martes, 10 de enero de 2012

CATALINA EN LA HOGUERA



¿Quién es ésta que sube del desierto
     como columna de humo,
     sahumada de mirra y de incienso
     y de todo polvo aromático?

“Cantar de los Cantares”
                                     (3,6)



O I see now that life cannot exhibit all tome, as the day cannot,
I see that I am to wait for what will be exhibited by death.

“LEAVES OF GRASS”

                                                 Walt Whittman




Para Guillermo Villanueva Zegarra y

Luz Valdivia Fernández Maldonado, con
mi amor infinito y filial.





PRIMERA PARTE

LA REVELACION


“Y para que la grandeza de las
 revelaciones no me exaltase
 desmedidamente, me fue dado
 un aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abogetee, para que no me enaltezca sobremanera”
San Pablo
(Epístola a los Corintios II 12, 7)




Vivía en Siena un tintorero llamado Jacobo Benincasa cuya mujer, Lapa, llevaba con mano firme la dirección de la casa.
De vientre fecundo, la vida de Lapa había transcurrido entre embarazos y partos, habiendo perdido casi la mitad de sus hijos cuando todavía eran muy pequeños. En su último embarazo…


-         Si es mujer le pondremos Catalina, dijo Jacobo a su mujer.


-         Si es mujer le pondremos Juana, contestó Lapa, firmemente.


Curiosamente no hubo discusión por el nombre: nacieron dos mellizas. Ya entrada en años, Lapa no pudo dar de lactar a las dos, por lo cual Juana fue confiada a una nodriza. La Pequeña Juana moriría a corta edad, mientras Catalina se convertiría en la niña mimada de la casa. Su infancia transcurrió como  la de cualquier niña del barrio de Fontebranda, pero al cumplir los seis año, la pequeña Catalina viviría una experiencia que cambiaría su vida para siempre. Si bien desde pequeña había demostrado un gran amor a Dios y a su Ángel de la Guarda y una notoria tendencia a la vida contemplativa, no fue hasta el día en que tuvo su primera visión que Catalina se sintió llamada a servir a Dios, para lo cual dedicaría su vida entera a instruirse en los caminos que habían seguido los santos, especialmente el de Santo Domingo.


-         ¿Y cómo fue esa visión?, le preguntó su hermana, Buenaventura.


-         Regresaba de tu casa y al mirar hacia el valle, vi sobre la iglesia de Santo Domingo un espectáculo fascinante, algo que jamás hubiera podido soñar. Vi al Salvador sentado en un trono, vestido de ornamentos de colores fulgurantes y coronada su cabeza con una diadema pontificia. Rodeándolo estaban unos bellos querubines provistos de laúdes y sistros. Con él estaban San Pedro, San Juan Evangelista, San Pablo y dos apóstoles más a quienes no pude identificar. Me quedé estática en aquel lugar, con los ojos de mi cuerpo y de mi alma fijos en Nuestro Señor.



Buenaventura asintió en silencio, pasó su mano suavemente por los cabellos aliñados de Catalina y se marchó a continuar con los quehaceres de la casa, ignorante de la corriente de amor divino que había invadido el alma de su pequeña hermana, llenando todo su ser y transformándola para siempre. Su anhelo de soledad hacía que Catalina se separara de los otros niños a la primera oportunidad que encontraba. Escondida en los lugares más oscuros de la casa, la pequeña rezaba sus Padrenuestros y Avemarías tantas veces como creía conveniente. Se volvió más callada y comía cada día menos, por lo cual su salud se vio amenazada. A través del sueño le llegó como una inspiración del cielo: Dios no la quería para una vida ascética. Él no quería que ella castigase su tierno cuerpo con privaciones que no convenían a su edad. Cuando despertó se sintió intranquila, era el mundo celestial el que le permitía una comunicación con Dios, pero presentía que no podía entrar de una manera espiritual en ese mundo, sin ver u oír nada de sus sentidos exteriores. De lo que no le cabía ninguna duda ere de que deseaba servir a Dios por sobre todo y ser una de las personas que trabajaban por la salvación de las almas. Su salud mejoró, a pesar de comer sólo pan de centeno, algunas frutas secas y verduras.

Los trozos de carne que le servían en el yantar del mediodía, los pasaba disimuladamente a los gatos de la casa que maullaban por debajo de la mesa pidiendo comida.


Los felinos recibían complacidos las raciones que la beata les daba.


-         ¡Que gordos se están poniendo estos animales! Decía Esteban, uno de los hermanos de Catalina.


-         Deben ser los ratones que se comen, por eso en los altos ya no se los escuchan por la noche, dijo Jacobo.


Una tarde en que su madre la envió a ofrendar unas velas a la iglesia en honor de san Antonio, Catalina cumplió el recado pero se quedo a escuchar la misa hasta que terminó. Allí se mantuvo un tiempo más, pegada a una columna de mármol y frente a la imagen del Salvador.

“Sé que no quieres más de lo que es bueno para mi alma. Pero te aseguro que la mía será fuerte para soportar las cargas, murmuraciones, desprecios, injusticias, ofensas, derrotas y vejaciones. Soportara todo con paciencia porque solamente busca la gloria de Dios en la salvación de las almas”.


Cuando llegó a su casa, Lapa la lleno de recriminaciones por la demora. La muchacha le contó que había estado en la iglesia escuchando la misa. Lapa descubrió que algo en el interior de su hija estaba en evolución. Ella al igual que su marido y sus hijos abrigaban la esperanza de que la muchacha, ya una adolescente de dieciocho años, encontrara un marido de quien pudiera sacar el mayor partido posible. Era joven, llena de vida, esbelta, de cutis rosáceo y claro, y bellos ojos azabache. La muchacha ahuyentaba a todo aquel que se acercaba a ella con intenciones amorosas. La madre lo notó desde un principio, por lo que recurrió a Buenaventura para que convenciera a Catalina para que se mostrase más obediente con sus padres.


