró el paso. Eran sólo unas cuadras. Tomó el celular y marcó el
número de Isabella, nada, la casilla de voz y esa vocecita odiosa. Le tincaba
que Luciana estaba detrás de ello. “Bruja del demonio”, pensó. Tiró la colilla,
se puso dos pastillas de menta en la boca y tocó el timbre.
-Pasa Lucas,
Toñito está ansioso por sus clases, dijo la madre.
Toñito estaba
tumbado en el sofá. Mientras Bob Esponja mostraba sus dientes de conejo en la
pantalla, Isabella buscaba su celular en su casa.
-¿Dónde diablos
lo habré puesto?, refunfuñaba.
Luciana en el
cuarto de huéspedes, tumbada en la cama, borraba todo indicio que mostrara las
insistentes llamadas de Lucas.
6
Eran las siete y
media y Charly no llegaba. Ya se habían tomado dos chilcanos y estaban
ansiosos.
-¿Qué hora es?,
preguntó Raimondo.
Estéfano miró su
reloj y contestó secamente:
-Siete y
cuarenta.
Ambos miraban
hacia la puerta. Paquito acomodaba unas cajas de galleta. Su joroba parecía más
pronunciada.
-Hola muchacho,
dijo el flaco Charly.
Estaba contento,
con una sonrisa de oreja a oreja.
-Venga esa
joroba, hoy es mi día de suerte.
El jorobado
sonrió.
-Sebas, un
whisky con bastante hielo por favor, me muero de calor, dijo Charly.
El viejo
refunfuñó unas lisuras mientras contaba las ventas del día.
-Aprobé todos
los exámenes de ciencias muchachotes, soy un nuevo Einstein, de verdad.
Charly vio los
vasos con Coca Cola.
-Bebiendo
chilcanito como siempre, ¡eh! Siembre lo plebeyo, siempre lo plebeyo.
Estéfano terminó
su Coca Cola.
-¿Y qué fue?,
preguntó.
-Calma tribu,
calma, contestó el flaco levantando las palmas de las manos, como quien detiene
el tránsito.
Sebas colocó un
vaso con hielo sobre la destartalada mesa de madera y estiró la mano antes de
abrir la Inca Kola. Charly le dio unas monedas y sebas destapó la botella.
-Un buen whisky
despeja la mente muchachos, dijo el flaco Charly dándose importancia.
Bebió con
fruición. Los minutos pasaron como ovejas al redil. Todo había salido de
polendas. Tres chicas del Santa Úrsula habían aceptado ir con ellos a la fiesta
de Alessandra, la prima de Raimondo.
-Um Gottes Willen, dijo Gabrielle.
-¿Y eso qué es?,
interrogó Estéfano.
-Es lo único que
sé decir en alemán, dijo Gabrielle. Creo que significa por amor a Dios.
-Y eso piensas
decirle a una chica que recién conoces, tarado, se burló Raimondo.
-Que sean de un
colegio alemán no significa que te van a hablar en alemán, mongazo, dijo
Estéfano.
Charly levanto
su vaso de whisky y propuso un
brindis. Todos dijeron ¡salud! Y estalló la algarabía. Paquito aplaudía como
una foca. Sebas contemplaba la escena y esbozó una ligera sonrisa.
-Hoy hasta las
piedras están de nuestro lado, susurró entre dientes, mirando a Sebas de soslayo.
-Menos
ceremonia, menos floro y a ver si se matriculan con un sanguchito que estoy con
un hambre feroz.
Todos
languidecieron. La mayoría tenía sus créditos agotados. Sebas ni se inmutó.
-Vaya, vaya
todos misioneros. Les pongo las hembritas y encima debo darles de comer. Bueno,
soy un alma caritativa.
Metió la mano al
bolsillo y sacó un billete de cincuenta soles. Todos dejaron escapar un suave
silbido de asombro.
-Sebas cuatro
especiales de jamón y otra ronda de tragos,
gritó Charly.
A una seña del
viejo, Paquito tomó el billete y se lo dio. El jorobado era un experto
tasajeando el jamón. Cortó los panes, los relleno de carne rosada, echó sobre
ellos un amasijo de cebolla picada en hilachas con ají, los espolvoreó con sal
y los llevó a la mesa.
-Buena, Paquito,
dijo Charly.
Del vuelto le
dio dos monedas de a sol.
Bebieron sus
tragos imaginarios mientras devoraban sus sándwichs.
-No hay como los
sándwichs de Sebas, mejor que los del Cordano y los del Queirolo, dijo
Gabrielle dándole un mordiscón a su emparedado.
El jorobado hizo
una mueca se satisfacción.
-Sólo se
comparan a los del Carbone. Dijo Estéfano.
Como a las nueve
sonó el teléfono. Sebas tomó el auricular. Era Lucas que pedía hablar con
Charly.
-Dile a tu
patrón que ponga una secretaria aquí para que atienda sus llamadas, dijo Sebas
entre serio y broma.
-Te quedaste sin
saldo, pavaso, dijo el flaco, en voz alta, para que todos escucharan y ahorrarse
las explicaciones.
-Oye, no te
aburres de darle clases a Bob Esponja, dijo Charly desternillándose de risa.
Todos celebraron la ocurrencia. Sí, ya sé, plata es plata, así haya que
romperse el coco con ese engendro…Sí, todo salió como pensábamos… Y tú, con
quién iras… ¡ah!, bandido, tenías tu guardado…bien, aquí te esperamos, ya
estamos algo embriagados.
Cortó.
-Era Lucas, ya
viene, dice que irá con una chica de su academia. Todos quedaron en silencio,
pensando en Isabella.
Hubo un silencio
prolongado.
-Sebas, otra
ronda de tragos, gritó Raimondo. Yo invito ahora.
La mesa se
volvió a llenar de gaseosas.
7
El Doctor encendió
un Ducal y cerró la puerta evitando el menor ruido posible. Miró hacia el
segundo piso. La habitación de su madre estaba a media luz. La mujer descansaba
en su cama leyendo la Biblia.
-Dadle a ella como ella os ha dado, y pagadle doble
según sus obras, Amén, musitó, dándole al cigarro una pitada antes de
lanzar la colilla contra la calzada.
Miró el reloj.
Las nueve. Caminó lentamente. Los muchachos donde Sebas, como siempre,
fanfarroneando sobre bellas mujeres, bebiendo licores imaginarios.
-¡Ah!, la
turbulencia y fantasiosa adolescencia, pensó.
Dos muchachas
pasaron de prisa al lado de él dejando tras de sí un aroma de Chanel.
Las vio subir a un carro. Voces,
risas…
-¿A dónde
vamos?, dijo una de ellas.
-Ustedes dirán,
contestó una voz varonil.
-A bailar.
Vámonos ya o mi mamá nos verá y estoy frita, dijo la voz de la otra muchacha.
Esa voz, pensó
el Doctor. ¿Dónde la había escuchado antes? Caminó de prisa. Una suave garúa
acarició su rostro y un recuerdo remeció su interior. Lima y su lluvia cojudita, dijo el viejo Sebas una vez y le gustó
la frase. Cuando llegó a las puertas de la tienda vio a Paquito cargando unas
cajas. Se detuvo en la puerta y miró hacia el fondo del local donde el grupo
estaría charlando como todos los fines de semana. Sintió una mano en el hombro
y volteó rápidamente.
-Doctor, dijo
Lucas. Entramos.
-Claro, dijo él,
y escuchó de nuevo la voz.
Vámonos ya o mi
madre nos verá y estoy frita…Isabella, pensó. No podía ser otra.
Vestida así
junto a Luciana, no podía esperarse nada bueno.
Miró a Lucas y
musitó una vieja frase, si me mientes una
vez es tu culpa, si me mientes dos veces ya es mi culpa. Carga tu cruz,
muchacho, dijo secamente.
-¿Qué?, preguntó
Lucas.
-Nada, estoy
divagando, contestó el Doctor.
-Sebas, un trago
y que sea doble por favor.
Paquito colocó
una Inca Kola y un vaso con dos hielos en el lugar del Doctor. Lucas apuró un
sorbo de Coca Cola, encendió un cigarrillo y escrutó el rosto del Doctor. No
encontró en su mirada respuesta alguna. “La única cruz que cargo se llama
Isabella”, pensó.
8
Esa noche los
chicos se quedaron hasta muy tarde. Paquito dormía como un gato mojado sobre
unos sacos de azúcar y Sebas refunfuñaba y carraspeaba cada cinco minutos y
miraba su reloj. Los muchachos se despidieron en la puerta. Apretones de mano,
bromas, abrazos, bromas, bromas y bromas. El viejo Sebas cerró la reja, colocó
los candados y se marchó a su cuarto. Paquito se quedó durmiendo ahí. Lo cubrió
con una frazada serrana y apagó las luces del local. Su cuarto estaba en el
fondo, ahí donde se almacenaba la mercadería: cajas de galletas, chocolates,
sacos de arroz y azúcar, leche, fideos y un sinfín de cosas, todas bien
ordenadas y clasificadas. Paquito era muy eficiente. Sebas se sonrió, algo raro
en él.
Se tumbó sobre
la cama y miró las cuantiosas fotografías y figuras que había pegadas en la
pared. Algunas amarilladas por el paso inexorable del tiempo. Tomó un espejo y
vio su rostro. El cabello cano al igual que la tupida barba que cubría sus
mejillas. Su rostro cetrino dejaba ver unas notorias arrugas en la base de los
párpados y al lado de los ojos. Miró una foto de cuando tenía once años,
rodeado de la familia allá en Yungay y cayó en la cuenta de que la vida
transcurría impasible sin que nada pudiera detenerla.
-¿Y la muerte?,
pensó. He ahí la tragedia del hombre, se dijo.
Dejó el espejo y
tomó una fotografía donde un grupo de muchachos posaba sonriente. Todos
vestidos deportivamente.
-Esa es de
cuando ganaron el campeonato de la primaria, pensó.
Ahí estaba
Lucas, enclenque y patilargo como jefe del equipo; Toñito Segura, el flaco
Malone, Wagner Haissler, gringuísimo y con los cabellos dorados como el sol;
Tito Magallanes, gordo y robusto como un pequeño tonel, el loco Falconí con un
flequillo que le cubría la frente como una visera, todos alegres y
triunfadores. Leyó la dedicatoria en el reverso.
“Para don Sebastián,
padrino y amigo; con el cariño del sexto grado”. Una nostalgia con aires de
alegría lo invadió. Unos pasos lo alertaron. Era Paquito camino a su cuarto.
-Se despidió en
su media lengua; esa que sólo Sebas con el paso de los años lograba descifrar.
-Hasta mañana,
Paquito, duerme bien, le dijo el viejo.
En una
fotografía estaba él y sus siete hermanos acompañados de sus padres. Esa era mi
casa y mi familia antes que se la llevara la muerte, pensó. Todos descansaban
ahora en una eternidad de piedra, tierra y agua; sin una cruz que señalara
donde los había cogido la muerte. Sintió que los párpados caían sobre sus ojos
y vio el Huascarán. Imponente, con la cima blanquecina y helada. Caminaba a
paso lento por un camino empolvado. En una bolsa llevaba maíz tostado y una
botella con agua.
-Eso te
alcanzará para el camino de ida, hijo, le había dicho su padre. Ya mañana doña
Tomasa te dará algo para el regreso, te esperamos antes del atardecer.
El padre besó su
frente, le dio un paquete para doña Tomasa. No se volverían a ver.
A pocos metros
del cementerio se encontró con un viejo que iba con una joven mujer y tres
niños, mucho menores que él.
-¿A dónde vas,
niño?, preguntó el viejo.
-A Caraz, señor,
contestó.
-Vamos por la
misma ruta, dijo la mujer. Quieres algo de comer para el camino. Tengo papa
sancochada, queso y mote.
Miro su pequeña
alforja y sintió el aroma del maíz tostado que le había preparado su madre.
Antes de que pudiera contestar la mujer extrajo unas papas cocidas y las
repartió entre los niños. Extendió su brazo y le dio al viejo un trozo de queso.
Cortó otra tajada y se la alcanzo a él. Cuando iba a tomarla sintió un remezón
que lo hizo trastabillar. Los niños se apretujaron con la mujer. El viejo se
quitó el sombrero, sus ojos parecían otear el horizonte, hacia Yungay.
-Es un
terremoto, musitó el anciano con voz angustiosa.
El remezón fue
terrible, después una leve calma acompañada de un misterioso silencio. Luego un
ruido de baja frecuencia, algo distinto aunque no muy diferente del producido
por el sismo. El ruido procedía del Huascarán. Una nube gigantesca de polvo,
casi color arcilla, se elevaba como un manto entre Yungay y el nevado.
-Aluvión, gritó
el viejo.
Miró la colina
donde se hallaba el cementerio.
-Corramos hacia
allá, vamos, rápido, aluvión, aluvión.
Corrieron unos
sesenta metros antes de ingresar al camposanto que también había sufrido los
efectos del terremoto.
-No volteen, no
dejen de correr, no dejen de correr, gritaba el viejo desesperado.
Pero el pequeño
Sebastián no hizo caso. Sus padres, hermanos y el resto de la familia estaban
en la ciudad. Miro hacia allá y fue cuando vio claramente una onda gigantesca
de lodo gris de unos sesenta metros de alto que empezaba a quebrarse en cresta
con una ligera inclinación. Esa onda monstruosa iba a golpear el lado izquierdo
de la ciudad: esta ola no tenía polvo.
El niño
petrificado, sintió un tirón fuerte hacia atrás como la garra gigantesca de un
águila que lo halaba con firmeza. Era el viejo que gritaba enardecido que el
aluvión no tardaría en golpear el cementerio. En una loca carrera sobre las
escalinatas lograron alcanzar la segunda terraza y en cuestión de segundos la
tercera, mas obstruida, y con un grupo de muchachos que huían espantados del
monstruo que asomaba. Un golpe seco, como un látigo se escuchó. Una porción de
la avalancha alcanzó el cementerio en su parte frontal, prácticamente a nivel
de la tercera terraza. El lodo macizo pasó a unos cinco metros de donde se
hallaban.
El cielo se
oscureció por la gran cantidad de polvo que las casas despidieron antes de ser
arrasadas por el monstruo.
El pequeño
Sebastián levantó la mirada y vio que Yungay, con sus miles de habitantes y
entre ellos toda sus familia, habían desaparecido. Las piernas se le quebraron
y cayó de rodillas. Su llanto inconsolable encontró compasión en las manos del
anciano que le acariciaba la cabeza.
El viejo Sebas
despertó llorando y Paquito despertado y atraído por unos gimoteos, fue hasta el
cuarto del viejo y le acariciaba la cabeza, con la misma ternura y delicadeza
con que acariciaba a los perros del barrio.
-La misma pesadilla de siempre, musitó Sebas
somnoliento.
-¡Um! ¡Um!,
articuló el jorobado en su media lengua.
Una tisana,
preparada por Paquito. Calmó la sed del viejo. El jorobado se sentó al pie de
la cama y lo miraba como un perro vagabundo que ve comer a otro perro. ¿Cuántos
años que lo conocía?, pensó Sebas.
-Han pasado casi
cuarenta años, dijo Sebas con voz apagada.
Paquito asintió.
Sabía de qué hablaba ese viejo amigo que lo había encontrado deambulando,
desesperado, caminando como como un loco de un lado a otro en ese caos
apocalíptico que había precedido al terremoto. Arrastrando su miedo, su joroba
y su mudez lo encontró el niño Sebastián. Ese día se encontraron la orfandad de
dos niños que no tenían a nadie. Deambularon durante varios días viviendo de
las donaciones, nacionales e internacionales que llegaban a la zona del
desastre. Una noche se subieron a un camión que venía a Lima trayendo heridos.
Ya en Lima, cantaban huaynitos serranos en plazas y parques a cambio de unas
monedas. Los sábados y los domingos vendían baratijas en los mercados. Así, el
niño Sebastián fue haciéndose de un capital que con los años lo llevaría a
comprar un terreno y luego a tener su propia tienda de abarrotes-
-¡Um!, ¡Um!,
balbuceó Paquito.
Sebas miró un
paquete de plástico que estaba en un rincón. Lo había pasado inadvertido. Eran
los uniformes de fulbito para el equipo del tercer año, donde jugaba Anatolio
Quispe, un chico cuyos abuelos eran de Ranrairca, otra de las ciudades
devastadas por el terremoto. Lo habían elegido padrino del equipo, todos los
años lo era en algún grado, este año le tocó a los chicos de tercero. ¿Saldrían
campeones? Habría que esperar. Los conto: uno, dos,...ocho, nueve y diez.
-Seis titulares
y dos suplentes, dijo mientras los colocaba encima de la cama.
El jorobado
miraba el fondo de la bolsa.
-Sí, ya sé,
Paquito. Aquí está tu camiseta y también la mía, dijo el viejo sacando la ropa
embolsada.
Paquito se fue
contento, como un perro que se marcha buscando un sitio donde esconder su
hueso.
Sebas se acostó
nuevamente. Miró una foto de Yungay antes de la tragedia, la vieja iglesia y
sus palmeras, esas que recorrieron el mundo como únicas sobrevivientes. La
tragedia había quedado grabada en su memoria, y cada cierto tiempo regresaba a
su vida, en sus sueños, como una eterna ola negra que nunca dejaba de venir.
9
Lucas dormía
plácidamente cuando el teléfono sonó reiteradamente. Somnoliento, contestó.
-¡Hola,
dormilón!
La voz de Alesia
le sonó lejana. Trató de ordenar sus pensamientos como quien lucha con un
rompecabezas.
-¡Ah, sí! Lo
había olvidado, pensó.
Había quedado
con ella para hacer los ejercicios de física, los de la academia, ¿E Isabella?
La había invitado al cine por la tarde. ¿Y las tareas del colegio? ¡Diablos y
cebollas!, ahora sí que estoy atrapado, pensó.
-Estás ahí, se
escuchó la voz ronca de Alesia.
-Sí, disculpa,
es que yo…bueno…había olvidado que tenía un compromiso por la tarde.
-No te
preocupes, te llamo mañana por la noche. Si vas directo del colegio a la
academia tendremos tiempo de repasar algo, ok.
-Está bien, te
lo agradezco y discúlpame, es que mi cabeza…
-Olvídalo, no
hay cuidado. Aprovecharé para repasar la obra en la que voy a actuar a fin de
mes. Espero que vayas a verme, hasta el lunes entonces.
Quedó echado en
la cama mirando el techo. Vio el letrero que había pegado ahí, frente a sus
ojos. LEVÁNTATE ESCLAVO. Sonrió. Estaba amarillado, pero las letras permanecían
nítidas, rígidas, como una cadena sujeta a sus muñecas.
Había estado
tratando de comunicarse con Isabella, pero no contestaba. Miró el reloj: las
nueve y cuarenta. Siempre la maldita casilla de voz con su vocecilla hipócrita
y dulcetona diciéndole que deje su mensaje que nunca escucharía.
-Seguro que
anoche ha salido con Luciana, pensó. Esa bruja agrandada interfiriendo siempre,
una muralla impenetrable entre ella y él. Nunca le había gustado esa relación
entre primas.
Se cubrió el
rostro con la almohada y sintió ganas de gritar, de llorar, de morder la rabia
que sentía.
-Qué relación
más inadecuada, pensó. Ni siquiera le agrado a la madre.
Ya me la imagino
hablando mal de mí, como lo hacía siempre. “Ese muchacho no es para ti, hija,
mereces algo mejor, mira a tu prima, Lucianita, ella sí qué sabe escoger los
enamorados, de buen apellido, de dinero, gente distinguida y no un mocoso como
ese Lucas”.
-Así hablaba esa
bruja, pensó Lucas mientras juntaba las monedas y billetes que guardaba en una
vieja lata de galletas. Veintinueve soles.
¿Y con esto
piensas invitarla a salir?, se dijo mientras se miraba en el espejo. Papá ya me
adelantó una semana de propina; a mi mamá le debo hasta que cumpla setenta
años. ¡Vaya que estoy jodido!, pensó.
Su única salida
era Brughel. Fue hasta su habitación. Ropa en el piso, libros por aquí y por
allá, un desorden de miércoles. Zapatos, medias sucias, ropa interior,
corbatas, todo un desbarajuste.
Fotos de sus
amiguitas pegadas en las paredes y en la cabecera de la cama. Tomo una de ellas
y leyó en el reverso: “Para Brughel, de su único amor. Sara Sotomayor”. Aguantó
la risa para no despertarlo. Miró a su hermano unos minutos. El ingeniero
tirado en la cama, en calzoncillo y despatarrado como una rana que agoniza. Le
miró el rostro, ojeroso y despeinado. ¡Qué buena vida la de este muchacho!,
pensó.
-Brughel,
Brughel…
Lo zarandeó, lo
jaló y nada. Una piedra.
-Si no despierta
soy capaz de patearle la cabeza.
Fue al baño.
Pensó lanzarle un vaso con agua. Vio su pantalón colgado en la perilla de la
puerta. La billetera sobresalía de uno de los bolsillos traseros; un billete
naranja que asomaba le abrió los ojos como un búho. Pensó tomarlo, pero se
desanimó.
-Sé que a veces
me demoro en pagar, pero ladrón no, carajo, pensó.
Titubeante tomó
la billetera y la puso en la mano de Brughel que había dado un vuelco en la
cama.
-Brughel, puedes
prestarme algo de dinero ando corto y hoy le ha prometido a Isabella llevarla…
No terminó la
frase y Brughel, con los ojos cerrados, le alcanzó un billete.
-¡Diablos y
cebollas!, ¿cien soles? Vaya que si debes estar bien dormido, hermanito, dijo
Lucas casi susurrante y tomando el dinero salió de la habitación, besó el
billete como quien besa a Isabella y cerró la puerta despacio. Ya en su cuarto,
marcó el número de Isabella.
Otra vez la
vocecilla. Miró la hora. Las once menos cuarto.
-Esa bruja de
Luciana, esa bruja, pensó amargamente.
10
-¿Vas a salir
por la tarde?
El Doctor miró a
su madre moviendo la avena. Como cuando era un niño.
-Ya casi termino
mi tarea de química, la del colegio, por la tarde iré al cine. No te preocupes
por el almuerzo, mamá, puedo arreglármelas solo.
¿Irás a la
parroquia hoy?
La madre
asintió.
-Mañana me
acompañarás a misa. El padre Tomás siempre pregunta por ti.
-Está bien,
mañana iré contigo.
El Doctor vio a
su madre llenar dos tazas con avena mezclada con leche y cocoa. Vio sus manos,
finas y blancas, cortas unas rebanadas de pan y luego untarlas con mantequilla
y mermelada.