-         A ti te hará caso, hija, Catalina siempre te ha tenido como ejemplo de virtud y caridad, dijo Lapa.


Los intentos de buenaventura fueron vanos. Hasta días antes de su muerte por una complicación al parir, la hija mayor de Lapa trató de encaminar a Catalina por los senderos requeridos por su madre, pero de nada sirvió Catalina estaba convencida que la muerte de su hermana era un castigo divino por haber pretendido ésta apartarla del servicio del Señor; una revelación posterior la sacó de su error. Cuando sus padres descubrieron la firme resolución de la hija de consagrarse como esclava del Creador, se lanzaron sobre ella con furia. Desesperado, Jacobo busco la ayuda de un sacerdote dominico, amigo de la familia, fray Tomaso della Fonte.


-         Tú eres nuestra última esperanza, Tomaso, dijo Jacobo, para que le arranques a esa muchacha esas ideas locas que tiene.


Tomaso della Fonte lo miró con severidad.


-         ¿Y desde cuándo consagrarse a Dios es considerado una locura?, interrogó della Fonte.


Jacobo Benincasa permaneció en silencio. Antes de marcharse, dijo al sacerdote.


-         Tienes razón, Tomaso, de qué valen leyes sabias y justas que vengan del cielo si no hay siervos de Dios fuertes y estables para velar por su cumplimiento.


Luego de escuchar a Catalina, Tomaso tomó sus manos y le dijo:


-         Sé fuerte como una roca frente a tu familia. Mantén tu decisión si crees que eso es lo que quiere tu corazón a cuyas puertas ha llamado el Señor y que Dios te bendiga Catalina en el duro camino que te espera. Que el Todopoderoso te de fuerzas ante los ayunos y penitencias más severas y ante el escarnio y las afrentas de los enemigos que irán encontrando en tu camino de fe y redención.

Catalina tomó esas palabras como venidas del cielo. Por fin encontraba alguien en quien apoyarse, un cayado para sostenerse en aquellos momentos en que su fe era atacada por el demonio u el desaliento.


-         Y si crees, hija mía, prosiguió Tomaso della Fonte, que en tus largos cabellos radica la fuerza de tu atractivo que atrae a los hombres como flor hacia la abeja, córtalos sin contemplación alguna y verás como recobrar la paz que tanto anhelas.


Llegando a su casa, Catalina tomó unas tijeras y frente al espejo vio caer sus guedejas: había cortado de raíz sus hermosas trenzas de color rubio oscuro; luego, sobre la cabeza rapada, colocó un velo negro. Cuando sus padres y hermanos la vieron quedaron extrañados, pues, no era costumbre que una muchacha soltera cubriese así su cabeza. Al ser interrogada por Lapa por aquel extraño atuendo, la joven no se atrevió a decir la verdad y, como no quería mentir, prefirió mantenerse callada. Fue entonces que Lapa arrancó el velo de Catalina quedando petrificada; sollozó de pena y rabia como si le hubiesen desgarrado el corazón. Ante los reproches de la madre, Catalina sólo atinó a cubrirse la cabeza nuevamente. Los reproches de los padres y hermanos fueron unánimes:


-         Jamás escaparás a nuestra autoridad, gritó Jacobo fuera de sí, el cabello te volviera a crecer y te casarás porque esa es mi voluntad. No tendrás paz ni tranquilidad hasta que te convenzas y hagas lo que se te dice.


Para empeorar las cosas, le vino a Catalina un pretendiente que para los familiares de la muchacha encajaba a la medida de sus aspiraciones; mejor partido no se podía esperar; nunca se supo qué el muchacho desistió en sus intenciones. A pesar de la negativa de sus padres Catalina siguió trabajando en el campo, cargando sacos de granos con la fortaleza de cualquier varón de los tantos que laboraban en las tierras de cultivo. Cierto día un hombre llamado Renzo Pacciardi surgió una herida profunda en él pié derecho. En un descuido, el infeliz no pudo impedir que la cegadora lo dejara inutilizado, y con él, tres bocas que mantener quedaban en el desamparo.


-         ¿Cómo mantendré a mi familia ahora que he quedado lisiado?, dijo el pobre infeliz, mientras era llevado a su casa después que el médico del lugar lo atendiera.

Las angustias de los Pacciardi no pudieron ser satisfechas por la caridad de los vecinos.


-         Dar de comer a dos niños y a una mujer no es tarea fácil, dijo el hombre al sacerdote que le llevaba el monto de lo recaudado.


Hombre de poca fe, Pacciardi, en su desesperación, invocó a Dios para que lo socorriera. Una noche mientras dormía, Catalina llegó hasta la casa del desvalido y, sin mediar obstáculo alguno, abrió la puerta de la casa y llegó hasta el lecho del enfermo.


-         Renzo, llamó con suave voz, el Señor ha escuchado tus ruegos y me ha enviado a socorrerte.


A continuación, la muchacha introdujo sus manos bajo la cobija que cubría la pierna mutilada y dijo:


Bendito sea el Salvador
Que adiestra mis manos
Para la batalla y mis
Dedos para la guerra.
Tú formaste las entrañas
De este hombre y lo hiciste
En el vientre de su madre.
Devuélvelo a la tierra a
Donde un día reposarán sus huesos.
¡Bendito seas por siempre,
Señor mío.


Mientras Catalina decía todo esto, parecía haber entrado en éxtasis. Quienes contaron lo que había acontecido en la habitación de Renzo, dijeron que mientras Catalina clamaba a su Salvador su cuerpo se había elevado unos centímetros del suelo. Cuando Renzo Pacciardo regresó al campo como si nunca hubiera sufrido accidente alguno, fue interrogado por amigos y curiosos. Dijo no recordar nada de lo que había sucedido.

-         Sólo le pedí a Dios que me ayudara y que no dejara en el desamparo mi familia, contestaba a todos.