“Como cuando
estaba en la primaria”, recordó.
Nuevamente le
vio las manos, arrugadas como las de un ahogado, cuarteadas por los años y por
el sufrimiento. Él sabía que tenía una hermana del primer compromiso de su
madre. Sólo la había visto algunas veces, cuando él tenía cuatro años y la
hermana unos doce. Vivía por la unidad vecinal # 3, camino al Callao. Su madre
también había vivido por ahí, con Ricardo, su primer compromiso; en uno de esos
pabellones de ladrillos rojos, pequeños como un juguete. Recordaba aquel
pequeño bosque de eucaliptos, lindante con las casas, que él gustaba recorrer
como un enanito paseando entre las piernas de gigantes. También se acordaba de
Ricardo, hombre bueno y honesto: tan diferente a su padre, abusivo y mujeriego.
“El amor es un roble en la vida de las mujeres y una flor en el ojal en la de
los hombres”, pensó.
Su madre solía
decirle que su padre era un pan de Dios,
un hombre bueno que el Todopoderoso había llamado a su lado antes de tiempo.
-¿Y por qué te
abandonó?, hubiera querido preguntarle-
Pero no, esas
son cosas de marido y mujer y uno no pregunta.
-Mamá... ¿Y
papá?, preguntó una vez cuando tenía seis o siete años.
Nada, silencio
absoluto, ni un sí ni un no; para qué volver a preguntar entonces, se fue y eso
es todo, salió a comprar cigarros y no regresó más, que se jodan ella y el
muchacho, que se las arreglen sin mí, que coman del aire, total, los perros
viven en la calle y no se mueren. No volvieron a saber de él hasta el día de su
muerte.
“Buen tipejo,
este”, pensó el Doctor mientras recogía el servicio.
-Ya vengo hijo,
te veo más tarde, ahí te dejo algo de dinero.
El doctor besó a
su madre y la vio alejarse por la calle, con su rosario y su Biblia en la mano,
como quien lleva un niño en brazos.
Entró en su
cuarto, encendió un Ducal, tomó el libro que estaba sobre la mesa de noche y lo
abrió. Desdoblo la punta de la hoja y retomó la lectura...
“¡Todavía
aquí, Laertes! ¡A bordo, a bordo! ¡Qué vergüenza! El viento sopla en la popa de
tu nave, y sólo aguardan tu llegada. Acércate. ¡Que mi bendición sea contigo! Y
procura imprimir en la memoria estos pocos preceptos: no propales tus
pensamientos ni ejecutes nada inconveniente. Sé sencillo, pero en modo alguno
vulgar. Los amigos que escojas y cuya adopción hayas puesto a prueba, sujétalos
a tu alma con garfios de acero, pero no encallezcas tu mano con agasajos a todo
camarada recién salido sin plumas del cascaron. Guárdate de entrar en pendencia;
pero una vez en ella, obra de modo que sea el contrario quien se guarde de ti.
Presta a todos tu oído, pero a pocos tu voz. Oye las censuras de los demás,
pero reserva tu juicio. Que tu vestido sea tan costoso como tu bolsa lo
permita, pero sin afectación en la hechura, rico, mas no extravagante, porque
el traje revela al sujeto, y en Francia las personas de más alta alcurnia y
posición son en esto modelo de finura y esplendidez. No pidas ni des prestado a
nadie, pues el prestar hace perder a un tiempo el dinero y am amigo, y el tomar
prestado embota el filo de la economía. Y sobre todo, esto: sé sincero contigo
mismo, y de ello se seguirá, como la noche al día, que no puedes ser falso con
nadie. ¡Adiós! Que mi bendición haga fructificar en ti todo esto”.
Cerró el libro y
se sintió fortalecido. Lo dejó en la mesa de noche. “El hombre que no lee es un
cadáver que respira solamente”, pensó.
Salió de casa y
anduvo unas calles, pensando y reflexionando. Se sentó en una de las bancas del
parque cercano a su casa y observó a la gente con sus bolsas del mercado, sus
periódicos frívolos como sus vidas, metidos en sus charlas anodinas.
-¡Cuántos
cadáveres!, pensó.
Tiró la colilla
y se fue a la tienda de Sebas. Allí encontraría a algunos de los muchachos del
barrio.
11
Todo empezó cuando
la madre de Rosario Zumarán grito desde su auto.
-¡Charito, tu
cucharita!
Ahí fue cuando
sus compañeros de aula vieron la cucharita de plástico, con la cabeza de Mickey
Mouse en el extremo. Pecosa, cegatona y con la falda más debajo de las
rodillas, Charito Zumarán fue presa fácil para los coyotes, ese grupo de malandrines encabezados por Toyo Villanueva
que habían encontrado en el bullying una
nueva forma de divertirse, una manera de sobrellevar o que consideraban una
vida aburrida: la del colegio.
En el salón se
sentaba en el centro del aula, en la fila del medio. Delante de ella Jaime
Castro, a su derecha Valentín Gomero, a su izquierda Carlos Valera (todo un
plomo el gordo ese) y detrás, el susodicho Toyo Villanueva. Vaya que si era
piña la pobre. El cordero rodeado de lobos. Malena Dulanto, una de sus más
cercanas amigas, no se explicaba como una muchacha de trece años llevaba dos
colas en la cabeza como quien lleva dos cuernos; y con esos lazos de colores
chillones que tanto gustaban a su madre. Realmente que era cómico y trágico
verle la cabeza. De esas colas la jalaban los coyotes cada vez que encontraban
oportunidad, y las clases del Platanaso López, el profe de álgebra, eran las
apropiadas, pues, la mitad del salón bostezaba o dormía y la otra mitad se
dedicaba a cualquier cosa. Sólo Pablito Arroyo no desatendía una clase.
“Ese estudia
hasta en los recreos”, decía el tutor de su aula.
Pero Pablito era
otras de las víctimas de los coyotes. En los recreos lo buscaban entre los
cientos de alumnos que colmaban el patio. Él se escabullía como un pececito,
pero la mayoría de las veces lo atrapaban y empezaba el bullying (diversión, decían los coyotes).
-¿Quién quiere a
este?, decía Toyo Villanueva, y lo empujaba.
Lo recibía
Valentín Gomero:
-Yo no lo quiero.
Allá va, y nuevo empellón.
-Yo tampoco lo
quiero, gritaba el gordo Valera y lo peloteaban de nuevo.
El pobre
terminaba más mareado que un borracho y sus anteojos que siempre salían
disparados.
Charito Zumarán,
escondida tras una columna, veía aterrada lo que le hacían al pobre Pablito. A
ella no la empujaban, “a las mujeres no se les toca”, decían los coyotes, pero no perdían oportunidad de
gritarle: Charita, la cucharita.
Colorada como un
tomate, buscaba refugio en algún lugar apartado del patio. Ahí coincidía con
Pepito de la Romaña era muy callado, le decían “el mudo”. Siempre estaba en los lugares más apartados, todos
comentaban que era un “mongo” y un aburrido. Era muy estudioso, pero no
chancón, por eso es que algunos chicos – los que iban al colegio a estudiar –
lo buscaban para pedirle ayuda, sobre todo los que andaban bajos en
matemáticas. Él jamás se negaba y nunca pedía ni aceptaba nada a cambio. Cuando
hablaba con alguien, decía lo necesario: sí,
quizá, creo que sí, no, tal vez, claro; muy pocas veces más de tres
palabras.
Charito Zumarán
lo seguía a poca distancia en los recreos, rara vez le hablaba, pero sabía que
él encontraba buenos lugares donde esconderse y eso es lo que ella necesitaba,
para eludir los “Charita la cucharita” que le llovían como meteoritos cuando se
cruzaba con el Toyo Villanueva y su manada.
Un día se
atrevió a preguntarle:
-¿Por qué eres
así?
Pepito de la
Romaña la miró a los ojos, sonrió y le dijo como quien se está confesando con
el cura:
-Es mi forma de
ser y me siento bien así.
Desde ese día
Charito Zumarán le dijo si podía sentarse a su lado en todos los recreos.
Le prometió que
no lo molestaría, que no le hablaría, que estaría muda como una almeja. Él
aceptó. A Pepito de la Romaña le llamaba la atención que Charito Zumarán usara
esa graciosa cuchara para comer todo lo que la madre le ponía en la lonchera.
Hasta las galletas de animalitos las ponía en la cuchara antes de llevárselas a
la boca.
-Esa es una
tronada, le dijo el Toyo Villanueva a sus coyotes.
El Toyo Villanueva,
a pesar de ser antipático, cabeza hueca y abusivo, era muy bien parecido y muy
atlético. Tenía un físico muy raro para su edad. Alto y fornido, gustaba
mostrar el punche de sus bien
formados brazos delante de las chicas. En las clases de educación física se
levantaba el polo y mostraba sus coquitos
pectorales.
-Ese es un mono,
pero me gusta, decía Maruja Arbieto, la experta en chismes del colegio.
-He visto chicos
más guapos y más inteligentes, decía Malena Dulanto con indiferencia.
Pero todos sabían
que Malena hablaba de la boca para afuera, porque en realidad se moría por el Toyo Villanueva.
Los coyotes no
perdían la oportunidad de molestar a sus “lornas” cuando Pablito Arroyo o Charita la cucharita se les perdían en
los recreos.
A Charito
Zumarán le extrañaba que Pablito nunca se quejara ni con el tutor, ni con los
profesores, ni con el director del colegio por los atropellos de que era
víctima: le quitaban sus lentes, le escondían sus cuadernos, le robaban sus
tareas, le decían al oído cosas terribles. Una vez le colocaron una enorme cucaracha
en su lonchera. El pobre pego un grito, se puso más blanco que un papel y se
desmayó en plena clase. Todos se rieron, hasta el profesor de geografía,
“pendejadas de muchachos, poca cosa”, dijo.
Charito Zumarán
había visto todo. Vio a Valentín Gomero sacar el pomo con la enorme cucaracha
de su mochila; el gordo Valera le abrió la lonchera: Jaime castro abrió el
frasco y se lo dio al Toyo Villanueva; este, con mucha precaución la colocó
entre su sanguche de queso y su cajita de yogurt, bien apretadita, para que no
se moviera. Pobre, Pablito Arroyo, pensó Charito Zumarán.
Era tanta su
indignación que decidió escribir una nota anónima dirigida al director.
Estuvo mascando
el lapicero durante media hora y no encontraba la formula precisa para empezar
la carta delatora.
-¡Aja!, se dijo.
Mi cucharita.
Hurgó en su
mochila. Sacó libros, cuadernos, apuntes, envolturas de galletas, tofis y
chocolates hasta que la encontró. Estaba envuelta en una bolsita de tela que su
madre había cocido especialmente para que la guardara ahí antes y después de
usarla. La observo unos segundos. Vio la figura del ratón inmortal, en su
idolatrada cucharita. Algo se ilumino en su mente y recordó una novela de espías
que había leído años atrás. Corrió hasta la biblioteca de su padre y reviso
estante tras estante hasta que la encontró. Era sobre unos espías rusos que se
introducían en los Estados Unidos buscando información sobre las nuevas armas
que los “gringos” estaban inventando. Encontró una carta que un tal Muckoski,
le enviaba a una alta autoridad del Kremlin informándole que los “asquerosos
capitalistas” habían inventado una máquina para calentar alimentos en pocos
segundos a través de ondas; pero que él sospechaba que su verdadera finalidad
era reducir cabezas de espías rusos. A Charito Zumarán le importó un rábano el
contenido de esa carta más le interesó tomarla como modelo para crear la de
ella. Después de borronear varias decenas de hojas, quitar aquí, agregar allá,
tarjar acullá, cambiar una palabra por otra, llegó a lo que consideró la carta
final.
Señor Director
No le voi a desir quien soi por mi
seguridad. Stop. Mi vida correría peligro si se lo digo stop. Esto que digo
tiene que ser secreto stop. Estoi tan nerviosa que mi cucharita tiembla en mi
mano stop. Al pobre Pablito Arroyo lo molestan mucho stop. Los collotes son
malos stop. Toyo es el collote mas malo stop. Me quizo el otro día quitar mi
cucharita stop. Los collotes botan los cuadernos de los niños stop. Mas los de
Pablito stop. Hará usted algo a los collotes stop. No trate de saber quien soy
por que no podrá saberlo stop. Mi amiga Pochita Rodríguez de segundo años no se
lo podrá decir por que no le he dicho que estoi haciendo esta carta stop.
El espía ruso.
La carta parecía
una cojudés. La puso en un sobre, con las manos enguantadas para evitar
cualquier huella que la incriminara.
Esperó que el
director abandonara su oficina como todos los días por la mañana para
inspeccionar la formación y se introdujo en la dirección. La secretaria se
pintaba las uñas mientras hablaba por teléfono. Colocó la carta sobre el escritorio y
salió con el mismo sigilo con que había entrado.
Mientras los
alumnos se dirigían a sus aulas se escondió en uno de los jardines y por una
ventana espió el destino de su misiva. Vio al director abrir el sobre y leer la
carta mientras se hurgaba la nariz con el índice derecho. Dio un gran bostezo,
limpió su dedo en el papel, lo arrugó y lo arrojó al tacho.
Charito Zumarán
llego a su salón como quien arrastra una carreta de carga. Su rostro
desencajado y lívido, mostraban la patética figura de un ser doblegado y
resumido.
Un “Charita la cucharita” al oído, esta vez
del gordo Valera, le hizo ver que estaba condenada a servir de carne de cañón a
los deleites morbosos de esos bárbaros conocidos como los coyotes.
12
La expectativa
que había generado la final del campeonato de fulbito no tenía antecedente
alguno. Nunca se había sentido en el ambiente tal interés, al punto que los
padres de familia se habían metido tanto en el asunto que ya asomaba el
encuentro como una final de los campeonatos mundiales. Las cinco finales
anteriores las había ganado quinto año, y siempre contra los de cuarto, pero
ahora las cosas eran diferentes, ahora los de quinto se enfrentarían a los de
tercero, quienes habían goleado a los de cuarto por cinco a cero, mientras que
los de quinto llegaban a la final con un angustioso uno a cero frente a cuarto,
y con un penal dudoso.
-Ese no fue
penal, ese árbitro está vendido, reclamó Estéfano airadamente.
Lo cierto era
que tres alumnos nuevos conformaban el equipo de tercero. Paco Cantuarias, alto
y fornido con una zurda extraordinaria que dejaba a la defensa contraria
pateando el aire.
-Cuando mi hijo
Paco, toca la pelota, los rivales ni la ven, decía orgullosos su padre, un
médico de la naval.
Paco se había
vuelto muy popular, todos los alumnos de primero lo tenían como a un héroe.
Paco había estado en las divisiones menores del Club Cantolao donde había sido
una promesa, pero había dejado el equipo por los estudios, quería prepararse
bien para postular a la Escuela Naval, quería ser marino como su padre.
Otra adquisición
del equipo era Patricio Ferreyros, un palomilla de un dribling endemoniado. Con
Paco Cantuarias formaban una dupla excepcional. Venia del Pedro Labarthe y vivía en La Victoria. Su padre, un comerciante de
Gamarra venido a menos, lo había tenido que sacar del Americano de Miraflores.
Casi toda la primaria la había hecho allí, pero el primero y segundo tuvo que
hacerlo en el Labarthe. Ahí conoció muchachos de toda ralea; malandrines,
gamberros, pilluelos y matreros le hicieron ver que para sobresalir en este
mundo había que tener algo más que un padre con plata. El comienzo fue duro,
varias peleas lo fueron cuajando. Un zambo, hijo de estibador de la Parada, lo
conocía de vista.
-Aquí si te
dejas pisar, ya fuiste, te agarran de lorna
y no te sueltan, le dijo el zambo la primera vez que vio que uno de quinto año
le dio un empellón.
Sus habilidades
con la pelota hizo que los respetaran. Cuando la tenía entre los pies rara vez
se la podían quitar y casi siempre a costa de patadas desleales. Pero Patricio
se reincorporaba nuevamente y empezaba de nuevo. Uno, dos, tres y al arco. Gol
fijo. Un equipo de Gamarra, el Huracán San Juan, lo llevó a participar en el
famoso Interbarrios del Porvenir. Fue la sensación, salió goleador y el equipo
ganó el campeonato. Un día su padre hizo un buen negocio, la cosa mejoró en la
casa y lo sacó del Labarthe.
-Te he
conseguido un buen colegio, allí harás el tercer año.
Fue así como
Patricio llegó al colegio, con todo un curriculum
futbolístico envidiable.
El tercer
muchacho venía de provincia, Anatolio Quispe. Su padre era transportista, tenía
cinco camiones en los que transportaba todo tipo de carga, desde papas y
verduras hasta cajas con artefactos domésticos. Cansado de la vida en provincia
había logrado comprar un chalecito en una tranquila zona de Jesús María.
-Yo vivo por
Garzón, le dijo Paco Cantuarias a Anatolio cuando lo conoció.
El cholo como lo llamaban de cariño sus
amigos, contestó con mirada altanera.
-Yo por Huáscar,
en la cuadra 12.
Se estrecharon
la mano, como quien hace un pacto de caballeros. El cholo Quispe era recio,
alto, de piernas fuertes y gruesas, para nada técnico, pero ésta era suplida
con creces por la garra que ponía en cada partido, por la fuerza, siempre
mesurada, en cada disputa. De balón.
-Ese cholo
Anatolio tiene los huevos bien puestos, dijo el chato León, el profesor de
educación física.
Pero quinto
años, a pesar de no contar con individualidades, formaban un equipo compacto.
Una telaraña bien constituida donde Toño Segura y Tomi Malone formaban una
muralla casi infranqueable en la defensa. Llevaban jugando juntos desde primero
de secundaria, se comprendían de maravillas.
-Cuando nos
hacían goles no era por culpa de nosotros, era por el arquero, nunca nos ha
tocado un arquero bueno, le dijo Toño Segura a un padre de familia de cuarto
año.
Ahora tenían al
gordo Magallanes, un fornido muchacho de buena estatura aunque un poco subido
de peso.
-Ese gordo cubre
todo el arco, gritaban los palomillas de primero y segundo.
Acostumbrado a
las burlas, el gordo les mostraba el brazo en escuadra y todo terminaba por
ahí.
Pero la
rivalidad que se sentía en cada rincón del colegio iba más allá del ámbito
deportivo. Los de quinto no veían con buenos ojos las sonrisas y miradas
acarameladas que Sara Sotomayor intercambiaba con Paco Cantuarias en los
recreos.
Ya fuiste
gringo, le decían a Wagner Haissler sus compañeros de clase, te atrasaron.
El gringo andaba
tras Sara Sotomayor desde que intercambiaron regalos en “amigos secretos”
cuando estaban en tercero. El gringo se había hecho ilusiones de conquistar ese
corazón que ya lo había desdeñado dos veces. Pero ahora veía que sus
aspiraciones se perdían en un mar de incertidumbre.
-Lo de quinto es
para quinto, le dijo el loco Falconí a las chicas del salón.
-No ves que
seremos ganado, idiota, lo encaró Yerti Plaza, la mejor amiga de Sotomayor, que
estaba más ilusionada que la propia Sara en que el romance llegase a buen
término.
Y este asunto de
los romances no quedaba ahí nomás, también Patricio Ferreyros se hacía ojitos con Clarisse Delgado, una
bella miraflorina cuya belleza recordaba a Ale MacGraw, la compañera de Ryan Oꞌneal
en Historia de amor, aquella hermosa
película basada en la novela de Erich Segal.
-Aquí va a ver
tormentas del corazón, le dijo el Doctor a Lucas.
Lucas sólo
sonrió, ya bastantes tormentas tenía él con Isabella.
Eso de hacerse ojitos le cayó como una pedrada
en el ojo a Juan Carlos Luzurieta, el goleador de quinto año. Hacía meses que
andaba tras las sonrisas de Clarisse, pero ésta le daba largas y, más aún ahora
que había aparecido Patricio, quien no sólo era diestro con la pelota, sino que
también tenía un floro bravazo para las chicas.
Las apuestas
iban y venían, sobre todo entre los alumnos de primero y segundo. Nintendos,
play stations, teléfonos celulares, iPod, mp4 y hasta dinero en efectivo, todo
lo que tuviera valor se podía jugar a una u otra mano.
-Las apuestas
están dos a uno, casi parejas, le dijo Raimondo a Gabrielle.
-Tendrán que
conformarse con ver el partido desde el balcón, muchachos, les dijo el Doctor.
Cuarto año estaba
fuera de competencia, pero en su mayoría, los estudiantes de ese grado apoyaban
a quinto; lo propio hacían los de primero y segundo con respecto a tercero.
-El colegio
estaba dividido, ese partido será como las Cruzadas, decía el Doctor en son de
broma.
El director se
mostró preocupado por lo de las apuestas, por eso ordenó a tutores y auxiliares
que tuvieran los ojos bien abiertos; esa medida no medró en nada el mercado del
juego y tuvo más bien un efecto contrario, pues las apuestas aumentaron; hasta
algunos profesores y auxiliares se unieron a la timba.
-¿Y tú quién
quieres que gane?, le preguntó con mala leche una compañera de aula a Sara
Sotomayor.
Sara se quedó
muda, no esperaba una pregunta tan comprometedora como indiscreta y menos
delante de todo el salón. Se sintió como una cucaracha que va a ser pisoteada.
-Y eso a ti qué
te importa, metijona.
Yerti Plaza
salió en su ayuda y todos en ese momento se dieron cuenta que habían perdido dos
corazones en el aliento espiritual. Por lo visto, el partido había empezado
antes del pitazo inicial y en otro plano.
13
Esa mañana
Charito Zumarán tenía el rostro desencajado. Bajando de la movilidad había
recibido una ristra de “Charita la cucharita” de parte de los coyotes que le
avinagraron el desayuno. Junto a la capilla del colegio encontró a Pepito de la
Romaña sentado en un poyo, cerca de la Virgen de la gruta. Se acercó y se sentó
junto a él, muda como una roca. Vio pasar a Pablito Arroyo como un bólido, dos
de los coyotes iban tras él. Sintió
ganas de contarle a de la Romaña lo de la carta, la indiferencia del director y
de las ganas que tenía de largarse de ese colegio, pero sintió vergüenza.
El timbre sonó y
en el patio no quedo ni una mosca. Charito ingreso y recibió una dosis pequeña,
sólo dos “Charita la cucharita”, del gordo Valera. Pablito Arroyo estaba en su
sitio acomodándose el cabello y quitándose la escarcha con que lo habían
bañado.
Cuando el
profesor Mármol ingresó todos se pusieron de pie.
-Examen, a la
pizarra, dijo con su voz atiplada y algo gangosa.
Los coyotes,
poco aficionados al estudio, empalidecieron. Toyo Villanueva fue el primero en
ser llamado. El profesor escribió en la pizarra una ecuación de tercer grado
que lo dejó al Toyo más desubicado que un ciego en procesión.
Miró el
ejercicio como quien mira la luna, se rascó el mentón, carraspeo, se acarició
la sien derecha, luego se agarró el cuello como si sintiera una cuerda que lo
fuera ahorcando, luego miró a sus coyotes y puso una cara de estúpido que hizo
que el profesor perdiera la paciencia.
-Y bien, hasta
que hora espero, preguntó el profesor.
Como toda
respuesta encontró una sonrisa idiota. Charito Zumarán no cabía de contenta de
ver al terrible Toyo hecho un papanatas.
-¿Quién sabe?,
preguntó Mármol.
Pablito Arroyo
levantó la mano. En menos de dos minutos el problema estaba resuelto. El
profesor lo felicitó y lo puso como ejemplo para todos.
-Siéntese, la próxima clase lo evalúo de
nuevo, dijo el profe en tono amargo.
En toda el aula
se sentía un ambiente de satisfacción, pero no por la destreza de Pablito para
el álgebra, sino por ver la cara del zonzo que tenía el líder de los coyotes. A
Charito Zumarán se le fue la algarabía cuando escuchó al Toyo decirle a Valentín
Gomero.
-Ahora va a ver
ese baboso lo que le va a pasar.
Charito abrió
los ojos como un búho del susto; las piernas le temblaban, pobre Pablito. Su
terror creció cuando el Toyo le susurró al oído:
-Anda
despidiéndote de tu amigo, Charita la
cucharita.
Ella que
desdeñaba ese mote con que la fastidiaban hubiera querido que en ese instante
tuviera el retintín de sorna con que siempre se lo decían y no ese tono
colérico y despreciativo con que se lo había dicho el Toyo en ese momento.
Charito no sabía
cómo avisarle a Pablito del peligro que corría. Tres alumnos más salieron a la
pizarra y resolvieron los ejercicios propuestos. Cada uno demoró más de cinco
minutos, pero lograban resolver el problema.
Cada vez que el
profesor decía muy bien la cólera del Toyo Villanueva iba en aumento y las
esperanzas de Pablito de salvarse disminuían.
Faltando cinco
minutos, el profesor fue llamado a la dirección. Dio indicaciones para que salieran
al recreo si sonaba el timbre y él aún no hubiese regresado. Malena Dulanto
sacó su celular disimuladamente y se puso a jugar; Charito no sabía cómo llamar
su atención para que se acercara y contarle lo que los coyotes pensaban hacerle
al pobre Pablito Arroyo.
Charito miró
hacia atrás y vio a Pepito de la Romaña acomodando sus cosas; Pablito Arroyo
resolvía algunos problemas de su libro.
Sonó el timbre,
Charito saltó como un resorte pero como un resorte que se contrae fue sentada
de nuevo; el Toyo la había tomado de las colas.
Los alumnos
salieron como quien escapa de un incendio. El gordo Valera franqueó la puerta y
en el aula quedaron los coyotes, Malena Dulanto, Eddy Zaldívar, Antonio Zlatar,
Maruja Arbieto y en el fondo del salón Pepito de la Romaña.
-Así que eres un
sabiondo, no. Ahora vas a ver lo que esta mano puede hacer con un payaso como
tú, dijo el Toyo y le dio un puñete al pobre Pablito que salió como un cohete,
pero hacia atrás. Jaime Castro tomó los lentes que cayeron al piso, se los puso
y empezó a hacer muecas y payasadas; los coyotes reían a carcajadas y aplaudían
como focas ante cada ocurrencia del amigo. El Toyo levantó a Pablito como quien
levanta un espantapájaros y preparó su puño para un segundo golpe. Charito
cerró los ojos para no ver, Pablito sangraba por la nariz, pero eso parecía no
importarle al Toyo, quien lanzó un segundo golpe, pero esta vez no encontró el
rostro de Pablito sino la mano abierta de Pepito de la Romaña.
-Estoy grabando
todo, susurró Malena Dulanto al oído de Charito Zumarán. Si los coyotes me
descubren estoy frita.
Todo fue en un
instante: el celular de Malena que grababa y la mano abierta que como una garra
aprisionaba el puño del Toyo. Los primeros sorprendidos eran los compañeros de
barrabasadas del Toyo que no podían concebir que ese niño tranquilo y callado estuviera
enfrentando a ese brabucón del Toyo Villanueva. La cara del Toyo enrojeció como
un rocoto y, ante la impotencia de no poder soltarse de aquella mano que se
mantenía fuerte y rígida, buscó ayuda en sus compañeros. El gordo Valera
abandonó la puerta y quiso tomar a Pepito de la Romaña del cuello, pero una
patada certera entre las piernas lo dejó al gordo más doblado que un jorobado.
Jaime Castro salto como un gato pero Pepito lo esquivó y, sin soltar al Toyo,
le aplicó un codazo en la boca que lo mandó a buscar sus dientes.
-Y ahora tú,
escoria, vas a probar lo que es bueno, dijo de la Romaña al pobre Toyo.
Lo cogió por los
hombros y lo lanzó contra el suelo, luego lo arrastró por el piso tomándolo de
la camisa. Estaba refregando el embaldosado con el rostro del pobre infeliz
cuando ya algunos alumnos regresaban del recreo y se detenían en la puerta,
estupefactos, al ver al gran Toyo Villanueva orinándose en los pantalones de
miedo. El pobre no sabía cómo justificar el pantalón mojado. Dijo que se le había
derramado una gaseosa, pero nadie le creyó, sobre todo cuando Maruja Arbieto
contaba a todo aquel que quería oírla que ella había visto con sus propios ojos, como el rebelde se meaba los pantalones.
Todo el culebrón
terminó en la dirección del colegio. Ahí, junto a toda la banda de los coyotes,
Pepito de la Romaña y Pablito Arroyo se hallaban cabizbajos ante la severa
mirada del director que, de rato en rato, miraba los pantalones mojados de
aquel muchachote de brazos fornidos. Las imágenes del celular de Malena Dulanto
dieron luces al asunto y todo quedó aclarado. Los coyotes fueron suspendidos
una semana y permanecieron en el colegio sujetos a matricula condicional. El
padre de Pablito Arroyo se abstuvo de presentar queja alguna a petición del
director. El bullying había acabado
en el colegio gracias a la valentía de aquel muchachito callado y solitario
llamado Pepito de la Romaña. Rosario Zumarán dejó de ser Charita la cucharita y Pablito Arroyo pudo caminar por el colegio
sin que nadie lo hostigara. El director tuvo que actuar con mano dura para
evitar que al Toyo Villanueva le gritaran el
meón. De vez en cuando en las paredes del baño aparecían unas cuartetas de
algún poeta anónimo que hacían alusión al badulaque que había implantado el terror del bullying:
Quien se meó en los pantalones
creía ser un bandido,
hoy es sólo un Toyito
que se ha mojado todito.
14
En la tienda de
Sebas la gente estaba alborotada. Gabrielle, Stéfano y Raimondo bebían sus
fantasiosos chilcanos dobles, “harta Coca Cola con hielo” bromeaba el Doctor,
siempre. Las chicas del Santa Úrsula esperarían en el Óvalo Gutiérrez, en la
puerta del cine.
-Estás tan
oloroso que pareces una cortesana francesa, dijo Estéfano despeinando a
Raimondo.
Todos rieron.
Estaban tan excitados por ese encuentro que cualquier broma era festejada a
risotadas.
-Del Santa
Úrsula, loco, vociferaba Gabrielle enardecido.
-No es cualquier
cosa, muchachos, así que ya saben, harto floro y del bueno, dijo Estéfano
contorneando el cuerpo como un bailarín de mambo.
-Si no la
hacemos bien, no irán con nosotros a la fiesta de Alessandra y ahí sí que
sonamos, dijo Raimondo.
-Sí es así tendremos
que turnarnos con tu prima, dijo Estéfano y todos estallaron de risa.
Cuando el Doctor
entró en la trastienda los encontró fanfarroneando y “embriagados” de Coca
Colas e Inca Kolas.
-Doctor, justo a
tiempo, necesitamos que nos cuente una historia de amor, de esas que lo ponen a
uno entre las nubes, dijo solemnemente, Gabrielle.
El Doctor se
rascó el mentón, se acomodó en una silla y dijo con voz grave:
-Pero, estoy
seco y cuando estoy así la lengua se me traba y si se me traba no hay historia.
-Un whisky doble
para el Doctor, Paquito, gritó Raimondo.
El jorobado,
presto, partió por el pedido. A los pocos minutos regresó con una Inca Kola y
un vaso con dos hielos. El Doctor sirvió un trago pequeño, agitó el contenido
con los hielos y bebió un sorbo.
Iba a comenzar
su historia cuando Lucas ingresó en el recinto. Tenía el rostro desencajado, la
mirada apagada y el ánimo en el suelo. Había estado en el parque esperando a
Isabella y esta no había aparecido. Nada de llamadas, nada de recados, nada de
nada. Su teléfono que no contesta, él que no puede ir a buscarla, Luciana y su
veneno interminable instalado en su casa... ¡Qué más da! pensó mirando a sus
amigos tan alegres, tan llenos de vida mientras él se hundía en el desaliento,
en el desgano, en la nada.
El Doctor lo
observo, no necesitaba ser adivino para comprender de que mar de tristezas
venía el amigo.
-Lucas pidió una
Coca Cola de mala gana. Paquito acudió a su llamado. Todos estaban de tan buen
ánimo que la tristeza de Lucas pasó inadvertida.
El Doctor
encendió un Ducal y arrojó el humo en rosquillas. Sebas los dejaba fumar en la
trastienda, sólo los domingos, sin uniforme escolar y no más de tres
cigarrillos, esas eran las reglas y las reglas donde Sebas se cumplían. Era un
pacto sagrado, entre amigos y esas alianzas nunca se profanaban. Así era, así
había sido y así sería hasta que cumplieran la mayoría de edad. De vez en
cuando el viejo tendero entraba a contar las colillas.
-No es por
desconfianza, les decía, sino que me gusta hacerlo. Mi madre me mandaba a
contarle las colillas a mi padre y de ahí me ha quedado esa costumbre.
Los muchachos
reían de esa ocurrencia. Era domingo, día en que toda la pandilla tenía que
“matricularse” y cancelar las deudas de la semana. El viejo Sebas tenía un
grueso cuaderno donde anotaba el crédito de cada uno.
-Voy a hablar
con el viejo a ver si nos hace una excepción por este domingo, sino vamos a
tener que ir con las chicas a caminar y de seguro nos chotearán por misios,
dijo Estéfano mientras iba a hablar con Sebas.
Siempre era el
encargado de las misiones difíciles. Su floro podía transformar una derrota en
victoria en cuestión de minutos.
Al poco rato
Estéfano regresó, sonriente y más fanfarrón que nunca.
-Bien muchachos,
amnistía hasta la próxima semana; pero eso sí, si no pagan el próximo domingo
se suspende el crédito al deudor durante dos meses.
-Eso sería una
catástrofe, dijo Gabrielle abriendo los hijos como un búho.
El Doctor
carraspeó, bebió un buen sorbo de su vaso y dijo con gravedad:
-¡Preparen sus
orejas mis burros!
Y comenzó su
relato.
Vivía hace mucho, mucho, mucho tiempo un
joven llamado Tristán, es decir, “el triste”, que como verán, queridos amigos,
llevaba en su nombre el signo de lo que será su destino. Su padre Rivalén había
sido rey de una región llamada Leonis; su madre, Blancaflor, era hermana del rey
de Cornualles, un hombre valeroso llamado Marco. Tristán nació entre
desventuras, pues, su padre, quien había sido destronado, murió asesinado,
mientras que la madre, en lenta agonía, logró dar a luz a su hijo antes de
rendir su alma a Dios.
El Doctor hizo
una breve pausa, todos habían quedado imantados no sólo por lo intrigante que
se mostraba la historia sino por la majestuosidad con que el Doctor
acostumbraba a contar sus historias. Hasta Paquito se había acomodado entre
Estéfano y Gabrielle.
“Criado por un guerrero valiente y
diestro en el manejo de las armas llamado Gorvalán, Tristán permanece junto a
él hasta que cumple quince años, edad en la que decide partir en busca de
aventuras. Estas lo llevan con el tiempo hasta la corte de su tío, el rey Marcos,
donde en poco tiempo se gana el respeto y la admiración de todos quienes los
conocen, no sólo por sus hazañas bélicas, sino por su destreza y habilidad para
arrancarle bellas melodías al laúd...
-¿A qué?,
interrumpió Raimondo.
-Al laúd,
animal. ¿Es que no sabes que es un laúd?, dijo Gabrielle.
El Doctor bebió
un trago.
-Calma, hijos
calma, dijo el Doctor.
-El laúd es como
una guitarra pequeña, idiota, dijo Estéfano.
-No es como una
guitarra, sino como un arpa pequeña, corrigió el Doctor.
-¡Así que guitarra,
no!, monosabio, dijo Raimondo con
sorna.
Estéfano se
encogió como un caracol que se esconde en su concha.
-Bueno, como
decía, el gran Tristán era una especie de
héroe, prosiguió el Doctor mientras fumaba un Ducal.
Entre sus hazañas se cuenta su enfrentamiento
con el gigante Morlot, cuñado del rey de Irlanda. La lucha fue feroz, y si bien
Tristán logra dar muerte al gigante, éste, antes de morir, logra herirlo con su
espada envenenada. Tristán logra llegar a un río y, subido en una barca, parte
a la deriva a esperar la muerte. El destino lo lleva a orillas del castillo de
los reyes del país. Para su fortuna, el veneno no logra su cometido. Ya en el
castillo, Tristán se hace pasar por un juglar y dice llamarse Tantrís. Hámnet,
la reina de Irlanda, diestra en la preparación de filtros mágicos, encantada
con la música y cánticos del juglar, lo cura del todo.
-Pero cómo, no
era que el veneno lo había matado, preguntó Raimondo.
-Porque no te
callas, tarado, y escuchas bien, dijo Gabrielle
El Doctor sonreía,
Paquito escuchaba hipnotizado y Lucas mostraba interés por la historia
olvidándose un poco de sus pesares. De ese momento aprovechó el Doctor para
continuar su historia.
“La reina Hámnet le confía a Tristán la
educación musical de su hija, Isolda, una hermosa muchacha de cabellos rubios y
de unos ojos azules como el mar…”
-Pero el mar no
es azul, Doctor, interrumpió Gabrielle.
-Otro tarado,
dijo Estéfano.
-En poesía todo
es posible muchacho, todo es posible, contestó el Doctor.
Mirando su
reloj, agregó:
-Si me siguen
interrumpiendo no doy a poder terminar la historia y les aseguro que van a
llegar al cine
Todos quedaron
en silencio; Paquito asintió con la cabeza, gustaba de esas historias, había
leído muchas en los libros que Sebas siempre le compraba.
“Después de un tiempo, a oídos de
Tristán llegó la noticia de que los barones del reino de Cornualles rumoreaban
que era casi seguro que Tristán se opondría a que su tío Marco se casara algún
día. “Así no podrá tener hijos y él quedará como único heredero del reino”.
Tristán se indignó tanto que decide
partir de inmediato a Cornualles y tirar por tierra las calumnias que caen
sobre él.
Al llegar a Cornualles, Tristán se
entrevista con su tío a quien mueve una obsesión: se siente enamorado de una
mujer a quien no conoce. ¿Cómo es eso tío?, interrogó Tristán. El tío abrió un
libro donde había un cabello rubio y rizado. “Este cabello fue colocado a mis
pies por una golondrina”, contó el tío. Pero por estos lares no existen esas
aves, manifestó Tristán intrigado. “Eso es lo extraño”, contestó el tío
pensativo. “Os prometo querido tío que encontraré a esa mujer y la traeré a tu
corte para que la desposes”.
La determinación del sobrino alegró al
rey Marco y acabó con las murmuraciones de los barones intrigantes”.
El Doctor hizo
otra pausa para encender un cigarrillo y beber un sorbo de “whisky”. Todos
permanecían mudos, atrapados en esa historia que tenía visos de grandiosidad.
“Tristán regresa a Irlanda, algo ha
sucedido en su corazón: se ha enamorado de Isolda y pretende declararle su
amor.
En el alma de la muchacha también Cupido
ha insertado un dardo de amor. Raida, una cortesana ayudante de cámara de la
reina y amante del asesinado gigante Morlot, advierte que el hierro sacado de
la cabeza del difunto amante coincide con el astillado de la espada de Tristán
y, viendo en él al homicida, trata de asesinarlo: los sicarios encargados de
darle muerte fracasaron en su intento y caen batidos por la espada del hijo de
Rivalén”.
-¿Y quién es
Rivalén?, preguntó Charly que recién había llegado.
Más de uno lo
miró con cara de palo, así que el flaco pidió su “chilcano”, jaló su silla y se
sentó discretamente. El Doctor continuó:
“La reina de Irlanda, enterada de la
anécdota del cabello, da un filtro mágico a la criada para que desista en sus
pretensiones de dar muerte a Tristán: para sus planes, no es conveniente la
muerte de este, pues ya ha descubierto que es sobrino del rey Marco; a quien
pretende como marido para su hija Isolda. Tristán e Isolda ignoran los planes
de la reina. Tristán pide autorización a la reina de Irlanda para llevar a
Isolda a la corte del rey Marco, pues, en poco tiempo piensa revelar las
intenciones de casarse con la joven princesa. La reina de buena gana acepta y
asesta su jugada maestra: da a su hija un filtro amoroso para que se enamore
del rey de Cornualles; sabe que el rey no se resistirá a la belleza de su hija.
La narración se
vio interrumpida por la aparición de Sebas quien, con mirada inquisidora, contó
las colillas del cenicero. Eran cuatro, dos de Ducal del Doctor y dos de
Winston de Lucas.
-Paquito, dijo Sebas
con voz apacible. Sírveles a los muchachos una ronda de “tragos” a cuenta mía.
Y con el mismo
paso lento con que entró se retiró. Todos se miraron calladamente. No era la
primera vez que el viejo tendero tenía esos gestos, nadie agradecía, al viejo
no le gustaban los agradecimientos, eran cosas del corazón.
El Doctor volvió
a mirar la hora, esperó que Paquito colocara las botellas. La mesa se volvió a
llenar de Coca Colas e Inca Kolas. Una vez que Paquito se sentó, el Doctor
continuó
“Durante la travesía, Tristán comienza a
notar un cambio en el comportamiento y sentimientos de su amada, pero le resta
importancia. En tanto Raida comienza a dar muestras de su afecto y amor hacia
Tristán quien, hasta ahora, desconoce que esta fue la amante del gigante
Morlot. El rey Marco queda impresionado por la belleza de Isolda y llega al
convencimiento que es ella la mujer poseedora del cabello que la golondrina
puso a sus pies. Sin que Tristán se entere y, aun menos Isolda, el rey manda
una comitiva a la corte de Irlanda a pedir la mano de la princesa Isolda. La
reina de Irlanda se frota las manos de alegría, pues, las cosas han salido como
ella lo había planeado.
El rey y la reina Hámnet llegan a Cornualles
para consumar la boda de Isolda y el rey Marco. Isolda se halla muy confundida,
algo en su interior le dice que no es al rey a quien ama sino a Tristán: el
amor verdadero parece resistirse a cualquier hechizo mágico. La boda se lleva a
cabo, pero Isolda, aprovechando la embriaguez del rey Marco durante las fiestas
nupciales, hace que una de sus criadas la reemplace en sus deberes conyugales
en el lecho matrimonial. La oscuridad de la habitación y la borrachera logran
que el artilugio tenga efecto. Isolda parece recobrar la lucidez y cae en los
brazos de Tristán.
Sus amores se vuelven clandestinos, pero
Andret, un joven enamorado de Isolda, descubre el engaño y los denuncia ante el
rey. Los amantes se citaban en un jardín durante las noches; para ponerse de
acuerdo con Isolda, Tristán dejaba sobre las aguas de una fuente trozos de
madera donde escribía día y hora de los encuentros así como mensajes de amor.
Uno de estos maderos fue descubierto por Frocín, un enano malvado al servicio
de Andret. Con la evidencia en la mano, el rey Marco condena a los amantes a la
hoguera. Un día antes de la ejecución y, aprovechando la confianza del
carcelero de la celda, Raida logra envenenarlo y posesionarse de las llaves.
“De qué me vale muerto” piensa la ex amante de Morlot, “ya después lo
recuperaré para mí” piensa.
El doctor detuvo
su relato, tomó otro “trago”, encendió otro Ducal y se dispuso a continuar.
Observó a Lucas, los ojos vidriosos delataban el dolor que estaba sintiendo por
causa de Isabella.
“Los amantes se refugian en un bosque,
arrastrando una vida azarosa de fugitivos, atormentados en todo instante por el
temor a ser descubiertos.
Lo son al fin, pero el rey Marco los
encuentra dormidos tan tranquila y puramente, separados por la espada de Tristán,
que, conmovido por el recuerdo del sobrino amado, respeta su vida y la paz de
su sueño. Para dejar un testimonio de su presencia, cambia la espada de Tristán
por la suya y pone en el dedo de Isolda el anillo matrimonial como renuncia a
sus derechos como esposo.
Cuando despiertan, los amantes descubren
lo sucedido y planean partir a la pequeña Bretaña para llevar una vida de
felicidad. Allí, Tristán contrae una extraña enfermedad. Isolda se da cuenta
que sólo un filtro mágico de su madre podría salvarlo. Escribe a ésta, quien
envía a Raida con el filtro. La criada piensa que ha llegado el momento de
saldar cuentas y, cambia el filtro que la reina le ha dado por un poderoso
veneno, el cual se lo da a Isolda para que se lo dé a su amado Tristán. El
filtro dado a Raida por la reina Hámnet nunca había surtido efecto por el gran
amor que la muchacha sentía por el gigante Morlot. Había escondido muy bien su
dolor esperando el momento propicio para su venganza. Tristán bebe de manos de
su amada la pócima mortal. Agoniza durante varios días hasta que al fin muere
en los brazos de Isolda, quien cree que ha sido su madre la causante de su
desgracia. Raida regresa a Irlanda satisfecha, la muerte de Tristán ha pagado
con creces el dolor que ha tenido que soportar por la muerte de Morlot. Isolda
no soporta la muerte de su amado; con la espada de este, se atraviesa las
entrañas. Enterado el rey Marco de lo sucedido, hace trasladar los restos a
Cornualles donde son sepultados en uno de los jardines principales. Tiempo
después, sobre sus tumbas brotaron dos árboles que se abrazaron
indisolublemente. Cada vez que eran talados, resurgían con mayor vigor que
antes”.