Su mujer sabía perfectamente que Renzo estaba consciente cuando Catalina llegó hasta él, ¿Pero qué importancia podía tener eso, pensó, ante el hecho de que Dios había escuchado las súplicas de su marido? La fama de Catalina comenzó a trascender los linderos del pueblo de fontebranda provocando el acercamiento de los pobres y los enfermos, así como el rechazo de algunos disipados sacerdotes y obispos que comenzaron a ver en su santidad siendo mas de una mujer lunática y farsante. Las presiones en casa de Catalina por parte de sus padres no se dejó esperar. Se le privó de un aposento para ella solo para que no pudiera orar ni meditar como acostumbraba hacerlo durante largas horas. Ella prefirió compartir su habitación con su hermano Esteban. Como ya no iba al campo y el muchacho debía ir a trabajar a la tintorería, Catalina disponía del cuarto para ella sola y sus oraciones. No faltó el día, en que disfrazada con las típicas vestiduras de los campesinos de la Toscana, Catalina, reemplazara a Esteban en las duras jornadas rurales; no quería perder contacto con la tierra bendecida por el Todopoderoso y de paso aliviaba un poco el trabajo del hermano. De noche, Esteban dormía como una roca y ella quedaba libre para su encuentro celestial. A pesar de todas las contrariedades sufridas, Catalina no cejaba en su intento de lograr ingresar a la Orden Tercera de Santo Domingo y convertirse en una de las hermanas de la capa;
que era como se les conocía a las Hermanas de la Penitencia de esa orden. Jacobo y Lapa Benincasa siguieron batallando contra la férrea voluntad de aquella obstinada hija, pero todo fue inútil. Una noche en que todos estaban reunidos a la mesa, Catalina prorrumpió en el comedor.


-         He dejado tras de  mis actos muchas señales para que comprendiesen mi actitud, pero veo que habéis estado cegados por vuestra terquedad. Error mío o respecto sumo hacia mis padres a sido el quedarme callada y no hablar claramente. Ya desde mi infancia en que tuve mi primera revelación prometí a mí Señor Jesucristo mantenerme virgen y consagrar mi vida a difundir su obra. Más fácil os resultaría ablandar una piedra que arrancar de mis labios una renuncia a lo que se me ha encomendado.


Son fuerzas celestiales con las que tendríais que luchar y no con las mías. Por que seguir negociando un matrimonio conveniente para mí cuando no lo deseo. Si es vuestra voluntad arrojarme a la calle porque os sentís defraudados, podéis hacerlo tengo un Señor tan rico y poderoso, que el no dejará que velara por mi seguridad dándome todo lo que necesite.

Cuando Catalina calló, todos los Benincasa allí presentes prorrumpieron en sollozos y lamentos, pero sin atentar contra la muchacha ni siquiera de palabra. Todos miraban al benjamín de la familia que siempre había sido tan modesta y taciturna y les costaba creer lo que estaba sucediendo. Pero una vez que el cielo se vio libre de nubes, Jacobo Benincasa, dominado por la emoción, habló suave y cariñosamente:


-         Hija mía, creo que ha llegado el momento de reconocer que tu resolución no viene impulsada por una terquedad de la juventud, sino por una decisión de Dios. Sólo te pido que cumplas con lo que el Espíritu Santo te recomienda, no desfallezcas nunca, para eso tu familia te apoyará a través de sus oraciones. Nunca más volveremos a perturbar tu tranquilidad ni te molestaremos en tu vida de oración, ni intentaremos apartarte de tu santa acción.


Catalina abrazó a su padre, a su madre y a cada uno de sus hermanos.


Aquella noche dispuso de una habitación para ella solo, una celda pequeñísima en el primer piso de la casa que, ante sus ojos, se presentaba como un palacete para sus fines devotos. Algunas imágenes de santos, un lecho de tablas como un madero por almohada y un viejo baúl para su ropa era todo el mobiliario de que disponía. En esa habitación meditaba arrodillada; siempre dormía completamente vestida con su hábito de lana. Siempre tuvo sumo cuidado en su aseo personal. Al igual que Santa Teresa de Jesús, solamente dejó de practicar una forma de disciplina corporal: la suciedad y los parásitos, en la que confiaron tantos santos como remedio contra la soberbia y el orgullo. Sin embargo, poco después se ciñó al cuerpo una fina cadena de hierro, que llevaba tan ajustada que penetraba su carne.


Llevaría esta cadena casi hasta el final de su vida; su confesor le ordenó que se la quitase, pues, su salud era cada día más endeble.



Las luchas del alma contra el demonio exigía reglas drásticas muy severas, de ahí que Catalina estuviera siempre al tanto de las penitencias corporales de las que podía estar prohibido que un monje o una monja hicieran estas penitencias sin autorización de su confesor espiritual. Había oído a Tomaso della Fonte decir que San Benito mismo se había entregado a penitencias severísimas para purificar su alma de las impresiones que había recibido los años que había vivido en Roma en compañía de hombres y mujeres pervertidos; sin consultar con della Fonte ella hacía uso de su cadena disciplinándose tres veces al día. En tanto, Lapa, convencida de que había perdido la batalla contra su hija, fue al convento de las hermanas de la capa a entrevistarse con la superiora para ver si su hija podía vestir los hábitos de la orden. Estas, conocidas como las mantellatas, sometieron a la adolescente a una severa evaluación; Catalina salió triunfante. En su soledad, Catalina siempre repetiría para sí su eterno agradecimiento al Todopoderoso.....