El Doctor
concluyó su relato exhalando una larga bocanada de humo. Su mirada fue hurgando
en cada rostro de los que lo habían escuchado. Rostros rígidos y tensos,
miradas reflexivas e idas. Paquito lloraba y gimoteaba como un niño que ha
perdido un juguete.
-Vamos,
muchacho, es sólo una historia, dijo Lucas, pasándole la mano por el cabello
como tratando de consolarlo.
Sebas vino a
calmarlo y se lo llevó a su cuarto para que descansara.
Raimondo vio la
hora y dijo:
-Bien muchachos,
estamos en buena hora, vayamos al cine al encuentro de nuestras Isoldas.
Todos rieron.
Charly, Raimondo, Estéfano y Gabrielle se despidieron del Doctor y de Lucas.
-¿Qué van a
ver?, preguntó el Doctor.
-No recuerdo el
nombre, sólo sé que es una mezcla de amor y de acción, dijo Charly.
-De repente nos
vemos por ahí, campeones, dijo el Doctor en son de broma.
-¡Bah!, cuídense
de los Tercero que han asegurado que se llevan el campeonato este año.
Lucas y el
Doctor quedaron solos en la trastienda.
-Crees que los
chicos ganen, preguntó el Doctor a Lucas.
Buscaba suavizar
un poco su alicaído ánimo.
-Es difícil.
¿Has visto jugar a esos dos chicos nuevos?, preguntó Lucas.
-Cantuarias y
Ferreyros.
Lucas asintió
con la cabeza.
-No, pero me han
dicho que son dos diablos.
El teléfono sonó
y Lucas hurgó ansiosamente en el bolsillo de su casaca. Su rostro se mostró
sombrío. Era Alesia quien quería consultarle acerca de una tarea de la
academia.
-¿Y qué estás
haciendo?, preguntó Lucas.
-Estoy con una
amiga, hemos estado ensayando en la obra que se estrenará la próxima semana,
recuerdas que te hable de eso.
-Claro, y
también te prometí que iría al estreno.
Hubo un breve
silencio. Lucas miró al Doctor fijamente.
-Dices que estás
con una amiga, preguntó Lucas.
-Sí, por qué,
preguntó Alesia.
-Y no les
gustaría ir al cine con un par de buenmozos.
El Doctor
asintió con la cabeza y mostró sus pulgares en conformidad. Para Lucas asomaba
un nuevo horizonte, pero aprendiendo a convivir con sus males de amores.
15
Llegaron hasta
la avenida Arequipa. Lucas buscó una tienda donde comprar cigarros. El Doctor
lo esperó en una esquina. Cuando regresó el Doctor le dijo:
-Será mejor que
tomemos un taxi.
-Desde aquí nos
va a salir carísimo, contestó Lucas. Aunque no te preocupes, tengo uno de a
cien.
-Vaya que si
estamos millonarios. ¿Y eso cómo fue?, preguntó el Doctor.
-Brughel, creo
que ni se dio cuenta de lo que me dio. Estaba semidormido. Cuando despierte del
todo ya será demasiado tarde, ¿no crees?
El Doctor se
sonrió. ¿Cómo será vivir con un hermano?, pensó. El taxista era un conversador
empedernido, no paraba de hablar. El Doctor vio que en la solera había un pequeño
toro atacando a un torero, todo de plástico.
-Veo que le
gustan los toros, comentó.
El hombre pasó
los dedos sobre el animal, como acariciándolo.
-Lo dice por
esto, interrogó.
El Doctor
asintió.
-Es mi pasión,
no hay Feria de Octubre a la que no vaya, desde hace cuarenta años. Es caro,
sabe, pero ahorro mes a mes, sin quitar ni sacrificar el dinero de la casa.
El Doctor quiso
interrumpirlo, pero vio que era imposible.
-Un taxista no
gana mucho y aunque este carro es mío, aun así hay que hacer sacrificios. El
día a veces está duro y hay que darle al timón más horas...
Lucas estaba en
el asiento trasero. El Doctor lo miró de soslayo y se sonrió.
-Ahorro aquí,
ahorro allá, pero mis toros son mis toros y ese placer no me lo quita nadie.
Debo tener sangre española. Por eso me gusta tanto. Una vez le hice una carrera
a un señor que le gustaban los toros tanto como a mí, quedé tan encantado que
le cobre sólo la mitad.
Lucas vio que al
Doctor se le despertó el interés por ese hecho. El Doctor miró a Lucas y le
hizo un hoyito con los dedos, como quien dice “este hombre es mío”. El hombre
siguió hablando sin parar, como un robot programado. En un cambio en el
semáforo, el taxista se distrajo y el Doctor atacó.
-España es un
país hermoso.
-¡Qué! No me
diga que ha estado ahí, preguntó el taxista.
-He vivido ahí
muchos años; Madrid, Sevilla, Cádiz, Barcelona, Linares...
-¿Linares?,
Linares ha dicho...
El Doctor
asintió.
-¡Mi madre! casi
gritó el taxista ¿Sabe usted quien murió en la plaza de Linares?
-Manolete, contestó
el Doctor como quién contesta cuánto es dos
por dos.
-¡Mi madre!
volvió a decir el hombre con un ceceo a la española.
-Yo no lo vi,
pero mi abuelo me lo contaba muchas veces, el sí estuvo. Lo mató un toro
llamado Islero, el 29 de agosto de 1947.
-¡Coño!, gritó
el taxista, esto sí que está bueno, usted debe conocer de corridas como el
mejor.
Lucas apoyó sus
brazos en el asiento donde estaba el Doctor y mostró interés por lo que aquél
decía tanto como el taxista. El hombre ya no hablaba, ahora sólo quería
escuchar a aquel jovencito que, a pesar de su corta edad, parecía saber tanto o
más que el más ducho taurófilo.
-Siga, por
favor, siga, dijo el taxista implorante.
El Doctor
encendió un Ducal, miró a Lucas con aire de gran señor y prosiguió.
-Dicen que su
última corrida fue una de las mejores, pero ese Islero era bravo, astas fuertes
y agudas como las de un unicornio.
-Un que…,
preguntó el taxista casi deteniendo el auto.
El Doctor se dio
cuenta que tenía que ser más simple, más entendible.
-No, lo que quise
decir es que sus cuernos parecían dos lanzas apuntando al cielo.
-¡Ah!
-Los pitones de
la Miura son de los más temidos por los toreros. Así lo manifestaba Ordoñez,
Dominguín y también el Cordobés.
-¿Sabe usted
quién es el Cordobés?, preguntó el taxista asombrado.
-Manuel Benítez,
contestó el Doctor.
-¡Coño del
recoño! ¡Vaya que si sabe usted de toros muchachito!, quién se iba a imaginar
que le iba a hacer una carrera…
-No, no exagere,
sólo soy un aficionado, dijo el Doctor con voz casi apagada y con un tono de
humildad que Lucas tenía que hacer esfuerzos para no estallar de risa.
-¡Qué va a ser
aficionado!, señor mío, es usted una enciclopedia.
-Sabía usted que
un torero puede torear con capa de cualquier color.
-¡No joda!, y
discúlpeme la expresión, pero usted me está tomando el pelo, muchachito, dijo
el hombre con recelo.
-No, señor mío,
lo del color rojo es una tradición, los toros son daltónicos.
-Dal… qué
-Daltónico, no
distingue colores, todo lo ve como si fuera negreo.
El hombre no
resistió más, detuvo el auto y extrajo de la guantera una libreta y un
lapicero. A partir de ahí comenzó a anotar toda esa sabiduría tauromáquica que
brotaba de los labios de aquel joven erudito taurófilo.
El Doctor estuvo
verbosísimo: habló de tres matadores que se hacían cargo del toro sucesivamente
después de cada una de las picas; habló del picador que con el sombrero caído
hacia adelante, hasta casi taparle los ojos, inclinaba la pica apuntando
directamente al lomo del toro y que para llevar con éxito aquella labor utilizaba
las espuelas para hacer adelantar al caballo mientras sostenía las riendas con
fuerza con la mano izquierda; y dijo también que el picador, echado hacia
adelante, recibía el embiste del cornúpeta con la punta de acero de su larga
vara de nogal, buscando clavarla en el nudo muscular del cuello del toro,
mientras echaba su caballo a un lado girando sobre la pica, hiriendo
violentamente, hincando el acero en el lomo del toro, para desangrarlo y
facilitar la faena del torero.
El taxista se
había olvidado de la carrera, había detenido el carro en la pista auxiliar y
anotaba como loco toda es verborrea que aquel adolescente peroraba como un
político de plazuela.
Lucas miraba el
reloj y trataba, vanamente, que el Doctor detuviera su “clase magistral”.
-Vio usted
torear a Figurita, interrogó el taxista sumido en un éxtasis de capas y
estoques.
-¡Que si lo vi!,
por favor, a él y al Fandi, en la Plaza de Toros de Marbella.
-¡Al Fandi!, en
Marbella. ¡Coño de los coños!
El Doctor
encendió un Ducal, miró a Lucas como tranquilizándolo.
-Escuche bien,
amigo, dijo el Doctor palmeándole el hombro. Imagínese al Fandi en el centro
del ruedo, de perfil frente al toro, sacando el estoque de entre los pliegues
de su capa, empinándose sobre la punta de sus pies y encarando la hoja hacia el
animal. El toro embistiendo y el Fandi cargando con decisión sobre él,
colocando con su mano izquierda la muleta en la cara del toro para taparle la
visión. Su hombro izquierdo entrando entre los dos cuernos en el momento que la
espada se hunde entre los dos omoplatos y, en un segundo, de las graderías solo
tienen la imagen del toro y el torero formando un todo.
Lucas no podía
creer lo que veía, el taxista lagrimeaba con la boca abierta, estático como una
estatua.
El Doctor
parecía haber entrado en trance y no tenía visos de detenerse.
-El toro siguió
ma muleta que giraba con lentitud, y la espada desapareció cuando el Fandi se
desvió con maestría hacia la izquierda. El toro trato de dar unos pasos, pero
no pudo, las patas de temblaban y el cuerpo se contoneaba de un lado a otro,
vacilante.
Por fin cayó de rodillas, adelantó la cabeza y la hundió en la
arena. Estaba muerto, no hubo necesidad de puntillazo. El público enardecido
agitando sus pañuelos blancos pidió orejas y rabo.
-Maravilloso,
maravilloso, gracias, dijo el taxista besando la mano del Doctor; luego
encendió el carro y partió.
El taxista no
quiso recibir el pago por sus servicios. Bajaron en el óvalo Gutiérrez y
caminaron hasta el cine.
-Me impresiona
su conocimiento sobre la tauromaquia, Doctor, dijo Lucas con voz ceremoniosa.
-No es nada
amigo, pira ilusión, así lo contó Guillermo Delgado en su clase de literatura
hablando sobre Hemingway.
No interesa que
sea verdad o no, lo importante es que al contarlo te lo crean.
Lucas meneo la
cabeza y sonrió. El Doctor era un caso aparte.
16
Cerca al cine, a
unos cincuenta metros, había un cafetín con mesas exteriores.
-Aún faltan
buenos minutos, sentémonos aquí, quiero beber un café, dijo el Doctor.
-Buena vista, no
hay duda, dijo Lucas buscando con la mirada a Alesia.
Fumaron y
bebieron café mientras se deleitaban mirando pasar a la gente. Muchos chicos y
chicas del colegio andaban por ahí, solos o en grupo: loa que andaban solos
parecían esperar a alguien.
-Mira el reloj
constantemente, luego levanta la cabeza y mira de un lado a otro. Conclusión,
ese tipo espera a alguien. Elemental mi querido Watson, río el Doctor haciendo
un saludo con la mano.
A los pocos
minutos vieron bajar de un taxi a Raimondo, Charly, Gabrielle y Estéfano;
lucían ropas domingueras: pantalón de vestir y camisas de colores serios. Se
pasaron casi de frente a la puerta del cine, donde ya la gente comenzaba a
aglomerarse.
-Míralos,
nerviosos e inquietos como perros que van a bañar. Lucas río de la ocurrencia.
-Lass das leben
unserer liebe doch kein rosenleben sein, dijo una muchacha alta, espigada como
un álamo.
Eran cuatro
muchachas, todas rubias y bien vestidas, el aire teutónico se percibía en el
ambiente.
-¡Ey!, creo que
las Isoldas de los muchachos ya llegaron, dijo el Doctor.
-Vaya chasco que
se van a llevar, dijo Lucas riendo burlonamente.
Una era
cegatona, pelirroja y pecosa; otra, gorda y bajita, “parece la hija de Martín
Lutero” comentó el Doctor; la tercera, la que entró al cafetín hablando alemán,
era muy delgada y alta, parecía un galgo albino; la última era de cara fina,
ojos azules, estatura mediana, pero parecía que la naturaleza se había olvidado
de moldearla, “pañuelito de mago”, dijo Lucas, “nada por aquí, nada por allá”.
-Así son las
citas a ciegas, por lo menos esos cuatro no estarán solos cuando el cielo se
les nuble, dijo el Doctor.
Las gringas
miraban hacia el cine, buscando a sus “víctimas”; Raimondo y los otros también
buscaban sus Isoldas, pronto se encontrarían.
Una de las
teutonas, la chata, habló por su celular, en alemán. Mientras hablaba miraba
hacia los grupos que estaban apostados cerca a la puerta del cine.
-¡Ah! Ya los vi,
gracias, adiós, dijo en un castellano legible y bien hablado.
-Esa es de acá,
pero habla el alemán como alemana, dijo el Doctor.
Lucas asintió.
El encuentro fue como el estruendo que provocan dos mundos en un debate. Ambos
grupos se miraban con desconcierto, cómo preguntándose quién engancharía con
quién. La gringa espigada era demasiado alta para cualquiera de esos cuatro
ardorosos jovenzuelos; la cegatona pecosa no parecía agradarle a ninguno, la
gorda y bajita contrastaba con los desmirriados galanes y la “pañuelito de
mago” no tenía otra cosa que ofrecer a la vista su cara fina y sus ojos azules.
-Así que cuatro
lomazos no, le increpó Raimondo al flaco Charly.
-Con las cuatro
gringas no hacemos una, dijo Gabrielle a Estéfano.
-Ya fuimos,
loco, ya fuimos, le contestó Estéfano.
Maruja Arbieto,
Malena Dulanto y Eddy Zaldívar se hallaban entre un grupo de chicos y chicas
que gastaban bromas a todo dar.
-Mira eso, esto
no me lo pierdo, dijo maruja mientras filmaba con su celular a los Tristanes
con sus Isoldas.
Rosario Zumarán
también rondaba por ahí en compañía de Eddy Zaldívar y Toñito Zlatar quien
lucía un polo amarillo chillón con la imagen de Bob Esponja.
Las puertas se
abrieron y la gente comenzó a entrar. En orden, sin golpearse.
Alesia apareció en
compañía de una bella chiquilla que de inmediato cautivó a Lucas, Gina Pinasco,
estudiaba danza y teatro. Al igual que Alesia, también había concluido la
secundaria a los quince años.
-¿Y cómo se
llama la obra en la que actuarán?, preguntó el Doctor.
-Es una
adaptación moderna de “Romeo y Julieta, con bailes y en un lenguaje más cercano
a los jóvenes, dijo Alesia mostrándole un folder donde se leía ROMEO y JULIETA,
WILLIAM SHAKESPEARE, adaptación de Alesia Vera Funes.
-Interesante,
dijo el Doctor, interesante.
Los muchachos
pasaron cerca de ellos, parecían haberse puesto de acuerdo, pues, caminaban en
parejas: Raimondo con la gorda, Charly con la espigada, Gabrielle con la
cegatona y Estéfano con la “pañuelito de mago”.
Lucas con
disimulo les hizo un saludo nazi; Estéfano le mostró el índice con igual
discreción.
-Espero que
vayas al estreno, dijo Alesia y Lucas dijo que sí.
-Tú también
estás invitado, le dijo Alesia al Doctor quien ya había regresado con las
entradas.
-No faltaré,
Shakespeare es uno de mis preferidos. Siempre lo tengo en la mesa de noche,
contestó el Doctor.
La sala estaba
atestada de muchachos y muchachas en su mayoría. Maruja Arbieto iba de aquí
para allá grabando con su celular, siempre disimulada e indiscreta. Es noche
tendría mucho trabajo colgando en internet las imágenes.
Rosario Zumarán
se sentó al lado de Malena y ésta al lado de Toñito. Rosario tenía en el regazo
un enorme balde de palomas de maíz que, de vez en cuando, se llevaba a la boca,
no sin antes colocarlas en su cucharita. Antes que se apaguen las luces, del
fondo de la sala se escuchó un coro de voces con un tono inconfundible “Charita
la cucharita”. Eran los coyotes, quienes protegidos por la multitud, lanzaban
sus acostumbrados aullidos. No estaban en el colegio y, por lo tanto, escapaban
a la jurisdicción del director y de la escuela. Las luces se apagaron, un leve barullo
y Charito Zumarán pudo sacar su cucharita con libertad.
17
Después de dejar
a las chicas en “El pico de oro”, en San Isidro, Charly tomó un taxi para ir a
lo de Sebas, ahí lo estarían esperando Estéfano, Gabrielle y Raimondo. En el
cine se habían encontrado con Alessandra Gentile, la prima de Raimondo.
Alessandra quedó
encantada con las gringas y les rogó para que no dejaran de ir a su fiesta.
-Son tan lindas
y graciositas, primo, le había dicho a Raimondo. Si no las llevas a mi fiesta
no te volveré a hablar nunca.
Las gringas le
dieron su palabra de honor de que no faltarían y, en esa promesa, estaban
comprometidos Raimondo y los otros.
Cuando Charly
entró a la tienda, el Doctor recitaba unos versos de Shakespeare. Paquito en su
lenguaje oscuro e ininteligible le preguntó que tomaría.
-Tráeme un doble, Paquito, dijo mientras recibía
las miradas inquisidoras de Gabrielle y Estéfano.
-Así que tenías
unas rubias crocantes, no, dijo Estéfano.
-Espérate, voy a
llamar a mi pata, el asunto puede arreglarse, dijo Charly y fue hasta el
mostrador donde el viejo Sebas atendía a una señora. Pidió el teléfono y marcó.
El amigo no estaba, dejó el recado y el número de Sebas para que le devolvieran
la llamada. Regresó a la trastienda y para su fortuna, el Doctor había iniciado
un nuevo “recital”. Lucas lo
escuchaba atento; los otros estaban más entusiasmados con la idea de agarrarlo
a patadas.
“¡Oh! ¡De ella debe aprender a brillar
la luz de las antorchas! ¡Su hermosura parece que pende del rostro de la noche
como una joya inestimable en la oreja de un etíope! ¡Belleza demasiado rica
para gozarla; demasiado preciosa para la tierra! ¡Como nívea paloma entre
cuervos, se distingue esa dama entre sus compañeros!
Acabado el baile observaré dónde se
coloque, y, con el contacto de su mano haré dichosa mi ruda diestra. ¿Por
ventura amó hasta ahora mi corazón? ¡Ojos, desmentidlo! ¡Porque hasta la noche
presente jamás conocí la verdadera hermosura!
-Gracias,
amigos, por escuchar a este humilde poeta, gracias de veras, dijo el Doctor
ceremoniosamente y, poniéndose de pie, hizo una venia.
Lucas y Paquito
aplaudieron con entusiasmo; los otros con desgano.
-Versos muy
apropiados para la ocasión, dijo Lucas socarronamente.
El doctor habló
de Alesia y de su amiga.
-Van a montar
“Romeo y Julieta”, en una versión modernizada, sería bueno que vayan
muchachos,...
Y Lucas agregó…
-Pueden invitar
a sus amigas si quieren.
La voz de Sebas lo libró de un apanado.
-Charly, teléfono,
gritó el viejo.
-Ese debe ser mi
amigo, dijo el flaco.
Unas muchachas
que compraban chocolates lo miraron de pies a cabeza y se sonrieron.
-¡Alo!
-¡Hola, galán!
¿Y cómo te fue?; dijo Frank Bürkle al otro lado del hilo.
-Eres un
desgraciado, espérate que te tenga frente a mí.
-Calma, galán,
calma. Yo no te busqué, tú me buscaste a mí. Me dijiste, Fransito, tú que tienes
buenas amigas, puedes contactarme con ellas. Y yo dije ¿Por qué no? Si Charly
Carbone es un buen pata, un hombre correcto y de buenos modales, además
pintonsito, lo que las chicas llaman bien parecido, pepón, todo un cuerazo, tan
churraso que encandiló a mi flaquita y me la quitó...
Charly sentía
que había perdido piso, que había sido mala la idea de llamar a Frank “me he
puesto la pistola en la sien”, pensó.
-Me estás
escuchando galán, claro que sí, sino que te has quedado mudo, canallita. Y
después qué, pues la engañaste a ella como me engañaste a mí, y después te
largaste como si nada hubiera pasado. Y un día te apareces con tu encantadora
voz de barítono y me pides que te consiga más amiguitas. Pues, bueno, ahí las
tienes.
Charly buscó
acabar con la llamada, no tenía argumentos con que contrarrestar los bazucasos
que estaba recibiendo.
-¡Alo!, galán,
sigues ahí.
-Sí, contestó
Charly con una voz casi imperceptible.
-¿Sabes cómo te
han puesto los amigos comunes que tenemos?... Gato manco… y sabes por qué,
galán, porque dicen que no sabes cómo tapar los cagadones que dejas a tu paso…
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
Adiós galán, chausito, ci vediamo, ci
vediamo.
Charly colgó el
auricular. Las cartas estaban dadas y había que jugarlas. No había nada que
hacer. Así lo entendió Estéfano cuando lo vio entrar a la trastienda con cara
de sepulturero.
-¿Y ahora qué?,
pregunto Raimondo.
-Caballero
nomás, muchachos, contestó el flaco algo compungido.
El Doctor los
miró detenidamente, luego encendió un Ducal. Paquito, entre mímicas y muecas le
dio a entender que no era domingo.
-Silencio,
mudito. El viejo Sebas no va a sentir el olor, no te preocupes, dijo el Doctor.
Es sólo uno y nada más.
Paquito negó con
la cabeza. Las reglas de Sebas eran bien claras y había que respetarlas. Nada
de cigarro en la trastienda los días de semana y sólo tres los domingos. Era
domingo, pero el jorobado ya le había contabilizado tres en la mañana, así que
no había vuelta que darle al asunto.
O apagaba el
cigarro o informaba a Sebas. Reglas eran reglas.
-Está bien,
mudito, está bien. Pareces de la KGB, dijo el Doctor riendo.
Mirando los
rostros compungidos de los chicos, dijo:
-Han visto
muchachos. Quiero fumar, pero no se puede. ¿Qué hago entonces? Le busco el lado
bueno al asunto. Dejo la idea de fumar y pienso que estoy en un lugar donde
prefiero estar con mis amigos que dejar este sitio e irme a fumar a la calle.
¿Me entienden?
Raimondo
asintió, lo mismo hizo Gabrielle.
-Cuatro
muchachas bien vestidas, de buenos modales y educación de primera aparecen en
sus vidas. Y ustedes qué hacen. Quieren huir despavoridos como gallinas, como
si fuera el fin del mundo, el Apocalipsis. No le ven el lado bueno. Esas chicas
van a buenas fiestas, cuando tengan una quizá los inviten, ahí conocerán buenas
chicas, guapas, de acuerdo a sus gustos.
Quieren llegar
al segundo piso sin usar las escaleras.
Charly y los
otros se mostraron interesados, el Doctor era el Doctor y siempre encontraba
buenas salidas a los problemas. “¿Por qué no escucharlo? ¿Qué pierdo?”, pensó
más de uno.
-Siga Doctor,
dijo Lucas con voz solemne.
El Doctor cogió
su cajetilla de cigarros, pero Paquito lo miró con cara de espía.
-Bien como dije
hace un momento, ninguno de ustedes ve lo positivo del asunto y, po el
contrario, ve lo negativo donde no lo hay. ¿Querían una chica con quien ir a la
fiesta o querían una enamorada?
-Una chica para
ir a la fiesta, pero…
El Doctor frenándolo
con las manos, prosiguió:
-Tú lo has
dicho, Raimondo, alguien con quien ir a la fiesta. ¡Que no es bonita la chica!
Por favor, amigos, no hay una mujer igual a otra, cada mujer tiene su propia
belleza, su propio encanto, su propio atractivo. Búsquenle eso y, una vez que
lo encuentren, verán las cosas diferentes.
Después de
escuchar al Doctor Raimondo pensó que la gorda no era tan gorda; Charly, que la
larguirucha no era tan espigada; Gabrielle, que la cegatona no era tan cegatona
y Estéfano, que de ese “pañuelito de mago” se podía extraer algo.
Los chicos se
despidieron dejando a Lucas y al Doctor en la trastienda.
-Mañana tenemos
examen de literatura y el loco Delgado nos hará declamar, dijo Raimondo.
-Eso es bueno,
modula la voz, hace que rompas el hielo de la timidez y que pongas pilas tu
memoria, dijo el Doctor. El año pasado nos tuvo recitando todo el año, le
encantaba oírme declamar a Shakespeare.
Eran casi las
diez, cuando Paquito entró haciendo más muecas que un mimo y señalando como
loco la puerta de entrada.
-¿Y a este qué
le paso?, preguntó Lucas.
El Doctor, quien
mejor entendía al jorobado, dijo a Lucas:
-Dice que hay
una chica qué pregunta por ti.
Lucas de
inmediato pensó en Isabella.
El Doctor lo
miró con rostro grave y le dijo:
-No te hagas
ilusiones, dice que es rubia.
Cuando Alesia
entró a la trastienda Lucas quedó patitieso y el Doctor se apresuró a
acomodarla en una de las sillas de paja tan viejas como Sebas.
-Sorprendido,
dijo Alesia. Así que este es el cubil en el que te refugias.
Ambos quedaron
encantados. Hubieran querido que los muchachos la vieran, un poco de vanidad no
venía mal.
-Estoy en un
aprieto y tienes que ayudarme, dijo Alesia. Mi Romeo se ha enfermado, está con
tifoidea, así que pensé que tú...
Lucas quedó boquiabierto,
nunca había hecho teatro, pero cuando Alesia le dijo que Gina Pinasco era
Julieta su ánimo cambió.
-Vamos, Lucas,
es tu oportunidad, dijo el Doctor en son de broma. Sabes que conozco bien a
Shakespeare así que podré ayudarte.
Es más, Delgado
estará encantado de apoyarte, sabes que siempre ha querido ver a unos de
nosotros en el escenario.
No se habló más,
todo quedó decidido. Alesia se marchó. El primer ensayo sería en el auditorio
del ICPNA del centro de Lima a las cinco de la tarde. Esa noche Lucas
permaneció despierto hasta altas horas leyendo y releyendo el libro que el
Doctor le había dado. Sin darse cuenta el recuerdo de Isabella se había
desvanecido como la niebla en un amanecer.
18
Maruja Arbieto
llegó al colegio más ojerosa que un mapache; había estado en el internet
colgando todo lo grabado en el cine. Para no ser detectada usaba el pseudónimo
de “Murciélago”. La cara de Isabella en la formación de cada lunes era un claro
testimonio de que sabía que Lucas había estado en el cine con una chica. Cuando
se cruzó con él en el patio principal hizo como que no lo había visto; lo que
no sabía es que los pensamientos de Lucas navegaban por otros rumbos y que sus
desplantes ya no tenían efecto de antaño.
La formación era
una bandada de susurros interminables, todos intercambiaban comentarios sobre
las imágenes captadas por el misterioso “Murciélago”.
Era el noticiero
de muchos estudiantes.
Había sospechas
sobre la identidad de tan misteriosos infidente, pero todo no pasaba de meras
suposiciones. La única que sabía quién era ese chismoso quiróptero era Malena
Dulanto. Entre las novedades que traía el Murciélago,
esa mañana, estaba la visita de Paco Cantuarias a casa de Sara Sotomayor, el
paseo dominguero de Patricio Ferreyros y Clarisse Delgado y todos los
pormenores de lo sucedido en el cine: nadie estaba a salvo en el colegio del
vuelo malévolo del Murciélago. Pero
como todo tiene un fin, la gota que derramó el agua del vaso fue una imagen de
la secretaria del director besándose con su novio en el auto de este. Las
imágenes habían sido captadas en la playa de estacionamiento del colegio. Una
indiscreción de Malena Dulanto puso al descubierto la identidad del Murciélago. Hablando por teléfono en uno
de los excusados del baño le comentó a una amiga lo de los besitos de la
secretaria del director con su novio, “te cagas de risa, flaca, es un chape
loco”. Lo que Malena no sabía es que en el retrete vecino la señora de la
limpieza estaba haciendo pis, y que había escuchado todo.
-Lo juro por los
clavos de Cristo, señor director, estaba yo haciendo pis, no el dos por si acaso y escuché a la
chiquilla decir eso.
La secretaria
cambio de color como un camaleón de amarillo a azul, de azul a rosado, de
rosado a rojo. No sabía nada del ampay.
El director entro al ordenador buscó Murciélago
y entre otras imágenes, destacaba la secretaria en pleno besuqueo con el novio:
el rótulo decía “Besitos cariñosos de la dirección”. Lo que lo enfadó no fue el
hecho de que la muchacha estuviera en arrumacos con el novio, sino que a este
no se le veía claramente el rostro, sólo se distinguía a un gordito medio calvo
y con cabeza en forma de pera, casi la copia fisonómica del director. Por el
rotulado podrían pensar que se trataba de él pachamanqueándose con su
secretaria.
Y más de uno lo
creyó así.
-¡Oye infeliz!,
vas a ver cuando llegues a la casa te voy a moler a cucharonazos, le dijo la
esposa por el hilo telefónico.
El loco Delgado
estaba hablando de Rubén Darío y de su grandeza poética cuando el Director,
custodiado por un auxiliar y el jefe de Normas, lo interrumpió:
-Profesor
Guillermo, por favor, dijo el Director con una voz que más parecía una súplica.
Delgado asintió
y el director ingresó al aula. Buscó entre los alumnos y su mirada se detuvo
ante la pequeña figura de Maruja Arbieto. “Así de angelicales deben haber sido
los rostros de las brujas que quemaban en la Edad Media”, pensó. Se acercó a la
muchacha y, con un leve susurro, le dijo:
-Acompáñeme con
sus cosas a la Dirección.
Maruja sintió
como si una soga le ajustara el pescuezo y tuvo la sensación de que los días
del Murciélago habían llegado a su
fin y que algo grave caería sobre ella.
Cuando vio a
Malena Dulanto en la oficina del Director llorando como una plañidera se dio
cuenta de la gravedad del caso. “Los ojos rojos y los párpados hinchados
indicaban que hacia un buen rato que estaba ahí, lloriqueando y moqueando. Dos
profesoras y una auxiliar la secundaban, hurgando entre sus pertenencias. El
celular desde el que había hecho la llamada fatal estaba ahí. La señora de la
limpieza, una morena pequeñita pero con unos senos voluminosos, reconoció la
voz de Malena.
-Es ella, señor
Director, lo puedo jurar por mi madre Maíta…
El Director la
contuvo para que la negra no siguiera echando más leña al fuego de la que ya
había.
En la mochila de
Maruja Arbieto se encontró el celular con las últimas grabaciones que había
hecho; la más picante era la de la secretaria con su novio, codificada con el
rotulo de “chape de la flaca y el pelado”.
Se encontró
además una libreta rotulada con “Códigos y grabaciones secretas del Murciélago” y abajo, un sticker que
decía CONFIDENCIAL. La noticia cayó como un batacazo entre los estudiantes; ya
no tendrían los apetitosos ampays que con tanta fruición y morbosidad esperaban
cada fin de semana: ahora que el Murciélago
había sido atrapado con las manos en la masa. Quienes más lamentaban el hecho
eran las “colaboradoras” de aquella mente
retorcida.
-Dicen que hay
una libreta con los nombres de toda la mafia, dijo una chiquilla de primero de
secundaria.
-Dicen que las
van a enviar a Santa Mónica, comentó otra.
Se habló de
Piedras Gordas, de Castro Castro y hasta de cadena perpetua: la imaginación
catastrófica de los de primer año no tenía límites. El Director tuvo que
intervenir para evitar que el chismorreo desbordara los límites de la escuela y
se propagara por internet creando la alarma entre los padres de familia. En una
rápida batida salón por salón, se encontró entre los alumnos celulares, Ipods, Mp3,
audífonos y hasta algunos juegos de play stations; todo aquello, prohibido por
las normas del colegio fue confiscado, catalogado y membretado según los
grados. Todo un arsenal de “útiles de estudio”, comentó Ricardo Gaona, jefe de
Normas educativas.
Los padres de
Maruja Arbieto y Malena Dulanto fueron citados por Simona Escurra, la psicóloga
del colegio para conversar sobre la situación de sus hijas; como medida
preventiva, las chicas fueron suspendidas, dada la gravedad del caso, por una
semana. El Director, el Jefe de Normas educativas y dos profesores, Julián Meza
de Química y Guillermo Delgado de Literatura, fueron los encargados de preparar
el dossier sobre aquel tema engorroso que fue rotulado con el simple nombre de
GRABACIONES ARBIETO. La libreta encontrada en poder de la “acusada” era la
prueba más importante en su contra. Todo estaba ahí en forma detallada:
CASO 11: BULLYING
IMPLICADOS:
Toyo Villanueva y sus coyotes
VÍCTIMAS:
Pablito Arroyo y Rosario Zumarán, conocida como Charita la cucharita
NÚMERO
DE GRABACIONES: Siete
TIEMPO
INVERTIDO: Cinco semanas
COLABORADORES:
Malena Dulanto
RESULTADOS:
Éxito completo.
El Director
siguió pasando las hojas de la libreta al azar:
CASO 13: BESITOS
CARIÑOSOS
IMPLICADOS:
LEYLA CERRATE, secretaria de la dirección de estudios.
Sujeto desconocido (gordo,
pelado y cabeza en forma de pera)
NÚMERO
DE GRABACIONES: Quince
TIEMPO
INVERTIDO: Dos meses
COLABORADORES:
Por la importancia del caso, este se hizo en solitario y con estricta
confidencialidad.
RESULTADOS:
Éxito completo.
El director
siguió pasando las hojas con más atención, de repente se detuvo en una de las
paginas donde figuraba su nombre, entre paréntesis se hallaba escrito con letra
menuda, casi imperceptible, MIRADAS TRAVIESAS.
CASO 21: MIRADAS
TRAVIESAS
IMPLICADOS:
JOSÉ ROCA PÉREZ
(a)
Pepe
Roca, Director del colegio.
VÍCTIMAS:
Secretaria, mamá de Eddy Zaldívar, de Fabiola Clavo, de Diana Foronda y otras
siete madres más; también la señora Rosita, la que atiende en el quiosco de
primaria y otras más.
NÚMERO
DE GRABACIONES: Treintaisiete
TIEMPO
INVERTIDO: Cinco meses
COLABORADORES:
Trabajo en equipo y en dos turnos
RESULTADOS:
Éxito completo.
El director
suspiró y se cerró la libreta. La dejo sobre el escritorio como quien se
deshace de un clavo caliente.
Miró la libreta
y pensó en los libros de los inquisidores donde se anotaba el nombre de los
acusados y los pormenores de las flagelaciones, que en su mayoría sufrían.
Cuando el grupo evaluador se reunió con los padres de familia, algunos
reclamaron airados de que el colegio estaba obligado a dar buenos ejemplos y
que las miradas lascivas del director y los embelecos de aquella “flaca
calentona” no eran buen dechado que se dijera.
El presidente de
la Asociación de Padres de Familia tomó la palabra, se hallaba muy ofuscado por
el ambiente vulturno que se había generado. Miró al director con cierto desdén;
éste, que sudaba como si lo hubieran metido a un horno, notó cierta pizca de
desprecio en esa mirada.
-Señores padres
de familia, profesor Julián Meza, profesor Guillermo Delgado, lamento que el
motivo de esta reunión tenga un carácter ajeno a lo que acostumbramos tratar en
nuestras reuniones mensuales.
El Director se
sentía más aplastado que un tomate encajonado. Ni siquiera lo había mencionado
el Presidente, como si fuera un apestado del que había que huir.
-Muchas veces
sin darnos cuenta, tenemos actitudes y conductas inadecuadas (larga mirada al director), que nuestros
niños (énfasis en niños) captan de
los adultos (énfasis en adultos y nueva
mirada al director). Sobre todo quienes están al frente de esta cruzada
educativa, son quienes deben adoptar modales y comportamientos a la altura de
la misión que se les ha encomendado (énfasis
en altura, mirada al director y murmullos entre los asistentes).
El director se
sintió incomodo, como si él fuera el causante de que aquel pequeño monstruo
cibernético fuera fruto de su creación ¿Qué tenía que ver él con los fisgoneos
de esa mocosa maquiavélica? Pensó que si dejaba andar la cosa terminaría siendo
acusado hasta de pedófilo. Tomó la libreta de apuntes de Maruja Arbieto, la
cual el presidente no había visto con minuciosidad, pasó las hojas buscando uno
de los famosos casos y deslizó la
libreta hasta el lugar del presidente. Este, que se hallaba de pie, bajo la
mirada y leyó:
CASO 18: EXTRAÑAS
VISITAS
IMPLICADOS:
Presidente de la APAFA y la señora Lorena Meyer, proveedora de los buzos del
colegio.
NUMERO
DE GRABACIONES: Dieciocho
TIEMPO
INVERTIDO: Mes y medio, más algunas horas extras.
RESULTADOS:
Éxito completo.
NOTA:
Los ampays han sido corroborados por los vecinos de la señora Meyer.
El presidente
carraspeó, se acomodó la corbata, hizo una mueca de angustia y sonrió como un
imbécil. Miró al director. Ya no era esa mirada de desdén y de superioridad de minutos
antes, ahora se le veía confundido, atrapado en la telaraña de sus propias
sandeces.
-Pero…, dijo
titubeante. Nuestro querido director, en un acto ecuánime y heroico (énfasis en ecuánime y heroico). Ha
sabido sobrellevar con mesura y discreción este hecho insólito. Elevemos
nuestros votos al cielo para que el Todopoderoso nos de su bendición en un
momento tan difícil. Gracias.
Ante esta
situación no quedó más remedio que tranzar con los padres. Todo quedaría ahí,
no habría ningún documento oficial del colegio que hiciera mención a tan
bochornoso caso. El Murciélago
desapareció con la misma indiferencia con la que el Toyo Villanueva y sus coyotes desaparecieron de escena. El
colegio volvió a respirar en paz, las aguas se apaciguaron y la final del campeonato
de fulbito terminó de echar tierra al asunto.
19
Saliendo de la
escuela, el Doctor y Lucas corrieron a sus casas a cambiarse. A las cinco
habían quedado en encontrarse con Alesia en el ICPNA del Centro de Lima.
-Comeremos algo
por el centro, allí hay varios huariques donde ir, le dijo Lucas al Doctor.
Tomaron el
colectivo en la Arequipa. Lucas iba repasando las líneas que Alesia le había
indicado.
-Si con mi mano, por demás indigna,
profano este santo relicario, he aquí la gentil expiación: mis labios, como dos
ruborosos peregrinos, están prontos a suavizar con un tierno beso tan rudo
contacto.
Lucas miró al
Doctor, esas eran las líneas que Romeo le decía a Julieta en la escena V del
Acto primero, ya se las sabía de memoria. El Doctor, todo un erudito en
Shakespeare, contestó de memoria la respuesta de Julieta...
-Buen peregrino, injusto hasta el exceso
sois con vuestra mano, que en esto solo muestra respetuosa devoción; pues los
santos tienen manos a las que tocan (el Doctor posa su mano sobre la de
Lucas) las manos de los peregrinos, y
enlazar palma con palma es el ósculo de los piadosos palmeros.
El chofer, que espiaba
por el espejo retrovisor, miraba con cierto recelo. El pasajero que iba a su
lado le hizo un cero con los dedos y de susurró, “parecen cabros”.
El Doctor y
Lucas estaban tan concentrados en sus papeles que se olvidaron del chofer, del
pasajero y de todo.
Lucas siguió con
su Romeo...
-¿Y no tiene labios los santos, y labios
también los piadosos palmeros?
Y el Doctor
contestó con su Julieta…
-Sí, peregrino; labios que deben usar en
la oración.
Y Lucas con su
Romeo…
-¡Oh! Entonces, santa adorada, deja que
hagan los labios lo que las manos hacen. ¡Ellos te rezan, accede tú para que la
fe no se cambie en desesperación!
Y el Doctor con
su Julieta…
-Los santos no se mueven, aunque acceden
a las plegarias.
El colectivero
había detenido el auto, abrió una de las puertas traseras y furibundo gritó:
-Fuera de mi
auto carajo.
Lucas y el
Doctor se miraron sin entender lo que sucedía. La llave de ruedas que el
colectivero blandía amenazante los convenció de que debían poner pies en
polvorosa.
-Locas de
mierda, gritó el hombre y arrancó a toda velocidad.
El Doctor y
Lucas se miraron y estallaron de risa. Recién comprendieron lo sucedido.
Se bajaron entre
Tacna y Emancipación. El ómnibus que los llevó era un cacharro destartalado que
parecía estar rodando sus últimos kilómetros. Allí se toparon con la Lima
moderna de las anticucheras, las turroneras y los pirañas al paso.
-Lima, Ciudad de
los Reyes, su majestad el microbusero, dijo el Doctor.
Caminaron por
Emancipación entre multitud de gente que iba y venía, bocinazos, choferes que
maldecían el tráfico infernal de esa hora.
Cuando llegaron
a las puertas del ICPNA un hombre alto de cara delgada y cetrina los detuvo.
Les preguntó dónde iban, contestaron que a entrevistarse con la señorita Alesia
Vera Funes. Les dijo que esperaran. Volvió a los cinco minutos, pero antes les
pidió documentos de identificación. Abrió los ojos grandes y oscuros; la piel
de su cuello se veía dura y áspera.
-Bien vayan por
ese corredor hasta llegar a una puerta grande que dice auditorio, no creo que
se pierdan.
Cuando se
marchaban el hombre los detuvo.
-Son actores,
verdad.
-Sí, contestó
Lucas, claro que somos actores.
Encontraron a
Alesia subida en el escenario con un libro entre las manos y dándole
instrucciones a un grupo de jóvenes. Vestía unos jean y una blusa con mangas
anchas. El auditorio era bastante amplio, como para albergar a unas
cuatrocientas personas. En una de las esquinas estaba la bandera de los Estados
Unidos, al otro lado la del Perú. Cuando los vio, les hizo una señal para que
se acercaran. Los presentó al grupo como “unos amigos”.
-El será Romeo,
pues, el que teníamos está enfermo, dijo Alesia haciendo una mueca graciosa.
El gesto de
Alesia rompió el hielo y Lucas y el Doctor se incorporaron rápidamente al
grupo. La mayoría de ellos cursaban el último grado de secundaria, así que ese
hecho resultó favorable para todos. A Lucas le extraño no ver a Gina Pinasco
por ningún lado, teniendo ella un papel tan protagónico como el de Julieta.
-Ya está por
llegar, me acaba de mandar un mensaje, no te preocupes, le dijo Alesia con una
mirada cómplice.
Lucas se sonrojo
y sólo atinó a sonreír. Nunca había actuado, pero el conocer tan bien el texto
le daba cierta seguridad. El Doctor lo había tenido machacando los versos del
poeta inglés día y noche, sin el Doctor no habría logrado hacerlo, pensó
mientras lo veía departir con varios muchachos como si los conociera de siempre.
Los minutos pasaban y Lucas no veía aparecer a Gina por ningún lado. Por un
momento pensó que la audición no se llevaría a cabo; lo que más lamentaba era
no poder ver a Gina.
-Empezamos en
diez minutos, dijo Alesia.
Cada uno de los
presentes fue cogiendo sus textos.
-Tú serás mi
asistente, le dijo Alesia al Doctor. Este acepto de buena gana, el cargo de
caía de maravillas.
-Llegó Julieta,
gritó uno de los muchachos que acomodaba la coreografía.
Lucas volteó
como un resorte buscando la puerta de entrada. Gina Pinasco apareció acompañada
de un joven apuesto que daba muestras de tener una intimidad que iba más allá
de la amistad. Para Lucas fue como una patada al hígado, le costó mucho
asimilar el fiasco.
“Debe ser su
enamorado”, pensó.