“Siempre te alabaré, Señor, porque me has librado de este aprieto y no dejaste que mi perseverancia se desvaneciera. Yo clamé tu nombre desde el fondo del abismo y tú, sacando mi alma de la oscuridad, me hiciste persistir en mi fe. Por la tarde me invadía la tristeza y por la noche me visitaba el llanto, pero al llegar la mañana a través de la oración me llegaba de entusiasmo y mi espíritu se regocijaba invocando tu bondad y tu nombre. A veces quedaba desconcertado cuando en mi propia familia no encontraba el calor del hogar, la comprensión de mis padres, el aliento de mis hermanos y entonces pensaba que me habías abandonado. Pero era en esos momentos difíciles que sentía que los dones del Espíritu Santo se derramaban sobre mí y me conveniencia que tu Reino vive dentro de nosotros. También descubrí que la santidad presupone heroísmo, pero un heroísmo completamente singular, penoso y austero. Una tarde en que mis padres y hermanos presionaron sobre mí para que desistiera de mi decisión de no contraer matrimonio, sentí desfallecer, me sentí perdida por un sendero de sombras. Fue entonces que volví a invocar tu ayuda y grité: ¿Oh Dios y Redentor mío, yo te ruego que no me dejes sola en este momento tan decisivo y difícil para mí. Entonces te vi crucificado, te vi viniendo hacia mi rodeado de un gran resplandor, el pecho descubierto, tus brazos desnudos, tus piernas rígidas, tus manos y pies sangrantes. Vi rayos de sangre saltar de tus heridas y bañar mi cuerpo como santificándome. Mientras oraba, los rayos cambiaron su color en una luz deslumbradora y me hiciste ver que nunca me dejarías sola. Perdóname, Señor Mío, porque a veces llegué a preguntarme, en mis momentos más desesperados, qué podías ganar tú con mi muerte, qué podías obtener con que yo bajara al sepulcro. No hay blasfemia en mis palabras, sólo un inconmensurable amor hacia ti”.


Provista de un vestido blanco, velo del mismo color y capa negra, Catalina Benincasa subió en compañía de su madre la cuesta que llevaba a la iglesia de los Dominicos. En presencia de los Hermanos Predicadores y de Tomaso della Fonte, Lapa vio como su hija recibía la túnica y velos blancos que habían de significar pureza de cuerpo y alma, y la capa negra, que significaba la humildad y la muerte a las cosas de esta mundo. Catalina tenía diecinueve años y había ganado su primer batalla; el destino le depararía otras más cruentas, pero para eso la había elegido Dios. Las acometidas de terribles tentaciones de su viejo y terrible enemigo, el demonio, eran constantes, por ello ella no hacía más fervor que antes. Pidió a su Redentor el don de la fortaleza para repeler los embates del diablo. Sabía Catalina que aquellas tentaciones caían sobre ella con el consentimiento de su Señor, para que las enfrentase y sacase provecho de ellas. “Yo he elegido esta vida y soy feliz cuando me enfrento a las fuerzas del mal. Vengan de donde vengan estoy dispuesta a sufrir estos dolores por amor a Dios, mientras él en su infinita bondad me ponga a prueba”, solía decir.


El hecho de vestir los hábitos no la libró de ser sometida a duras pruebas por parte de religiosos envidiosos, sobre todo cuando se enteraron que podía leer, aun cuando nadie ignoraba nunca había recibido instrucción alguna. Catalina tomó cierto día un breviario y comenzó a leer sin dificultad alguna. Ella y sus amigos pensaron de inmediato que había sucedido un milagro: su Salvador le había enseñado a leer. Frente a dos obispos de la Orden, Catalina recibió con humildad la mirada escrutadora de sus interrogadores.


-         ¿Sabes el nombre de los apóstoles que estuvieron junto a Jesús en la última Cena? Preguntó uno de ellos con sarcasmo.


Catalina, sumisa y con la cabeza gacha, preguntó con sumisión:


-         ¿Los que estuvieron a su derecha o a su izquierda?

El rostro del inquisidor enrojeció de ira. Tomaso no pudo ocultar su asombro y complacencia por más que quiso disimularlo.


-         Los de la izquierda, sentenció el religioso.


-         Judas Iscariote, Simón el Zelote, Mateo, Santiago Zebedeo y Andrés.


El inquisidor quedó mudo. El otro, al notar la ofuscación de su compañero, contraatacó severamente.


-  ¿Y a la derecha?


-  Juan, Tadeo, Jacobo, Felipe, Bartolomé, Tomás y Pedro.


Ante ese nuevo chasco, el segundo inquisidor arremetió nuevamente.


-         ¿Los gemelos Alfeo?


-         Tadeo y Jacobo, dijo catalina en una voz casi imperceptible.


Un portazo tras la marcha de los obispos dio por finalizada la reunión.



 Mirando a Tomaso, sumamente afligida, Catalina le dijo:



-         Siempre me atacarán así, lo sé desde el primer momento en que sentí el llamado del todopoderoso. Pero El es mi pastor y nada me faltará mientras encuentre cobijo en su regazo. A pesar de las desventuras que he tenido que sufrir siempre me he dejado conducir por El. Cuando me ha visto sedienta y desfallecida me ha dado reposo entre pastos verdes y agua fresca para apagar el ardor de mis labios. Cada vez que invoco su nombre mi alma se fortalece y el camino bueno se abre para mí como las aguas del mar se abrieron a Moisés.


¡Qué mejor guía que su callado para transitar por caminos oscuros y quebradas profundas! Cuando mis adversarios salen a mi encuentro como fieras, me acompaña su bondad, su sabiduría y su favor. Sé que por largo tiempo mi mansión estará en el centro de su bondadoso corazón. Por eso, Tomaso, nada temo. La tierra y todo lo que hay en ella le pertenece, pues, fue El quien edificó el mundo con sus mares y sus ríos, con sus bosques y sus montañas, con sus días y sus noches. Sólo quien tenga el sello de la inocencia entre sus manos, sólo quien posea la marca de la fe sobre la frente, subirá por la montaña que lleva al recinto sagrado donde lo esperará el Señor. Yo no hago lo que hago, Tomaso, por buscar méritos frente a los ojos de nadie y mucho menos frente a El; quien mejor que mi Señor es testigo. Que se abran las puertas de los que tienen duro el corazón, que se eleven los dinteles hacia el cielo y se ensanchen las jambas eternamente para que el rey de la gloria transponga los umbrales de nuestras almas con su misericordia. Crees que debo, Tomaso querido, temer a estos hombres que por llevar sotana se creen con derecho a ofenderme y deshonrarme. No, hijo mío, no. El rey de la gloria no es otro que nuestro Señor y sólo a El debo temer si mis actos no son justos, si mis acciones no son honestas, si mis palabras no son dignas de El. El Señor, Dios de los Ejércitos, es el único rey de la gloria, Tomaso, el único. Nunca lo olvides, hijo mío, nunca lo olvides.

Catalina abandonó la estancia y Tomaso se quedó pensativo. Conocía a Catalina desde sus primeras andanzas por el camino de santidad. Tras las rejas de la clausura, en lento silencio con el mundo y en una constante comunicación con Dios, se había esforzado por alejar al demonio de los hogares y poner todo su esfuerzo por la paz de las naciones. Cuánto había luchado sacrificando su salud por la paz de las naciones. Cuánto había luchado sacrificando su salud por sostener la fe de los soldados de Jesucristo sacerdotes, y mundanos. Consideraba a aquella misionera como el ser más admirable y extraordinario que había conocido. Su vida ejemplar había atraído a hombres y mujeres que ahora formaban su séquito, atentos a sus enseñanzas, observadores acuciosos de su catequesis. ¿ Acaso no había hecho votos de castidad desde temprana edad con el solo propósito de alcanzar las bodas celestiales y las riquezas de la gracia y de la virtud? ¿Acaso el amor al Señor y la unción celestial de los que su alma y su espíritu están invadidos no se dejan traslucir en todas sus acciones de caridad?


Tomaso se asomó a la ventana de la habitación y vio a Catalina contemplar el cielo. Un celaje azulino, libre de nubosidades, mostraba un firmamento inmaculado. La Observó durante largo tiempo como tratando adivinar los pensamientos de la muchacha. Della Fonte sabía que el mayor reto que le esperaba a Catalina ere el de convencer al Papa para que regresara a Roma. Estaba seguro de que en su vida ejercería una misión particular entre las más altas personalidades de la jerarquía eclesiástica y que sería la encargada de acabar con el largo exilio de los papas en Aviñón. Ella sería el instrumento más eficaz de la Providencia para que el Papa Gregorio XI volviera a la Sede Romana. El tiempo le daría la razón.


SEGUNDA PARTE


AÑOS DE LUCHA


“Y después que mi piel se desprenda de mi carne,
   en mi carne contemplaré a Dios”

(Job, XIX, 26)




Desde su incorporación en la Orden de las Mantellatas, Catalina vivía una vida contemplativa más activa. Sus momentos de oración y reflexión la llevaban a intimar con los misterios del mundo suprasensible. Sus éxtasis duraban horas y, cuando estos se sucedían en la iglesia, los monaguillos tenían que sacarla en andas, pues, inconsciente como estaba, Catalina no podía hacerlo por sus propios medios. Algunas de sus compañeras mantellatas miraban con desconfianza a aquella muchacha que era tenida como santa; dudaban de que tuviera apariciones y revelaciones.


-         Lo único que busca esa farsante es que la gente se fije en ella, dijo una de las más antiguas mantellantas.


Catalina escuchaba con resignación aquellos comentarios que como púas se clavaban en su corazón. Luego, en la soledad de su celda, se repetía  a sí misma:

-         Por que he de hacer oídos a aquellos comentarios injuriosos cuando Jesús los sufrió peores. El, que soportó la incomprensión de los apóstoles debido a la ignorancia de éstos, supo ser tolerante con ellos a pesar del dolor que le infligían con sus preguntas tantas e incoherentes. Estas mujeres han pasado tanto tiempo en el convento y no han reparado en que la vida monásterica conlleva sacrificio y renuncia. Están tan atentas a las cosas terrenales que el demonio hace presa fácil de ellas llevándolas por el camino de la envidia y la maleficencia. Parece como si el mundo celestial le estuviera vedado a su chato entendimiento y sólo buscaran en el enclaustramiento una forma de huir de sus  fracasos y frustraciones. Dame Señor la fuerza necesaria para cubrir mis oídos y poder silenciar las impurezas de esos labios malintencionados.


Pero así como Catalina fue aumentado el número de sus enemigos en su nueva vida, también fue sumando prosélitos que tenían fe ciega en su obra: Dominica Saracini, Francasca Gori y Haidé Bacigalupo, fueron algunas de las primeras que tomaron a Catalina por “madre espiritual”. A pesar de su sobrecargada labor llevando diligentemente las labores domésticas mientras vivió en casa de su padre. Muchas veces se le veía socorriendo a los hambrientos, curando a los enfermos o llevando consuelo a los más desgraciados. Una vez se encontró con una mujer que tiritaba de frío, de inmediato fue a su casa, tomó su túnica y la cubrió con ella; al poco rato tocó a la puerta un mendigo y solicitó vestido. Catalina tomó una camisa de su padre, un pantalón y un par de medias y lo cubrió. A la noche, estando Catalina en oración, se le apareció Jesús vestido con su túnica y le dijo:


-         Hija mía, ayer vestiste mi desnudez con tus vestidos, hoy te vestiré yo con mi túnica que sólo será visible para tus ojos.


Dicho esto, Jesús sacó de su costado una túnica color púrpura y se la dio. Pero catalina tuvo el presentimiento de que todavía le esperaban pruebas más duras que las que las que había afrontado.