El muchacho tenía
porte atlético, amplios pectorales, brazos musculosos, cabello rubio, ojos
azules y una sonrisa por demás encantadora.
-Hola, dijo
Gina, dándole a Lucas un cariñoso beso en la mejilla.
-Hola, contestó
Lucas, todavía abochornado.
-Él es Gino,
dijo Gina esbozando una sonrisa.
-Hola, contestó
Lucas secamente.
El muchacho se
acomodó en una de las primeras butacas.
Lucas empezó a maquinar a cien por hora. “Si está
sentado ahí es porque no participa en la obra”, pensó. “Gino, sí, dijo Gino”,
pensó Lucas. Luego de unos segundos reflexiono y se acercó al Doctor.
-Doctor, qué
posibilidades hay de que una chica que se llama Gina tenga un enamorado que se
llame Gino.
El Doctor se
rascó la barbilla, miró hacia el fondo del auditorio.
-Me es difícil
darte una respuesta, pero sí te puedo dar otra.
-¿Cuál?,
preguntó Lucas.
-Que existe un noventa
y nueve por ciento de probabilidades de que sea su hermano y que tenga su mismo
apellido.
Lucas respiró
tranquilo.
-Salgamos de
dudas, amigo; dijo el Doctor y se acercó al muchacho.
-Tú eres Gino
Pinasco no es cierto.
El muchacho,
tomado de sorpresa, se quedó sorprendido.
-Sí, contestó,
esbozando esa sonrisa entre infantil y juvenil.
-Ves, que te
dije Lucas, no podía ser otro que él.
El muchacho
seguía sin entender que sucedía y así se quedó, pues, el Doctor tomando a Lucas
del brazo regresó al escenario.
-Cada día me
sorprende usted más, Doctor, dijo Lucas.
El alma le había
vuelto al cuerpo gracias a ese extraordinario amigo, cuyas ocurrencias llevaban
a Lucas a tratarlo algunas veces con la deferencia que su genialidad merecía:
usted.
Lucas no
esperaba leer un texto, pues, había aprendido sus líneas de memoria. Lo que no
sabía es que Alesia Vera Funes había hecho una adaptación moderna del texto
shakesperiano:
Lucas con su Romeo…
El dios Amor en un momento me incitó a
indagar en sus reinos y te vi, y aunque nunca he guiado una barca, me lanzaría
al mar a pesar de los peligros, porque sé que en ese mar te encontraría.
Gina con su
Julieta…
Si la noche no cubriera mi rostro percibirías
el rubor, que ante tu presencia, ha cubierto mis mejillas. Cuanto quisiera
guardar las formas y medir mis palabras, pero mi corazón manda y dejo de lado
mi pudor. ¿Me amas? Sé que tu respuesta será sí y yo te creeré.
Sé que podrías engañarme, pero por amor a
ti correré el riesgo, así que declárame tu amor con sinceridad. Si piensas que
soy demasiado abierta a mis sentimientos me pondré desdeñosa y esquiva y de
seguro eso provocará en ti un mayor empeño en galantearme. Soy demasiado
apasionada y por ese hecho puedes pensar que soy liviana en mi conducta…
A pesar de
resultarle difícil, Lucas se esmeraba por hacerlo lo mejor posible. La
presencia del Doctor, con sus ademanes que le indicaban que lo estaba haciendo
bien, le brindaban seguridad.
La sesión duró
casi una hora y media. Alesia quedó contenta con el trabajo de Lucas y se lo
hizo saber.
-Llévate la
adaptación que he hecho del texto original, ya te explicaré de ese cambio, dijo
Alesia a Lucas.
Bien muchachos,
nos vemos pasado mañana, sean puntuales por favor.
-Vas a ir a la
academia, preguntó Lucas.
-Claro, espérame
unos diez minutos, debo dejar algunas indicaciones y nos vamos, ok.
Lucas se acercó
al Doctor y le agradeció.
-Gracias,
Maestro.
El Doctor se
emocionó, nunca lo había llamado así.
Gina se despidió
de todos y se dispuso a salir del auditorio junto a su hermano. Lucas la
detuvo, titubeo.
-Va a ver una
fiesta, me gustaría que vayas.
Ella permaneció
en silencio.
-Tú también,
Gino, puedes llevar a alguien si gustas, agregó algo sonrojado.
Gina aceptó
-Envíame la
dirección en un mensaje por el celular, ahí estaremos.
Lucas dudó,
luego dijo:
-Pero no tengo
tu número.
Gina se lo dio,
se despidieron, y Lucas la siguió con la mirada hasta que traspaso la puerta.
-Despacio,
amigo, despacio. Recuerda lo que le dijo Fray Lorenzo a Romeo, cuando éste le
dice que ha trocado sus sentimientos de Rosalina a Julieta, “¡Por San Francisco Bendito! ¿Qué cambio es
ese? ¿Has olvidado tan pronto a Rosalina, a quien querías tan apasionadamente?
(...) Pronuncia esta sentencia entonces: “Bien pueden caer las mujeres si no
hay firmeza en los hombres”.
-Yo no puse las
cosas de este modo, Doctor, fue Isabella quien dispuso las cosas así.
-Por dejarte
plantado el día del cine, repuso el Doctor.
-No es sólo eso,
ya venía deteriorándose la relación desde antes, ella puso el punto final,
contesto Lucas amargamente.
-Un clavo saca
otro clavo, entonces, sentenció el Doctor.
-No lo veo así,
pienso sólo en que una nueva amistad me caería bien, dijo Lucas.
-Eso es hablar
con juicio, amigo, dijo el Doctor sonriente.
El doctor se
marchó y Lucas espero a Alesia. Después de media hora, ambos caminaban por el
Jirón Caylloma rumbo a la academia. Una multitudinaria marcha del SUTEP les
cerró el paso entre Colmena y Caylloma. Entre codazos y empujones llegaron a
las puertas de la SIGMA. El portero les dijo que por la marcha habían tenido
que suspender las clases.
-Vayamos a
jironear, dijo Alesia.
Lucas aceptó de
buena gana. Los negocios por la Colmena habían cerrado por la marcha, pero las
tiendas de las calles aledañas atendían normalmente. Entraron a una sucursal de
librerías La Familia y estuvieron viendo libros.
-Hace tiempo que
buscaba esto, por fin lo encontré, y está a buen precio, dijo Alesia.
En la caja,
Lucas leyó discretamente las carátulas de los libros: “Comedias” de Plauto y “Crepúsculo
de los ídolos” de Nietzsche.
-Este no es el
que dijo algo así como “antes de hablar con una mujer, dale un puñete en la
boca”, preguntó Lucas son sorna.
-No hay genio
perfecto y Nietzsche era un genio, contestó Alesia dándole un golpecito en la
cabeza con el libro.
Entraron al Tívoli de la Colmena. Pidieron dos
capuchinos. Mientras esperaban, Alesia escribió una nota en un papel y se la
dio al mozo para que se la entregara al hombrecillo que tocaba el piano. Era un
hombre bajito, ni joven ni viejo, tenía una barba negra bien cuidada y vestía
una gabardina gris muy elegante. Mientras bebían sus capuchinos el hombre del
piano volteó, miró a Alesia y levanto el pulgar derecho; Alesia agradeció el
gesto. Una melodía suave, apacible y contagiosa invadió el local.
-“Fantasía Impromptu”, dijo Alesia.
Lucas se
sonrojó. Su cultura musical en el campo de la música de cámara no pasaba de
algunas sinfonías de Beethoven y algo de Mozart.
-Mi hermano
Brughel gusta de este tipo de música. Se encierra en su cuarto y le da todo el
día, sobre todo en épocas de exámenes, dijo Lucas buscando decir algo.
Alesia no
contestó, estaba atenta al hombrecillo del piano. Lucas comprendió que no era
el momento de interrumpir esa comunión entre el pianista y ella. Permaneció
callado hasta que el hombrecillo termino. Gran parte de los concurrentes
aplaudieron. No quiso quedarse atrás y aplaudió efusivamente. Alesia soltó una
sonora carcajada. Lucas se sintió ridículo.
-Es Chopin, es
adorable, cómo me hubiera gustado conocerlo, dijo Alesia.
Lucas removió
sus recuerdos de las clases de música con el cholo Canchumani.
-Creo que era
polaco.
Alesia asintió.
-Su padre era
francés y su madre polaca.
Comieron unos
bocadillos, bebieron más capuchinos y Alesia siguió con sus pedidos musicales.
-He tenido que
reescribir muchas partes de la obra, es una cuestión de formas más que de
fondo, dijo Alesia.
Lucas escuchaba
atento.
-Los jóvenes de
ahora, con esto de la tecnología, parecen haber reducido sus neuronas. A eso
súmale la falta de hábito de lectura, viven en un mundo de imágenes. Imágenes
en la computadora, en la televisión, en las revistas, en todo ese mundo en el
que transcurren sus vidas encontrarás imágenes. ¿Y qué fue de la capacidad de
comprensión? Pues, nada. Muchos no entienden lo que leen y menos aún logran
interpretar los mensajes implícitos que hay en el texto.
Lucas escuchaba
atento, se daba cuenta que estaba frente a alguien que, aunque menor que él, le
llevaba un buen trecho en el campo de la cultura.
-Dales a leer
una tradición de Palma y no pasan de la quinta línea. También hay que ver que
el lenguaje que usaba está plagado de modismos y refranes de esa época que han
caído en desuso, pero aun así, no se esfuerzan por comprenderlo. No hay interés
por el estudio y mucho menos por la investigación, todo se ha vuelto un caos.
Lucas escuchaba
atento, había muchas lecturas y reflexiones en esa cabecita que estaba frente a
él y tenía que reconocer que, aparte de cierta precocidad, Alesia era una
muchacha entregada de lleno al estudio.
-El Doctor me
contó lo que les sucedió en el colectivo.
Lucas estalló en
carcajadas. El pianista lo miró con desaprobación y el mozo que se hallaba
cerca carraspeo.
-Fue algo
increíble, no sabíamos de qué se trataba, estábamos metidos en Shakespeare
hasta el tuétano.
Alesia sonrió.
-Cuando estaba
en tercer año de secundaria me dieron el papel de una niña rebelde, a mi abuela
la traje loca durante una semana, no sabía que todo era una farsa, inclusive me
hizo ver por un psiquiatra cuando conté la verdad, el médico me dijo, “vas a
ser una buena actriz”, hasta a mí me engañaste.
Lucas jugaba con
el encendedor, se mostraba nervioso.
-Vives con tu
abuela, preguntó:
-Sí, mis padres
se separaron cuando yo tenía diez, al comienzo fue doloroso, pero después lo
acepté. Pero no tengo de que quejarme, mi abuela, a pesar de sus manías, es una
mujer excelente.
Lucas sintió el
vibrador de su celular. Aprovechando que Alesia escribía un nuevo pedido, miró
la pantalla. Era Isabella. Lo dejó sonar cinco veces. Guardó el celular
disimuladamente Alesia dio al mozo el papel para el pianista.
-No acostumbras
a contestar tus llamadas, dijo con cierta picardía.
Lucas volvió a
sonrojarse.
-No se te pasa
una, dijo.
-El teatro te
exige suma atención, contestó Alesia. Tienes que estar en todos los detalles,
aquí, allá, en todas partes. Son muchas las personas que están atentas a lo que
sucede en el escenario, ellos tienen un campo visual mucho mayor que el que
está en escena. Cualquier falla, ellos lo notan de inmediato.
Lucas a miró con
ternura.
-¡Qué sucede!
Preguntó Alesia mientras sus blancas manos jugaban con un lapicero.
-No es frecuente
conocer a una persona como tú, tan joven y tan enterada de tantas cosas.
Hubo un breve
silencio. El pianista entraba a la parte final de una de las Mazurcas de
Chopin. Los asistentes observaban extasiados, embebidos en esas notas mágicas y
melancólicas. Aplaudieron a rabiar.
El pianista se
puso de pie y agradeció.
-Papá leía
mucho, tenía una enorme biblioteca. Siempre lo veía ensimismado entre las
páginas de un libro. De niña pensaba que era vendedor de papel.
Lucas sonrió muy
animado. Alesia abrió su cartera y de una billetera extrajo una foto. Era la
foto de un hombre muy joven. “Debe ser una foto antigua”, pensó.
Ahí tiene unos
veintisiete años, fue tomada antes de conocer a mi madre.
Lucas miró a
Alesia y luego la foto y luego a Alesia nuevamente.
-Nos parecemos
mucho, verdad.
-Como dos gotas
de agua, dijo Lucas.
-Dicen que los
hijos somos parte de lo que los padres quieren olvidar cuando se separan, dijo
Alesia con un dejo de amargura.
Lucas volvió a
sentir el vibrador. Alesia lo miraba y se sintió descubierto.
-Me permites,
dijo Lucas.
-Claro, contesto
Alesia.
No era una
llamada sino un mensaje de texto. Lucas lo leyó: EN SU CASA HAY UN SOBRE PARA
USTED. UNA AMIGA.
-¿Pasa algo?,
preguntó Alesia.
Lucas le mostró
el mensaje. Alesia frunció el ceño.
-Una admiradora,
una despechada, una loca o alguien que quiere jugarte una broma.
Estuvieron unos
minutos más. Alesia pagó la cuenta.
-No te
preocupes, sale de los auspiciadores. No tengo muchos, pero alcanza para el
vestuario, la coreografía, y para estas saliditas.
Lucas estaba más
rojo que un tomate.
-Y también para
el pianista, agregó Alesia colocando unos billetes en un sobre que entregó al
mozo.
El pianista lo recibió
sin abrirlo, tomó una de las rosas que tenía sobre el piano, caminó hasta donde
estaba Alesia y le entregó la flor con un ademán de gratitud besándole la mano.
Antes de
despedirse, Lucas le habló de la fiesta.
-Ahí estaré y tú
repasa tus líneas de la obra, falta poco para el estreno, dijo Alesia tomando
un taxi en la Plaza San Martín.
Una leve garua
le dio en el rostro. Encendió un Winston y caminó por el Jirón de la Unión
hasta Emancipación. EN SU CASA HAY UN SOBRE PARA USTED. No podía ocultar su confusión.
Tomó un taxi sólo tenía una idea en la cabeza. ¿Qué contendría ese sobre? Esa
noche lo sabría.
20
La casa de los
Gentile era una enorme residencia antigua ubicada en Orrantia del Mar. La
vivienda de dos pisos ocupaba algo más de media manzana, con amplios jardines,
piscina y hasta una pequeña cancha de bochas, donde el padre de Alessandra
gustaba jugar con sus amigos del Circolo Sportivo Italiano mientras bebían
buenos tintos y comían sándwich de jamón, salame y mozzarella. Hombre dadivoso
y algo botarate, Vincenzo, el padre de Alessandra, quería, por los quince años
de su hija, organizar una fiesta a todo dar, con orquesta, bufet de primera,
toda una jarana con cadenetas y cotillón. Los cuantiosos amigos y amigas de su
hija podrían disfrutar de una fiesta inolvidable, “como las lupercales romanas”
había dicho el tío Tomasso.
Los primeros
Gentiles habían arribado al Perú entre mediados del siglo XIX e inicios del XX.
Llegaron provenientes de la región de Liguria, garibaldinos que luchaban por la
independencia italiana, gente imbuida de las ideas laborales de entonces. Una
antigua fotografía colocada en la biblioteca mostraba a los Gentile en el
puerto del Callao. Ahí estaba Canaletto, el patriarca, con sombrero apuntado y
traje negro con rayas grises; Alessandra, su mujer, con sombrero de plumas y
vestido ancho, a la moda de las campesinas de Veneto, de donde era natural su
familia, ahí estaban también en la fotografía posando erguidos, los hijos
varones: Lelio, Doménico, Giácomo y Saverio, al lado de ellos, las dos hijas mujeres
de la numerosa familia: Genara y Brunella. Los cuatro niños que se hallan
sentados entre las salinas maderas del puerto, son los nietos del viejo
Canalleto: los mellizos Anastassio y Raimondo, hijos de Doménico y Favia y Lea,
hijas de Lelio.
La fotografía era el orgullo de la familia y
era mostrada por el abuelo de Alessandra, Antonino, como un blasón que
enaltecía a los Gentile.
Otra de las
joyas de la familia era la fotografía que mostraba a los integrantes de la compañía
de bomberos Garibaldi; ahí se veía a uno de los mellizos, Anastassio, como
oficial a cargo de la Compañía encargada de apagar los escasos incendios de la
Lima de entonces.
Los Gentile
incursionaron como exportadores de aceite de oliva, de Calabria, quesos de
Parma y jamones salados de Langhirano. Los Cordano, los Queirolo y los Carbone
estuvieron entre sus primeros clientes.
El negocio
marchó sobre ruedas, las ramas familiares fueron creciendo y los Gentile,
después de ciento cincuenta años, se sentían tan peruanos como cualquier nativo
de la puna.
El único que se
resistía a ésta metamorfosis terrícola era el abuelo Antonino, quien raras
veces hablaba castellano, lengua que no aceptaba como materna a pesar de haber
nacido en Chincha, tierra que aborrecía por estar poblada, según él, de puro
negro. Antonino era hijo de Favia, nieto de Lelio y bisnieto de Canaletto, el
Patriarca.
Celosa como su
padre, Favia se había casado con Ludovico Colomba, un italiano nativo de
Pontenero, de las afueras de Palermo, Sicilia. Ludovico, mujeriego como casi
todos los machos de su familia, tenía a la sufrida Favia pendiente del cañón
debido a las constantes aventuras del marido.
-Un día mi
abuela se enteró que Ludovico andaba con una morena paseándose por Chincha
mientras administraba los viñedos que su familia tenía en Ica, contaba un día
Raimondo a un amigo. Con sus nueve de embarazo y a punto de alumbrar la abuela
contrató un carro y se marchó en busca del braguetero marido. Fue tanta la
impresión de verlo bien del brazo de esa morena encopetada que ahí nomás le
vinieron las primeras contracciones del parto. Así fue como mi padre nació en
esa soleada ciudad de la cachina y el manchapecho.
“Ojala que tu hijo nazca negro, si tanto te gusta andar con negras”, le dijo mi
abuela entre forcejeos y contracciones.
Esa historia,
contada infinidad de veces, era la delicia de quienes la escuchaban.
-Mi padre nunca
le perdonó a mi abuela ese exabrupto de celos que le costó a él muchas burlas
por parte de sus compañeros de escuela.
Como todo hijo
de italiano y como todo Gentile, Antonino fue a parar a las aulas del Umberto
I, uno de los primeros colegios para hijos de inmigrantes italianos que hubo en
Lima a inicios del siglo XX.
-Negrito,
negrito/ gringuito chinchano/, le gritaban los niños a Antonino en son de
broma.
Él, sin
inmutarse, contestaba en buen italiano:
-Vai andaré vía,
figlio di puttana.
21
Los invitados
empezaron a llegar a partir de las siete de la noche. Las compañeras del Raimondi, de Alessandra, solas o
acompañadas fueron llenando los jardines aledaños a la piscina. A las ocho y
media una gran multitud de jóvenes departían alegremente; algunos lagrimones,
porque ya el almanaque dejaba caer sus últimas hojas, ponían la nota paradójica
a tanta algarabía.
-Ya termina el
año y adiós colegio y ya no podremos vernos tan seguido, lloriqueaba Melina
Salerno abrazada a Alessandra.
Un grupo de
mozos se encargaba de pasar, en brillantes fuentes de plata, canapés,
bocadillos y otros aperitivos en base a queso, pate, salame, jamón, aceitunas y
mozzarella. Las copas de moscatel, vinos de los más variados, los piscos sours
y las algarrobinas habían sido rebajadas con soda para que no tuvieran mucho
alcohol.
-Pueden beberse
un galón de este vino y sólo lograrán embotarse, le dijo el viejo Sebas al papá
de Alessandra.
El veterano
tendero, cliente de don Raimondo Gentile, había sido contratado para la
ocasión. A cambio, Raimondo le daría diez cajas de sus mejores tintos; a seis
botellas por caja, el viejo Sebas se sentía bien pagado. Paquito era parte del
contrato, pues, era él quien hacia las combinaciones perfectas a las hora de
rebajar el vino. Además era incorruptible. Pedirle que soltara una copa de vino
puro era como pedirle a una piedra que hablara o a un elefante que cantara un aria.
Como a las nueve
llegaron Raimondo, Gabrielle y Charly. Alessandra encaró al primo apenas lo
vio.
-¿Y las
gringuitas? Preguntó con los brazos en jarra.
Raimondo miró a
Gabrielle, Gabrielle a Charly y Charly a Raimondo.
-Estéfano ha ido
a recogerlas, tú sabes cómo es él, el rey del floro, primita, contestó Raimondo
poniendo su mejor cara de cojudo.
-Si no llegan en
diez minutos le diré a mi papá que le diga al chofer que te lleve a traerlas,
ok.
-Claro, buena
idea, aunque no creo que sea necesario, hace unos minutos nomás que Estéfano me
llamó para decirme que ya venía en camino, dijo Raimondo con una sonrisa
fingida.
-Así espero,
dijo Alessandra y se perdió en ese mar de invitados.
-¿Y ahora qué
vamos a hacer?, preguntó Charly. Cuando los chicos del colegio nos vean con
esas gringas desabridas se van a cagar de risa.
Raimondo tomó su
celular y marcó el número de Estéfano.
-Esta mudo, buen
amigo es este desgraciado que desaparece cuando la olla está caliente, dijo
fastidiado.
Un mozo se
acercó y Gabrielle tomó un piso sour al vuelo.
-Lo que es yo me
voy poniendo pilas si hay que fugar, dijo bebiéndose la copa de un envión.
-Tendrás que
beberte mil copas para estar sazonado, mi tío lo hace rebajar, pues, según él,
no estamos en edad para beber licor, dijo Raimondo.
-¿Y cuál es la
edad apropiada? Interrogó Charly.
-Cuando
trabajes, puedas mantenerte por ti mismo y puedas pagar tus copas, contestó
Raimondo.
-Entonces este
está jodido, dijo señalando a Gabrielle. Este va a vivir de sus padres hasta
que sus hijos lo puedan mantener, dijo Charly desternillándose de risa.
Diez minutos
después, Alessandra en compañía de una amiga se pasaba entre los invitados
buscando al primo, quien junto a Gabrielle y Charly se escabullían como peces
en un río cada vez que la veían acercarse.
-Creo que mejor
arrancamos, dijo Charly.
-Sí, tienes
razón, es mejor de aquí huyó que aquí quedó, dijo Gabrielle.