Existía cerca de Fontebranda un hospital para leprosos y hasta allí la llevó un día su obra de redención. Las hermanas mantellatas iban entre otras cosas a cuidar a los enfermos, aun a aquellos que era difícil mantener contentos por su temperamento arisco y su carácter agrio. En ese hospital había buscado refugio una mujer llamada Martina que, al sufrir de lepra, su familia había optado por echarla de la casa. La enfermedad que empeoraba y el abandono en que la había postrado la familia, terminaron por convertirla en un ser amargado e irreverente. Ninguna de las hermanas quería acercarse a ella por temor al contagio; para justificar su conducta, decían que era por su mal carácter que rehusaban atenderla. Catalina percibió de inmediato la situación y  se ofreció para hacerse cargo de Martina. Por este hecho las jóvenes mantellantas comenzaron a llamarla Catalina la leprosa; lejos de molestarse por ese cruel nombre dicho a hurtadillas, la santa sintió conmiseración por aquellas jóvenes intolerantes. La madre superiora que estaba a cargo del nosocomio la alertó:


-         Tenga cuidado. Hermana, esa mujer tiene la cabeza llena de lecturas prohibidas y el demonio adentro. No la escuche, siempre estará buscando doblegar su fe en Cristo.


Catalina comenzó su labor llevándole medicinas y alimentos. Le preparaba su comida y lavaba el cuerpo de la mujer; el fétido olor que despedían las costras purulentas ponían a Catalina en serios  aprietos.


-         Estos ungüentos calmarán el dolor y el escozor, le dijo a Martina.

La mujer la miró con sorna y la dejo:


-         Dicen que vendrás todos los días a verme.


Catalina asintió


-         Lo dudo. Ya verás como encontrarás alguna excusa para no volver, tal como hicieron esas zorras que visten igual que tú. Crees que no me doy cuenta como contienes la respiración cada vez que te me acercas. Porque no me dices que te doy asco, sabré comprenderlo, pero lo que no comprendo es tu hipocresía; no vengas a hacerte la mártir conmigo. He oído hablar de ti, dar tus milagros y de tus apariciones y de todas esos embustes con que engañas a la gente estúpida, pero conmigo te equivocas, pues, soy una mejor instruida que ha leído mucho y reflexionado una y otra vez sobre lo que ha leído, así que eso de tus apariciones y otra vez sobre lo que ha leído, así que eso de tus apariciones y comunicaciones celestiales no estoy dispuesta a creértelo.


Martina extrajo un crucifijo que tenía debajo de la almohada y se lo mostró a la muchacha.


-         El vive en mí y yo en él. Yo le hablo y él me escucha,  pero de ahí a que me digas que a ti te responde y que se te presenta, eso que te lo crean los ignorantes, pero Martina no, tenlo siempre presente.


Catalina salió del cuarto de la leprosa con lágrimas en los ojos. Esa noche oró casi hasta el amanecer, sentía que el demonio la había tomado desprevenida. Al otro día encontró a Martina profundamente dormida, había tenido pesadillas y una de las mantellantas le había suministrado una fuerte infusión de valenciana para que pudiera dormir. Catalina aprovechó para limpiar y ventilar la habitación, pues, las pústulas del cuerpo de la mujer no dejaban de drenar un líquido amarillento viscoso, sumamente pestilente. Fue a la cocina y preparó para la enferma un desayuno en base a cereales y frutas secas; luego se sentó al lado de ella y se puso a orar. No bien había cerrado los ojos, cuando la voz de la enferma se dejó sentir.


-         En vano rezas por mi salud. Ni tú fe ni la mía justas podrán hacer que esta podredumbre abandone mi cuerpo. Así estoy y así me iré; no habrá milagro que me prive de esta fetidez, pero sus así mi corazón está libre de cualquier resentimiento o rencor hacia cualquiera de este mundo o del otro....si lo hay. No me arrepiento de mis pecados, porque sé que cuando tomé la ruta equivocada no tenía alternativa alguna, así es la vida, qué se le va a hacer.


Un acceso de tos la hizo contorsionarse. Catalina le acercó un poco de agua de tilo.


-         Tome esto, le disminuirá el escozor.


Martina bebió toda la infusión sin quitarle los ojos de encima.


-         Estamos aquí para sufrir y disfrutar, muchacha, aunque creo que me tocó mucho más de lo primero.


La comezón con el tilo y Catalina aprovechó la tranquilidad de la enferma para ir a la cocina, encender el fuego y colgar la olla de los orillos para calentar el agua con la cual pensaba dar un baño a la enferma. Lapa, al enterarse de lo que su hijo estaba haciendo con Martina, llegó hasta el hospital y le recriminó su actitud.


-         Muchacha necia, me opuse a que vistieras hábito y consagraras tu vida a ayudar a los demás y terminé  cediendo a tus requerimientos, pero atender a esa leprosa, tocar su cuerpo infecto sólo porque nadie se atreve a hacerlo me parece una locura. ¿Es que quieres enfermarte de los mismos?


Catalina permaneció en silencio, pues, le dolía escuchar a su madre expresarse de esa manera. Catalina, que confiaba en que Dios la ayudaría, trataba de la mejor manera calmar el malhumor de la alterada Lapa y convencerla de que no había peligro de contagio alguno. A la muchacha eso no le preocupaba, lo que la angustiaba día y noche eran los comentarios heréticos de Martina, que Catalina atribuía al demonio.


-         Esa mujer tiene la lengua de una víbora y los colmillos de una hiena, no hace más que hablar de ti apenas le das la espalda. Todo el hospital conoce de los vituperios que lanza sobre ti, algunos tan feos que de sólo recordarlos me dan náuseas, le dijo su madre sumamente trastornada. Ayer nomás una de las internas le decía a otra que esa bruja hedionda iba a terminar con tu reputación.


Cuando su madre se marchó, Catalina regresó a la habitación y encontró a Martina con la mirada fija en el techo. Sólo había dado cuenta de la mitad del cereal que le había preparado.


-         Debe comer todo, le hará bien para fortalecer su organismo que se ve muy débil.