Y luego agregó,
tomándose una última copa:
-Oye, flaco, las
Coca Colas de Sebas marean más que
esto.
-Ese jorobado es
un rata, licor que saca de cada preparado se lo chupa él, dijo Charly.
-Todo lo guarda
en su joroba, dijo Raimondo.
Cuando estaban
llegando a la puerta de salida, cuatro hermosas muchachas aparecieron
acompañadas de uno de los mayordomos que guardaba la puerta.
-¡Qué lomazos!
dijo Gabrielle tomándose la cabeza.
Tras unos
segundos de incertidumbre, los tres se miraron sin poder convencerse de que lo
que veían era cierto.
-¿Esas son las
mismas del cine?, preguntó Gabrielle abobado.
-Creo que sí,
dijo Charly titubeante.
La cegatona ya
no tenía anteojos y sus ojos celestes hacían juego con su vestido esmeralda con
listones blancos; la gorda no era gorda, pues, el vestido ceñido que llevaba
entallaba bien en un cuerpo bien formado; la rubia alta había cambiado los
tacones por unas finas sandalias de raso y se le veía con la piel bronceada.
-¿Esa es la
“pañuelito de mago”?, preguntó Raimondo.
-Sí, y parece
que del sombrero no sólo salen conejos sino buenas cosas, dijo Gabrielle
moldeando en el aire una figura femenina.
Los chicos se
acercaron presurosos, pues ya otro grupo de muchachos que las habían visto
llegar, se aprestaban a atacar.
-Alto,
muchachos, son nuestras invitadas, dijo Raimondo poniéndoles un pare.
-Hola,
preciosas, dijo Charly queriendo ser galante.
-Tú eres Ingerbord,
verdad, y tú, Heidi, tú Lenka y tú Danka, verdad, qué me iba a olvidar de sus nombres, si toda la semana
no hemos hecho más que pensar en ustedes, dijo Raimondo dibujando su mejor
sonrisa.
Las gringas
sonrieron y, después de tomar unas guindas, le aclararon que Ingerbord no era
Ingerbord sino Danka; que Heidi no era Heidi sino Lenka; que Lenka no era
Lenka, sino Ingerbord, y que Danka no era Danka, sino Heidi.
-Puta, loco,
este trago alemán sí que marea,
susurró Charly a Gabrielle.
Ante tal chasco,
a Raimondo no le quedó más que invitarlas a recorrer los jardines que se
hallaban atestados de invitados. Por donde pasaban los miraban, más que a ellos
a las gringas que se veían, según escuchó Gabrielle, “apetecibles”.
-Con estas
gringas nos lucimos, dijo Charly.
-Sí, pero habría
que ponerles un cartel con su nombre en el pecho para que éste no vuelva a
meter la pata.
La orquesta ya
iba poniéndole sabor a la fiesta, todos bailaban con algarabía, brazos en alto,
culito con culito, vueltas por aquí y por allá, y de vez en cuando unos
saltitos acompañados de unos gritos en coro.
Alessandra los
encontró cerca a la cancha de bochas. El padre de Alessandra había hecho sacar
los carros del estacionamiento interior de la casa para que hubiera más
espacio.
-Así no estarán
hacinados y podrán bailar mejor, dijo mientras se empujaba el quinto whisky de
la noche.
Alessandra
estaba feliz con las gringuitas quienes lucían unos trajes típicos alemanes que
les daban un aire de sencillez que contrastaban con la elegancia de muchas
chicas que, según el decir de Gabrielle, “se habían puesto sus mejores
pellejos”.
-Alessandra,
ella es Danka y ella… titubeó Raimondo y después dijo...no ella es Ingerbord
y...
La gringa que se
llamaba Heidi lo calló amablemente, para evitar otro caos onomástico. Cada una
de ellas se presentó, con besito incluido.
-Vengan chicas,
les voy a presentar a unos compañeros de colegio, les van a encantar.
Alessandra se
alejó con las “germanas” y Raimondo y los otros se quedaron tirando cintura.
-Creo que ya nos
cagaron, dijo Charly.
-Miren ese que
viene allá, dijo Gabrielle.
Estéfano
aparecía con el pie derecho vendado y provisto de dos muletas.
-¡Qué les parece
mi atuendo! ¡Eh! Si se aparecen las mostras
lo que es yo, no puedo bailar, así que libro de la teutona que me toca.
-Todo un
pendejo, dijo Raimondo. ¿Y quién te vendó, tu abuelita?
-No, tengo un
amigo en una farmacia por mi casa, me cobró veinte soles, más una cajetilla de
cigarros. Me salió barato.
-¿Y las
muletas?; preguntó Gabrielle.
-Vienen
incluidas en el pago, pero son prestadas nomas.
Estéfano miraba
de un lado a otro.
-Les di una
dirección equivocada, deben estar dando vueltas por todo Orrantia, me deben una
muchachos, dijo sonriente.
Alessandra
apareció en compañía de las “gringuitas”.
-Así que había
ido a buscarlas, no, dijo mirando a Raimondo muy seria.
Estéfano miró a
Alessandra, luego a los chicos, luego a las mostras
y luego...
-Son ellas,
susurró al oído de Raimondo.
Éste asintió con
un leve movimiento de cabeza.
-Bien, nosotras nos vamos a divertir de lo
lindo, así que, ci vediamo, masticabrodos.
Raimondo la
detuvo.
-Alessandra,
dijo, todavía está esa silla de ruedas que usaba el bisabuelo Canaletto.
Alessandra miró
con sorna a Estéfano, le dio una leve patada en el pie lisiado y dijo:
-Está en el
patio que da a la cancha de bochas, ahí va a estar más cómodo que saltando con
esas muletas como un canguro.
Ya solos, los
chicos tomaron a Estéfano de los dos brazos y casi a rastras se lo llevaron por
uno de los caminitos que iba a la parte trasera se la casa.
-Vamos,
muchachos, no jodan, no sean así, no me hagan esto por favor, suplicaba
Estéfano inútilmente.
-Vamos enfermito
que ya nos terminaste de cagar la noche, decía Gabrielle.
-Pero,
muchachos, como iba yo a saber que las gringas...
No valieron sus
justificaciones. Sentado al lado de la piscina, en silla de ruedas y sin
muletas lo encontraron Lucas y el Doctor. Alesia y Gina estaban con ellos; Gino
Pinasco había amanecido afiebrado y tenía que guardar cama. “Parece que es una
leve gripe” había dicho el médico.
-Vaya, vaya, así
que aquí te han dejado tus compinches, dijo Lucas.
Ya se habían
enterado del artilugio con que quiso evadirse de las gringuitas.
-Aquí tienes un
gran actor, Alesia, su especialidad son los papeles de enfermos,
convalecientes, mutilados de guerra y, luxaciones, dijo el Doctor, golpeando el
vendaje con el puño como quien toca una puerta.
Ahí lo dejaron
como lo habían dejado los otros. Cada vez que los mozos pasaban trataba de
coger algo al vuelo; era tanto el bullicio y tanta la gente que se sentía como
una hormiga perdida en una selva.
Lucas bailaba
con Gina, el Doctor con Alesia y Estéfano seguía suplicando a quien pasara al
lado de él para que lo ayudara a desplazarse a otro lugar, cuando de pronto apareció
Isabella acompañada de Luciana y un muchacho algo mayor. Vio a Lucas, se acercó
a él, y le pidió hablar a solas. Caminaron hasta el estacionamiento interior,
pues, parecía el lugar que estaba más despejado. La reunión se calentaba a cada
momento, había rondas y trencitos que
iban y venían por todos los jardines, los había hasta de treinta muchachos,
chicos intercalados con chicas, atrapados todos en una euforia desbordante.
Antes que
Isabella pudiera decir algo, Lucas extrajo su celular, manipuló unos botones y
le mostró una grabación que había recibido en un disco la noche anterior en su
casa. En ella se veía a Isabella besándose con un muchacho algo mayor que ella;
en otra toma se veía a Luciana en unos arrumacos y besuqueos apasionados con
otro hombre. Parecían estar en una discoteca, donde se apreciaba a pocas
parejas.
La grabación
duraba sólo unos minutos, tiempo suficiente para mostrar lo que parecía ser la
finalidad de la filmación: que Isabella no era tan santita como parecía y que al pobre Lucas lo habían enviado de
paseo hace rato. Hubo un silencio prolongado, Isabella no encontraba palabras
qué decir.
-Bueno, creo que
ahí quedó todo, dijo Isabella.
Sus ojos
vidriosos y sus brazos caídos mostraban la impotencia que sentía al no poder
justificarse. Se hallaba petrificada, como una roca solitaria en un desierto
que mira a su alrededor y no percibe otra cosa que una soledad y un abandono
infinito. Lucas estaba deshecho, nunca imaginó que al estar al lado de ella
sentiría tanto dolor, tanta amargura; se dio cuenta que la quería y que la
había perdido para siempre. Recordó a Orfeo saliendo de los Infiernos y no pudo
evitar que unas lágrimas delataran su estado. Isabella lo abrazo y lo besó en
los labios. Un beso superficial pero lleno de amor, dolor y frustración.
-Perdóname, le
dijo. No sé qué paso, me deje llevar estoy tan confundida como dolida.
Lucas sentía el
cuerpo de Isabella como quien siente un aire calmo en una tarde de verano. El
aroma de sus cabellos lo embriagaron trasladándolo a otros tiempos en que todo
era felicidad y esperanza. Sentía que quería castigarla porque la amaba a pesar
de todo y, que negarlo, sería como aceptar que no la había amado nunca.
-Desde que te
conocí nunca fui la misma y en este momento no sé qué decir. Eras la fuente de
mi vida y siento que ahora todo se ha venido abajo, dijo Isabella totalmente
quebrada.
Lo volvió a
besar y, mirándolo a los ojos, musitó:
-Fue tan bello
todo, amor.
Lucas encendió
un Winston y se sentó cerca de una de las cocheras. Sintió una pesadez que le
iba desde las piernas hasta la cintura. Fumaba como un autómata, toso en su
pensamiento era un torbellino de sentimientos encontrados. Había abrigado la
esperanza de regresar con ella, total, un beso con un extraño que significado
podía tener para lo que podía representar una vida en común en un futuro.
Sentía ganas de llorar y lloró; ganas de maldecir y maldijo, ganas de gritar y
gritó; ganas de ir tras ella, pero desistió.
22
Cuando Lucas
retornó, la fiesta estaba a todo dar. Se lanzaba serpentinas y picapica por
doquier. Se habían repartido gorros, máscaras y antifaces, como en una fiesta
de carnaval.
-Ves, que te
dije, con estas máscaras nadie podrá reconocernos, le dijo Maruja Arbieto a
Malena Dulanto.
Habían burlado
la entrada diciéndole al mayordomo que eran corresponsales escolares y que el
Director del colegio les había encargado elaborar un reportaje sobre la fiesta.
Sus carnés de corresponsales, escaneados por la mañana en una imprenta de la
avenida Arenales, estaban tan bien hechos que no cabía duda de que eran
verdaderos. Un descuido de la secretaria del director fue suficiente para
sellar los documentos.
Más de uno había sido lanzado a la piscina.
-Has visto esa
que sale de la piscina, Malena, se le trasluce el calzón. Esta foto va a estar
buena, dijo Maruja fotografiando con disimulo.
-Cuidado nos
vean, Maru y ahí sí que ya fuimos, dijo Malena.
-No seas
miedosa, en este trabajo las buenas cosas se obtienen con mucho riesgo. Tienes
que tener nervios de acero y muchas agallas. Así dice mi papá cuando habla de
su trabajo con mi mamá.
-¿Y en qué
trabaja?, pregunto Malena.
-Es fotógrafo;
también hace grabaciones. Mira, esta es una de sus cámaras que él llama “mi
engreída”, parece que la usa cuando quiere que la gente no sepa que la graban.
-Diablos,
Maruja, y qué más traes en esa bolsa, dijo Malena entre asombrada y asustada.
No me digas que vas a volver...
Maruja asintió
con la cabeza.
-No te preocupes
nadie nos podrá detectar, tengo un primo que es hacker y le pondrá una clave de seguridad que ni la policía
podría detectar. El murciélago regresa, pero no con ese nombre, estoy pensando
en uno nuevo, ya se me ocurrirá uno bueno, ya verás.
Malena miró a
Maruja y se la imaginó con un traje a rayas y detrás de una reja de hierro.
También se preguntó en qué momento esa niña delgaducha con cara de ángel que
conoció en el primer año de la primaria, se había convertido en ese monstruo de
la indiscreción.
-No crees que
estás yendo muy lejos con esto, dijo Malena con ganas de salir corriendo.
-Estamos,
Malenita, estamos dirás. Somos socias no lo olvides.
Maruja hizo una
pausa porque tras unos arbustos una pareja de muchachos se besaban
apasionadamente.
-Anota,
Malenita. Rodolfo Molina de cuarto año besándose con... ¿Cómo se llama esa
chica de quinto que usa unos brackets verdes medios raros?
-Patricia
Bancarto, contestó Malena con el desgano de quien siente que el rumbo que ha
tomado su vida es inevitable.
Luego de un buen
rato de tomar fotos y grabar, ambas se dirigieron a un salón donde había un
variado bufet.
Mientras comían,
Maruja anotaba en la libretita todas las observaciones. Luego de comerse unos
bocadillos y beberse una soda, dijo:
-No te das
cuenta, Malenita, que todos ellos no son más que unos exhibicionistas que
sienten que la vida no los ha dotado de mérito alguno para sobresalir; y que
por ello renuncian a su privacidad y se muestran en sus más bajas pasiones para
hacerse visibles.
Malena la
escuchaba con la mirada con que el perro escucha a su amo como si entendieran
lo que le dicen. Fue en ese momento en que se convenció que, como en el
flautista de Hamelín, no le quedaba más remedio que seguir la música de aquella
amiga cuya vida tomaba rumbos insospechables.
Cuando Lucas,
Alesia, Gina y el Doctor bailaban, Estéfano ya había logrado encontrar un buen
sitio cerca a la mesa donde una gran variedad de quesos trozados finamente, se
presentaban sumamente apetitosos.
-Así muchacho,
come bastante queso, eso es bueno para las contusiones en el pie, le dijo
Gabrielle que, tomado de la mano de una de las gringas, soplaban unos
bulliciosos silbatos, mientras arrojaban picapica y serpentinas a todos los que
pasaban. A la gringa que le había tocado, ya le habían conseguido pareja, el
zurdo Altuna, uno de los mejores jugadores de quinto año quien, junto a Juan
Carlos Luzurieta, formaban la gran delantera del equipo de quinto.
En otro lado del
salón Charly y Raimondo la pasaban de maravillas con las “gringuitas”.
-En la cocina
hay un jorobado que está recontra zampado, dijo un compañero de Alessandra del
Raimondi.
Charly y
Raimondo se miraron con una sonrisa cómplice.
-Nos excusan un
momento, le dijeron a las gringas, un amigo nos necesita.
Cuando llegaron
a la cocina, Sebas le daba a Paquito agua mineral. Luego lo acomodo en un viejo
sofá que había cerca del patio. Se quedó dormido al instante. Acordaron con el
viejo que terminada la fiesta lo ayudarían a subirlo a la camioneta que Sebas
usaba para transportar mercadería.
-Vaya con
Paquito, era toda una esponjita dijo Raimondo.
Gina, Alesia y
el Doctor lograron que Lucas recobrara el ánimo. Baile tras baile y unas
copitas de vino aguado surtieron efecto inmediato.
Otros que la
pasaban bien eran Paco Cantuarias y Patricio Ferreyros quienes, acompañados de
Sara Sotomayor y Martha Ubillús, bailaban todos los ritmos de moda.
-Esos no sólo
mueven bien la pelota, sino también la cintura, dijo el Doctor.
-Y vean cómo los
miran los del salón, parece que se los quieren comer, comentó Lucas.
Un grupo de
quinto, algo sazonados por las copas de “aguavino”,
observaba a las “traidoras” divirtiéndose con los de tercero y desdeñando
bailar con los de su salón.
-Ya nos
encargaremos de ellos en la cancha, dijo Toño Segura.
-Esperen nomás a
que ese bacancito (Paco Cantuarias) se ponga frente a mí, dijo la voz
amenazadora del loco Falconí.
-O pasa la
pelota o pasa él, pero no los dos, argumentó Tomi Malone.
Las bravatas
aumentaron con las horas de calor e intensidad.
-Los gallos se
ven en la cancha, dijo Patricio Ferreyros ante una alusión de Tomi Malone.
-Gato maullador,
no es buen cazador, replicó Paco Cantuarias.
Hubo conato de
bronca. Malone, Haissler, Falconí y otros de quinto por un lado; y Cantuarias,
Ferreyros, Palmisano, Kiko Ormeño y el zambo Mora por el otro.
-Mira, Malenita,
esto se pone bueno, dijo Maruja Arbieto, mientras echaba mano a su celular.
Malena Dulanto
ya sólo la escuchaba y la seguía como un zombi. Ocultas tras unas ramas de
cucardas observaban un anticipo de lo que sería la final del campeonato de
fulbito.
El conato no
llegó a gresca. Las más enfurecidas fueron las muchachas. Martha Ubillús y Sara
Sotomayor se agarraron a boquillazos con Yerti Plaza y Clarisse Delgado quienes
a voz en cuello les gritaban ¡traidoras! y ¡desleales!
-El amor no
tiene fronteras, dijo el Doctor.
Alesia y Gina
Pinasco se reían al ver a aquellas muchachas peleando por las trivialidades.
La fiesta se
prolongó hasta las tres de la mañana. Paquito salió cargado por Sebas, quien lo
tomaba de los pies, y por Raimondo y Gabrielle quienes los tomaban de los
brazos. Lo colocaron en la camioneta de reparto, entre cajas y bolsas vacías de
arroz.
-Llévate al cojo
también, dijo Charly.
Sebas no decía
nada, sólo refunfuñaba. Estéfano se acomodó al lado de Paquito, maldiciendo las
muletas, la silla de ruedas y su mala suerte.
A las cuatro de
la mañana todo era silencio. En el recuerdo de todos los asistentes quedaría
aquella fiesta que había tenido de todo. En su cuarto, Marujita Arbieto pasaba
a su computadora todos los ampays. No cabía de contenta y había sido una buena
noche. En su habitación, ya con las primeras luces del alba, Malena Dulanto se
sentía más aplastada que una cucaracha.
Para Lucas ya
había pasado la tormenta, la fotografía de Isabella, que durante tanto tiempo
había engalanado su mesa de noche, había terminado atrapada entre las hojas de
uno de sus libros. En su casa, libre ya de las libertades de Luciana, Isabella
repasaba lo que para ella había sido algo maravilloso, su romance con Lucas.
Estaba allí, atrapada entre sus sábanas como tantas noches, pero ahora perdida
en su soledad y su desesperanza.
23
Durante toda la
mañana en el colegio no se comentaba otra cosa que la final del campeonato. El
evento había creado tanto en expectativa que el presidente de la APAFA y el
director habían decidido contratar la cancha de fulbito del Lawn Tennis.
-Las tribunas
tienen una capacidad para mil personas, podríamos cobrar la entrada dijo el
presidente.
El director se
mostró vacilante, no quería que los padres pensaran que se estaban cocinando intereses económicos durante
su gestión.
-Está bien, pero
sólo un precio simbólico, contestó secamente.
Se tuvo que
llamar al orden, pues, las apuestas habían aumentado como moscas.
-Carajo, dijo
Ricardo Gaona, esto parece un garito.
-Hay uno de
primero que ha apostado su bicicleta contra un laptop, dijo el auxiliar Callirgos,
si sigue así la cosa Dios nos va a castigar como Sodoma y Gomorra.
Callirgos no
hacía más que repetir las palabras del padre Tomás, quien en sus clases de
religión había invocado la mesura.
“Un
encuentro deportivo no es una batalla, es un motivo de reconciliación con
nosotros mismos, dijo el padre Tomás”.
Los alumnos del
equipo de quinto y de tercero escuchaban atentos bajo la mirada adusta del
director, del presidente de la APAFA, de algunos profesores, auxiliares y
algunos padres de familia. Se había convocado una ligera misa en la capilla de
la escuela para apaciguar un poco los ánimos caldeados y bajar la intensidad de
las apuestas.
“No
hagamos de este un encuentro deportivo una tormenta como la que Nuestro Señor
detuvo en el lago Tiberíades”.
A una señal del
padre, Pablito Arroyo, de pie junto al atril donde estaba la enorme Biblia,
leyó ceremoniosamente.
“Jesús
subió a la barca, y sus discípulos lo acompañaron. En esto se desató sobre el
lago una tormenta tan fuerte que las olas cubrían la barca. Pero Jesús se había
dormido. Entonces sus discípulos fueron a despertarlo, diciéndole:
-¡Señor,
sálvanos! ¡Nos estamos hundiendo!
Él
contestó:
-¿Por
qué tanto miedo? ¡Qué poca fe tienen ustedes!
Dicho
esto, se levantó y dio una orden al viento y al mar, y todo quedó completamente
tranquilo.
Ellos,
admirados, se preguntaban:
-¿Pues,
quien sea este, que hasta los vientos y el mar lo obedecen?
Desde el
confesionario una pequeña cámara registraba la capilla de palmo a palmo
buscando algún hecho inusual, extraño, llamativo, pecaminoso…
-Hasta ahora
nada y ya llevamos aquí dentro más de una hora, ya ni respirar puedo, por favor
vámonos susurraba, Malena Dulanto.
Maruja Arbieto
seguía enfocando la cámara hacia donde su intuición de cazadora la guiaba.
-Malenita,
Malenita, cuantas veces debo decirte que si no tenemos paciencia nunca
llegaremos lejos en este oficio; recuérdalo siempre, mi amor, la paciencia es
la llave de nuestro éxito.
Cada vez que
Malena escuchaba ese retintín de la primera persona del plural sentía como una
fría cadena atada a su tobillo y, en el otro extremo, su querida amiga
arrastrándola al fondo de un océano de infidencias y de intrigas.
“Es
por eso que no debemos provocar ninguna tormenta, pues, ésta puede arrastrarnos
con ella provocando nuestras desdicha”:
Al lado derecho
de la nave principal estaban ubicados los de quinto año, jugadores y los otros
miembros del salón, algunos simpatizantes de otros grados (primos, hermanos) y
al lado izquierdo los de tercero, con miembros del equipo, del salón, varios
alumnos de primero y segundo y, detrás de Paco Cantuarias y Patricio Ferreyros,
Sara Sotomayor y Martha Ubillús.
-Así debe haber
sido en las Cruzadas, susurró el Doctor en la oreja de Lucas. Primero la
bendición del Todopoderoso y después sangre, sangre, sangre.
Lucas se sonrió.
A dos pasos de él estaba Isabella. El padre dio por terminada la misa. Todo el
alumnado salió en orden y disciplinadamente. Los alumnos de tercero y quinto
habían sido advertidos que cualquier indisciplina podría poner en peligro la
realización del encuentro. El día miércoles la tensión por el partido había
crecido enormemente, al punto que algunos padres ya había hecho del encuentro
un ganagol y un raspa y gana.
-Voy cien soles
a que quinto anota el primer gol, dijo uno.
-Apuesto
quinientos soles que tercero gana cuatro a dos dijo otro.
-Doscientos a
que el primer tiempo termita en empate, dijo.
Y así las
apuestas iban pasando de mano en mano, de boca en boca, de zutano a fulano y de
fulano a perencejo. El día jueves ya se habían agotado las mil localidades; el
administrador del club y el tesorero vieron conveniente aprovechar la situación
y vendieron trescientas entradas por fuera, sin que el colegio lo supiera.
-El mundo es de
los pendejos, hermano; le dijo el administrador al tesorero mientras le daba su
tajada.
El viernes ambos
equipos fueron fotografiados en el colegio como si fueran estrellas de la
Champion Leage. Algunos alumnos de primaria y otros de primero y segundo de
secundaria buscaban fotografiarse con las “estrellas”.
-Carajo, hasta
autógrafos están dando, dijo Estéfano ya recuperado de su “lesión”.
Tomi Malone
sufrió una indigestión y estuvo todo el sábado en la mañana con cagadera. Por
la tarde, con un poco de suero, ya estaba recuperado. Un padre de familia de
quinto año sugirió que los chicos debían concentrarse en un hotel de Miraflores
y que con los fondos la asociación se pagara la cuenta. El presidente de la
APAFA se encargó de mandarlo a la mierda. Así estaban las cosas hasta el sábado
por la noche. Ese día todos los jugadores recibieron la indicación del profesor
León de que se acostaran temprano y así lo hicieron. Sólo una luz permaneció,
hasta altas horas de la noche, encendida: Marujita Arbieto preparaba sus pertrechos de guerra.
Estaba tras un
ampay que sería su consagración definitiva, el campanazo que estaba buscando
desde que descubrió el mundo de las grabaciones indiscretas. Tenía un datazo y
lo iba a seguir con detalle.
“Se van a
encontrar en el Lawn Tennis” le habían dicho y ella aún no podía creerlo, ese
iba a ser el ampay del año y ella daría la primicia. Relanzaría el Murciélago y se haría famosa, muy
famosa. En los laureles de una fama por venir la atrapó el sueño.
A pocas cuadras,
Malena Dulanto, echada en su cama y en la penumbra, daba vuelta a su rosario,
invocando a Dios, a Jesús, a su Santa Madre y a todos los santos, para que
hicieran el milagro de detener a esa muchachita metijona y fisgona que, de
seguro, iba camino del infierno.
24
El domingo por
la mañana ambos equipos se encontraron en el colegio; el profesor León daría
las ultimas indicaciones. Era un hombre bajito y algo gordo, escaso pelo rubio,
ojos caramelo y mofletes colorados. Toda una autoridad en el colegio. Siempre
había arbitrado los partidos del campeonato, eliminatorios, semifinales y
finales, pero por esta vez, había invitado a un amigo de la Asociación de
Árbitros para que dirigiera el encuentro.
-Esa papa está
muy caliente y prefiero que otro la tome, había dicho al director.
Todos estuvieron
de acuerdo. También por esta vez se había modificado el tiempo de juego, ya no
serían los tradicionales treinta-treinta, sino que cada tiempo seria de treinta
y cinco minutos. Tiempo extra de quince-quince en caso de empate y por último
los penales, cinco por lado. Ambos equipos podían hacer los cambios que
quisieran, no se permitirían el juego fuerte ni las agresiones verbales.
Los de tercero
lucían las chompas obsequiadas por Sebas, franjas verticales negras y oro, como
las del Peñarol del Uruguay, equipo a quien Sebas seguía cada vez que el
glorioso equipo uruguayo intervenía en alguna justa internacional; pantalón
negro y medias del mismo color con ribetes dorados. Quinto luciría sus
tradicionales chompas naranjas, como la Naranja
Mecánica del mundial de Alemania; pantalón blanco y medias también del
color de la camiseta.
Los padrinos
darían el tradicional play de honor:
Sebas por
tercero y la mamá de Rosario Zumarán por quinto.
A las once,
ambos equipos abordaron dos custer y
partieron hacia el Lawn Tennis.
Sebas manejaba
su camioneta e iba escoltando a los de tercero. Paquito iba atrás llevando las
gaseosas y los útiles deportivos. A última hora, Raimondo, Gabrielle, Charly y
Estéfano se colocaron para que los llevaran.
Sebas sólo refunfuñó como hacia siempre.
-Vamos a alentar
a tu equipo, Sebitas, dijo Estéfano zalamero.
De inmediato,
Paquito sacó unos gorros como visera, unos cornetines y unos pompones
aurinegros y los repartió entre todos.
-¿Y esto?,
preguntó Gabrielle.
Paquito tomó dos
pompones y los agitó eufórico mientras soplaba un cornetín.
Estéfano
replicó:
-Vamos a parecer
unos rosquetes, ni te lo pienses.
Sebas detuvo la camioneta en una esquina y
Paquito les señaló la puerta.
-Está bien, está
bien, dijo Gabrielle, haremos barra con gorrito y pompón.
Estéfano le sobó
la jorobita y Paquito sonrió. Sebas reanudó la marcha.
En el Lawn
Tennis una multitud hacía cola para entrar. Había dos grupos de chicas vestidas
de barristas a la usanza estadounidense: blusa apretada, minifalda con vuelo, medias
altas, zapatillas de tenis, pompones y canticos ruidosos de ovación. En el
grupo de las de tercero estaban, como era de esperar, Sara Sotomayor y Martha
Ubillús.
-El amor es una
especie de guerra, dijo el Doctor a Lucas.
-Eso ya se ve,
ni qué decirlo, dijo Lucas.
Por quinto
estaban Clarisse Delgado, Yerti Plaza, Gina Torrinchi, Patricia Zegarra,
Maricruz Piccardo y Mariloli Navarro.
El partido
estaba pactado para las doce del día, había un sol no muy severo y las tribunas
estaban abarrotadas de alumnos, padres de familia y una gran cantidad de
muchachos y muchachas de otros colegios. El director había hecho colocar una
enorme banderola con el escudo del colegio. Sobre él, el padre Tomás había
colocado una frase en latín tomada de San Pablo “Bonum autem facientis, non deficiamus” (no nos cansemos, pues, de
hacer el bien).
-Esa es una
propaganda para el colegio, dijo el Presidente de la APAFA.
El director no
cabía de contento, se avecinaban las elecciones y se consideraba seguro para
otro periodo más. Las tribunas se habían dividido, gracias a las chicas
barristas, en dos grupos: los de tercero por un lado y los de quinto por otro.
Maruja Arbieto y Malena Dulanto estaban camufladas entre los de quinto, pues,
ahí, estaban las “víctimas” del gran ampay.
-Maru, tengo
miedo, no puedo creer que lo que me has contado sea verdad, dijo Malena.
-Cállate, tonta,
te van a oír y vas a echar todo a perder, dijo Maruja preparando la camarita,
“la engreída”, la más discreta.
Los equipos
salieron a la cancha entre serpentinas, picapica, cornetines y ovaciones a todo
pulmón.
Se cantó el
Himno Nacional, el Himno del Colegio, se dio el play de honor y todo quedó listo.
-Parecen el coro
de las tragedias griegas, dijo Alesia mirando a las eufóricas barristas.
Gina Pinasco, su
hermano, Lucas y el Doctor se habían colocado en la tribuna de quinto año.
-¿Quién quieres
que gane?, le preguntó Alesia al Doctor.
-Si mis deseos
se hicieran realidad con solo decirlos los desearía, pero como no es así, que
gane el que juegue mejor, dijo sonriente.
-Ya ves porque
le dicen el Doctor, dijo Lucas.
Alesia sonrió
con la ternura y gracia propia de su belleza.
Los equipos
tomaron sus posiciones en la cancha y todo quedó listo para el pitazo inicial.
En el arco de
tercero Kiko Ormeño, en la defensa el zambo Mora y Anatolio Quispe, como
volante Favio Palmisano y arriba, a la izquierda, Paco Cantuarias, a la derecha
Patricio Ferreyros. Por el lado de quinto Tito Magallanes en el arco, Toño
Segura y Tomi Malone en la defensa, como volante el loco Falconí y arriba la dupla de oro de la promoción: Juan
Carlos Luzurieta y el zurdo Altuna.
Sonó el silbato
y comenzó la euforia. Los primeros cinco minutos fueron toques precisos y
seguros por ambos bandos, “se están
estudiando”, dijo el profesor León al profesor Delgado. La fiesta empezó
cuando el zurdo Altuna se corrió por la izquierda y le hizo una huachita a
Favio Palmisano:
-Huiche, huiche,
huiche, gritaban las chicas de quinto.
Favio se sintió
humillado y a los pocos minutos le dio levantón al zurdo Altuna quien se
estrelló en el piso como una torreja. Pifias a todo dar y tarjeta amarilla.
Paquito saltaba enardecido.
Entre la
multitud se escuchó un “Charita la
cucharita”. Charito Zumarán se hundió en su asiento como un globo que se
desinfla. Era el Toyo Villanueva y sus coyotes
haciendo de las suyas. Altuna recibió un poco de árnica en el muslo derecho y
el juego se reanudó. Luzurieta recibió el pase de Altuna, se la tocó en primera
a Falconí, el loco corrió en diagonal y cuando vio que Altuna pasaba entre Mora
y Quispe metió la bola al área como una estocada y el zurdo no hizo más que
acariciarla y bola adentro. Uno por cero. Euforia total en la tribuna naranja.
-Esto se va a
poner picante, dijo el director.
El presidente de
la APAFA asintió.
Paquito jugaba
su partido aparte corriendo de un lado a otro, arengando en su lenguaje
ininteligible.
Saco tercero.
Cantuarias la toco hacia atrás. Palmisano, más tranquilo, la puso más atrás,
para el cholo Quispe. Altuna y Falconí salieron a apretar. Toque en horizontal
para el zambo Mora que, al verse libre de marca avanzó hasta la media cancha.
Patricio Ferreyros vio libre el lado derecho y corrió como una saeta, para él
fue el pase. Se detuvo ante Malone que ya salía a hacerle el corte. Lo esperó,
lo dribleó a la derecha y a la izquierda y enrumbó hacia el arco, disparo
furibundo.
Tito Magallanes
se lució sacando al córner.
Gritos en la
tribuna. “Tito, Tito, Tito”. Magallanes levantó la mano saludando. Toque corto
en la esquina entre Patricio y Cantuarias.
Palmisano,
aprovechando que todos se concentraban en ellos, entró como una tromba en el
área, sombrero de Cantuarias a Malone y cabezazo certero de Favio y a cobrar.
Gritos en la tribuna aurinegra. Favio miró a Altuna con gesto adusto. “A cuenta
de tu huachita”, le dijo. Los siguientes diez minutos fueron para la tribuna:
quimbas, huachitas, bicicletas, relojes, dribling endemoniados, toques en pared,
toda la sal que se necesita para un partido. A la media hora ya el partido
quemaba como parrilla de choncholinera. Saque de Magallanes, pechito de Altuna
y sombrero a Palmisano. Gritos en las tribunas, duelo aparte. Favio estaba
picón, Altuna hacia su juego, lo provocaba, lo llamaba con esa zurda
endemoniada, a lo Sívori.
Buscaba que le
dieran la segunda amarilla. Sebas miraba, callado, con esa impasibilidad del
hombre andino. Le dijo a Paquito que hiciera el cambio. Walther Capristán por
Favio.
Capristán era de
Surquillo, de cuerpo endeble pero sabía hacer diabluras con la redonda. Favio
salió malhumorado. Toque de Luzurieta a Toño Segura que se había adelantado
hasta la media cancha. Marca Cantuarias y toque a Altuna, el zurdo corre, deja
atrás a Capristán, sale Freddy Mora y falta. Tiro libre. Luzurieta y el zurdo
conversan. Kiko Ormeño observa. Algo se traen entre manos. Mora y Quispe hacen
barrera. Altuna mira, mide, da la espalda y Malone asiente con complicidad.
Silbato, corre Luzurieta, salta sobre la pelota, la barrera se mueve, Kiko
Ormeño, titubea, un paso hacia la derecha.
Muy tarde,
Malone viene de atrás, Ferreyros lo ve pasar, Quispe alcanza a verle el número
en la espalda, el pase de Altuna es preciso, milimétrico, “ingeniería líquida”
como decía el profesor Delgado. Taponazo. Kiko ni la ve. Gritos y más gritos;
pompones y cornetines a todo dar. Paquito maldice, tira su gorra al piso. Los
de quinto se abrazan. Malone pasa al lado de Cantuarias, retador. “Ahí está tu
sombrerito”. Paco Cantuarias muerde su rabia, Ferreyros lamenta su descuido, se
siente culpable de haber dejado pasar a Malone.
Silbato, fin del
primer tiempo, al camarín todos.
Quince minutos
para las gaseosas y las butifarras que la morena Milagros Brito ha preparado
para la ocasión. Son las mismas de la cafetería del colegio, pero con más
picante.
-Más ají, más
gaseosa, dice la morena con picardía.
Todos comentan
el primer tiempo, los padres no hacen más que hablar de sus hijos, el director
y el presidente de la APAFA celebran, gane quien gane, al final gana el colegio
con ese espectáculo pocas veces visto. Ahí hay chicos del Pestalozzi, del
Markand, del Newton, del Raimondi; chicas de la Reparación, del American de
Miraflores, del Villa María, las gringuitas del Santa Úrsula también han venido
y todos gozan a rabiar.
Ellos llevarán a
sus colegios la mejor propaganda que un colegio puede tener. Gran organización,
disciplina, estudio, todo está ahí.
Solo a Marujita
Arbieto le importaba un pepino el partido, ella está con la “engreída” lista para el momento preciso.
Malena Dulanto ya ha llevado sus nervios al extremo, sabe que contra ese
tsunami de indiscreción y maledicencia no hay nada con que oponerse.
Charito Zumarán
se pasea con Pablito Arroyo comiendo manzanas acarameladas. No podía usar su
cucharita, pero eso no le impide llevarla en el bolsillo, es parte de ella, su
inseparable cucharita con su Mickey Mouse de quien nadie separará, ni siquiera
esos coyotes gamberros que la
persiguen para molestarla. Ven a un hombre que vende algodón azucarado, corren
hacia él para comprar, y ¡zas!, ahí están los coyotes con el Toyo Villanueva a la cabeza, sonriendo con esa
sonrisa estúpida. Pero ahí nomás aparece Pepito de La Romaña.
-Deme un
algodón, pide el ángel salvador de
Charito Zumarán.
Los coyotes se hacen humo, se evaporan como
un pedo asustado. Una humillación no se olvida así nomás, y eso lo sabe bien el
Toyo y sus coyotes. Ya no volverán a
molestarla, ahí está ese muchacho tranquilo de temple acerado.
Charito y
Pablito respiran tranquilos.
Llaman al
segundo tiempo, cuando los de tercero están siendo las porristas se les acercan
y los alientan. Sara Sotomayor no puede contener su corazón y besa a Paco
Cantuarias en la mejilla. La chica Ubillús no se queda atrás y hace lo mismo
con Patricio Ferreyros.
El doctor
observa y, mirando a Alesia, le dice:
-Tormentas del
corazón.
Alesia se rasca
el mentón y responde:
-Bonito nombre
para una obra de teatro.
-No, dice el
Doctor, quedaría mejor en una novela. Se la voy a sugerir al profesor de literatura
a ver si se anima a escribirla.
-¿Guillermo
Delgado?, pregunta Alesia.
-SÍ, dice el
Doctor.
-¿Cuándo me los
presentas? Me gustaría conocerlo.
-Terminando el
partido, por ahí lo he visto, te va encantar, es in tipo interesante.
Suena el
silbato. En el equipo de quinto Tomi Malone ha sido reemplazado por el gringo
Haissler. Otra vez el estómago de Tomi lo traiciona y lo deja fuera de juego.
Tercero ataca desde el saque, pierden dos a uno y el tiempo corre, el tiempo no
se detiene. Luzurieta roba el balón en el medio campo, Patricio Ferreyros se
durmió y lo madrugaron. Altuna corre de un lado a otro, se desmarca, el zambo
Mora está encima, del zurdo driblea, su zurda dibuja con la pelota los trazos
que quiere, pero Mora no lo suelta, es una estampilla, Altuna se incomoda y
Capristán le quita la pelota.
Es flaquito,
medio moreno, medio indio; sus piernas son dos juncos, pero es hábil, rápido.
Su madre, lavandera de casa en casa, lo observa, orgullosa, “si su padre lo
viera” piensa. Pero el padre hace muchos años que ya no está. Se fue con otra y
la dejó con ese hijo pelotero.
Capristán corre
hacia la izquierda y Luzurieta queda mal parado. Falconí se le planta, frente a
frente los dos. Capristán ni lo mira hace un amague y corre a la derecha,
frena, el loco pasa pateando el aire; Ferreyros pide la bola, pero el chiquillo
sabe que en ese momento no lo para nadie. Driblea, gira, para en seco, amaga,
vuelve a driblear, Toño Segura enloquece el gringo Haissler ve la pelota que va
de una pierna a otra, grito de Cantuarias, “adentro”
y Capristán la mete en el punto de penal y Paco fusila a Magallanes. “Dos a
dos, carajo grita el zambo Mora. Nadie escucha ese carajo, la grita es
ensordecedora.
¡Qué diablo es
ese chiquillo!, dice el profesor León. Sebas sonríe. Paquito salta de un lado a
otro, sopla el cornetín, tira picapica, su grito es silencioso, nadie lo
escucha, sólo él y su emoción. Sebas lo mira y vuelve a sonreír. Saca quinto.
Luzurieta a Altuna, Altuna a Haissler, Haissler a Luzurieta.
El gol los ha
atontado. Tercero presiona. Capristán vuelve a robar la pelota y la lleva unos
metros pegada a los pies, como el imán que jala el hierro así va jalando a los
rivales, hacia la esquina del córner.
Ahí la aguanta, la pisa, la acaricia, Segura pierde la paciencia y lanza
el guadañazo. Su pierna roza la pantorrilla de Capristán que salta a tiempo.
Segura queda en el suelo. El flaquito de Surquillo ve a Freddy Mora que le hace
señas, “a la cabeza, flaquito lindo” parece decirle, Capristán pica el balón y
lo eleva. Allá va, como un globo que comienza a descender lentamente. Las
tribunas enmudecen por dos, tres, cuatro, cinco segundos que parecen eternos.
Frentazo del zambo Mora, a lo Valeriano López diría su abuelo. Bola al centro,
tres a dos y las tribunas gritan. Paquito está ebrio, pero de alegría. No
importa su joroba, no importa su mudez, hay otras formas de encontrarle sentido
a la vida y esa alegría que siente ahora es una de ellas. El tiempo corre,
porque el tiempo no se detiene. Van veintiocho del segundo tiempo, faltan siete
y tercero había destronado a los campeones. Se pelea cada balón con fuerza, con
coraje, con las uñas, con garra, con huevos. Treinta minutos, y el reloj avanza
para treinta y uno.
-Malenita mira,
era cierto, dice Maruja Arbieto apuntando su cámara hacia el objetivo que le
dará la gloria.
-Si no lo
estuviera viendo no lo creería, dice Malena Dulanto casi atontada.
Maruja apunta su
cámara, el dedo en el disparador espera tembloroso. Luzurieta fuerza una pelota
y Cantuarias queda en el suelo, el zurdo Altuna corre, la pide, la recibe con
esa zurda de oro que vale un Perú, Marujita encuentra el ángulo preciso para
disparar, pero el disparo del zurdo Altuna se le adelanta y gol y con ese gol
la tribuna de quinto explota y con esa explosión Marujita sale disparada hacia
adelante. Nadie se percata de su vuelo rasante que la mando hasta el filo de la
cancha. Malena la busca, ella tampoco la ha visto en su vuelo mágico.
Desesperada, Maruja Arbieto busca a su engreída.
La ve, a dos metros de ella, hecha añicos por el impacto en el cemento.
Adiós ampay. Adiós fama. Ahora sí que el Murciélago ha dado su último vuelo.
Quedan tres
minutos, el árbitro lo indica a la manera alemana: pulgar, índice y medio
apuntando al cielo. No hay tiempo que perder, se lucha el balón, quinto apuesta
al sobretiempo. Capristán hace diabluras, el zurdo Altuna también invoca al
diablo con esa pierna mágica. Ataca quinto, falta un minuto.
Luzurieta corre,
pase al zurdo, el zurdo devuelve, chorreadita, el zambo Mora pisa fuerte y la bola
disparada por Luzurieta pifia y queda en el punto de penal.
Anatolio Quispe
la toma y ve que entre él y el arco contrario hay un callejón solitario que
nadie marca, un callejón como el de Huaylas, el de su Ancash natal y entonces
corre, con la pelota unos centímetros delante de él. Nadie esperaba esa
reacción. Treinta segundos para el final. El árbitro mira su reloj y se lleva
el silbato a la boca cuando Anatolio pasa junto a él. Sebas observa, aprieta los puños, ahí está
Anatolio Quispe, de Ranrairca, Toño Segura quiere cerrarlo, pero la fuerza que
lleva Anatolio es como la de un aluvión, sí como la que arrasó Yungay en una
tarde trágica de un día trágico.
Sebas abraza a
Paquito, Paquito se aferra a Sebas, nadie grita, nadie habla. Tito Magallanes
mira a Haissler que corre hacia Anatolio, demasiado tarde. El puntillazo es
letal. Gol de tercero, gol de Anatolio Quispe. La tribuna estalla. Anatolio
grita su gol, que lo escuchen los andes del Perú, piensa, que lo escuche su
madre allá lejos, entre las labores del huso y del campo. Anatolio llora, Paco
Cantuarias llora, y Ferreyros y el zambo Mora y también Luzurieta el zurdo
Altuna. Paquito se abraza a Sebas y llora. Los chicos de tercero jalan al viejo
Sebas al centro del campo y vitorean su nombre y entonces el viejo Sebas
también llora.
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