Martina la miró de soslayo.


-         Tú también te ves débil, muchacha, muy desmejorada desde ayer. Puedes terminarte el cereal, también a ti te hará bien.


Catalina titubeó. Durante algunos segundos permaneció en silencio mirando el plato y la cuchara. Levantó la mirada y vio los ojos interrogadores de la leprosa, sus pómulos carcomidos por la enfermedad, las manchas blancas que bajaban de la frente hasta los labios corroídos que dejaban ver unos dientes podridos y amarillentos. Se sintió acorralada, sabía lo que significaba el silencio y la mirada escrutadora de Martina. Su corazón agitado, su respiración lenta, le recordaron que su momento había concluido. Tomó la cuchara y el plato con firmeza y comió el contenido. Martina abrió sus ojos de párpados deformes y musitó algo imperceptible para la santa.


-         ¡Santo Dios del cielo!, dijo la Madre Superiora al ver que Catalina había comido del mismo plato de la enferma.


Había llegado hasta la puerta buscando a una novicia y partió tan rápido como llegó. Cuando Catalina llegó donde Tomaso della Fote para confesarle que se sentía tentada por el demonio, este trató de calmar la fuerte excitación en que se encontraba la muchacha.


-         No es que la mujer esté poseída, le dijo della Fonte refiriéndose Martina. Sino que está en su derecho a cuestionar lo que considera que no está claro a su entendimiento. Es como un hijo que ve a su padre embriagarse y luego maltratar a su madre, está en su naturaleza negar esa conducta por considerarla impropia. Si no puedes batallar contra ese enemigo, es mejor que busques quien se haga cargo de esa mujer.


Catalina se frotó las manos, un ligero prurito en las palmas la mantuvo en reflexión; pensó que quizá aquellas manos que todos los días tocaban a la leprosa estaban manifestando los primeros síntomas de la lepra. Pero no le importó lo que le sucediese a su cuerpo si en esa labor estaba sirviendo a su Señor.


-         Nadie quiere hacerse cargo de esa infeliz mujer por temor a verse contagiado, dijo Catalina a della Fonte. Si fallo ahora habré equivocado mi camino y no estoy dispuesta a abandonar el camino que me lleva hacia Dios.


Tomaso se sintió orgulloso de aquella muchacha que estaba bajo su tutoría.

-         No es que Martina quiera importunarle con su actitud, hija mía, tiene sus inquietudes, ve cerca la muerte y quiere liberarse de sus dudas antes de enfrentarse a su Creador en el cielo, concluyó della Fonte.

*****

Cuando Catalina llegó al hospital al día siguiente encontró a la enferma de mejor ánimo, aun cuando su cuerpo escarado lleno de manchas blancas la torturaba por la comezón. Una mantellata había quemado incienso para disimular el fuerte hedor que reinaba en la habitación. La pena secreta de Catalina era la preocupación por el alma de Martina, pues, consideraba que la leprosa no estaba en condiciones de recibir la Gracia de Dios en caso falleciese. Después de lavarla y darle el desayuno, le dio un purgante en base a bayas de acebo para calmar sus continuos dolores intestinales.


-         ¿Cómo se siente hoy día?, preguntó Catalina.


-         A pesar de mis controversias más cerca de Dios, contestó la mujer con firmeza.


Catalina se puso a orar mientras la enferma permanecía inmóvil esperando que el ungüento que cubría su cuerpo hiciera efecto.


-         Más que oraciones en este momento necesito que me escuches.


Catalina dejó de rezar en señal de asentimiento. No podía dejar pasar la oportunidad para que aquella adusta mujer abriera su corazón.


-         Tengo entendido que cuando tuviste tu primera revelación viste al Salvador del Mundo en compañía de los apóstoles Pedro, Pablo y Juan, dejo Martina con voz pausada.


Catalina permaneció callada.


-         A excepción del Isacriote y de otro más pienso que esos no eran más que una banda de zamarros que no entendían ni pizca de lo que el Nazareno les decía; cuanta decepción debe haber sentido el pobre Jesús al verse requerido por tantas interrogantes fútiles. “Explícanos esto”, “Explícanos lo otro”, “Acláranos aquello”.


Catalina quiso interrumpirla, pero Martina la cortó en seco.

-         Eres joven, Catalina, yo ya soy una mujer vieja al borde de la fosa que necesita ser escuchada, no soy una ignorante como tantas otras, así que sé de lo que hablo.


La joven mantellata quedó en silencio.


-         Hace muchos años, cuando aún era joven y hermosa, conocí a un sacerdote que se hizo mi confesor. No pasó mucho tiempo para que me confesara su amor y me pidiera matrimonio. Parece extraño lo que te cuento, pero es la pura verdad. Ya no estoy en condiciones de mentir, pero a nadie le contaría esto, tú eres diferente a todas, tienes fe y eso es lo importante, no esperas nada a cambio de tu sacrificio.


Un nuevo acceso de los interrumpió a la leprosa.


-         Aquel hombre controvertido, inteligente y culto abandonó el sacerdocio y se casó conmigo. Poseía una biblioteca envidia con muchos libros que, según decía, no era bueno que la gente supiera que los tenía. Muchas veces lo vi llorar en la oscuridad de su biblioteca, es silencio, corroído por las dudas que acometías sus creencias. Muchas veces he pensado, y que me perdone Dios si me equivoco, que sólo un pretexto para llevar a cabo lo que ya tenía pensado hacer; colgar los hábitos por encontrar la verdad sin que ninguna autoridad eclesiástica pusiera freno a su intención. Después de su muerte, en un viaje a Egipto, permanecí sumida en una depresión de la que sólo la voluntad de Dios pudo sacarme. Un día tomé la decisión de buscar la verdad que tanto él había anhelado y me topé con muchas dudas que creí mi deber aclarar.


Martina, luego de una pausa, comenzó a sonreír. Era una sonrisa irónica que escondía cierto rencor.


-         Como verás tuve que largar a mi confesor y a sus santos óleos cuando empezó a querer llenarme la cabeza de paraísos, tierras celestiales y latinismos.


Catalina sentía desfallecer ante cada palabra que salía de aquella boca deformada pro la lepra. Martina no se intimidó y continuó hablando a pesar de la inquietud y la conmoción que embargaba a la muchacha.


-         Entonces me interrogué cómo es que unos hombres que habían pasado tanto tiempo escuchando las enseñanzas de su Maestro, podían encolerizarse por cosas tan simples como que Judas y Juan tomaran los lugares más cercanos a Jesús en la Ultima Cena.


Martina hizo una pausa y pidió a Catalina que se acercara un poco más; la enferma se mostraba recelosa.


-         Sabrás que Pedro fue el más exaltado y que sólo cedió en sus recriminaciones cuando sintió la llegada de Jesús a la casa donde se llevaría a cabo la cena. Los Marcos habían preparado la estancia convenientemente, tal como el rabino lo había predispuesto. ¿Dónde está la humildad de esos hombres que entre sí se negaron a lavarse los pies mutuamente por considerar que esa labor correspondía a los sirvientes y que hacerlo sería como denigrarse a sí mismo? El mismo Nazareno los encaró. “Cuando llegué a esta habitación, dijo, no sólo rehusabais lavaros los pies unos a otros sino que también discutíais sobre quién debía ocupar los lugares de honor en torno a mi mesa. Esos favores sólo los buscan los niños y los fariseos”


La mujer se detuvo y bebió un poco de tilo; la comezón la incomodaba al punto que su rostro cambiaba de rictus constantemente. Luego prosiguió.


-         Estoy más que segura que aquella cena estuvo plagada de chasquidos de lenguas, golpeteo de huesos arrojados sobre los platos y uno que otro generoso eructo por parte de los discípulos; hombres al fin y al cabo que estaban más atentos a las exquisitas viandas que a las proféticas frases del rabí.

Cuánta dificultad debe haber tenido el Salvador del Mundo para que aquellos rudos galileos, cansados de la comilona y de tantas palabras y parábolas para ellos incomprensibles, siguieran sus reflexiones. Lo más desconcertante, Catalina, es que ninguno de los evangelistas reconoce esta humana limitación de sus cerebros en aquellos dramáticos momentos.


Un ligero soponcio se apoderó de la mantellata. Martina estiró su brazo y su mano, llena de grietas y áspera como lengua de reptil, apretó el brazo de la muchacha.


-         Ya estoy terminando, dijo la enferma, sólo te pido unos minutos más, no quiero llevarme nada a la tumba.


Catalina, ya repuesta, volvió a asentir.


-         ¿Y qué hay de Pedro? ¿Acaso no fue más pecador  que el desgraciado Iscariote?...Pienso que ese hombre tiene menos culpa que el pescador galileo. El cometió un error y lo pagó en la Géhenne, colgándose de la higuera. ¿Por qué Pedro no se arrepintió después de la primera negación?. Sabido es que era impulsivo, magnánimo, atrabiliario y medroso hasta el extremo. Esto último quizá explique su actitud, pero no lo justifica. Y qué medices de Tomás, el último de los apóstoles que vio a Jesús después de la “resurrección”.


El tono de Martina al pronunciar esta última palabra denotaba cierta duda y algo de ironía.


-         ¿Recuerdas sus palabras? “Si no pongo mis dedos en el sitio de sus llagas no creeré”. Les dijo a los otros, Buen chasco se llevó aquel tipejo cuando el Nazareno se le apareció a los ocho días. “Introduce tu mano, Tomás, y no seas incrédulo. Bienaventurado aquel que cree sin haber visto”, le dijo el rabí. Y el hipócrita cayó de rodillas buscando el perdón. ¡Vaya fe la de ese hombre! Juan y Pedro merecían la soga más que el Iscariote.


Un nuevo acceso de tos cortó de lleno la perorata de Martina.


-         Será mejor que descanse, ya está bien por hoy día, dijo Catalina suplicante.


-         No te preocupes muchacha, ya me siento tranquila, ahora sé que puedo descansar en paz y que Dios se apiade de mi alma.

A los pocos minutos se quedó dormida. Catalina oró el resto de la mañana y parte de la tarde; la leprosa respiraba con dificultad por lo que la muchacha colocó unos paños de agua fría en su frente, en el cuello y en los brazos. Ya oscurecía cuando Catalina abandonó el hospital. Se hallaba agorada, nerviosa y confundida.


Llegó a su casa, se echó sobre el camastro y se quedó dormida.

*****

Lapa despertó a su hija para darle de beber un poco de leche tibia. Unos trozos de pan de alforfón fueron remojados en el líquido cremoso. Lapa estaba muy preocupada por la salud de su hija.
A veces pensaba que había cometido un grave error al consentir su ingreso en la Orden. Hacia tiempo que la muchacha no disfrutaba de una buena comida; no pudo evitar pensar en los hambrientos y en los menesterosos... se sintió mal.


Oró durante una hora y salió rumbo al hospital. Preguntaría a Martina la fuente de sus reflexiones tan subversivas que no hacían más que dañar su alma y espíritu.


-         Ella necesita de mí para poder ir al encuentro de su Salvador. Es mi deber encaminarla por el sendero correcto, pensó.


Cuando entró en la habitación de Martina ya no la encontró; la cama estaba vacía, el jergón, las sábanas y las colchas de la enferma habían sido retirados. En una esquina, una jofaína y una jarra depeltre era todo el indicio de su estancia en aquel lugar. Luego de interrogar a algunas internas, se enteró que Martina había sufrido una recaída durante la noche por lo que la enviaron al leprosorio de  Ancona, a unos pocos kilómetros de ahí.


Catalina hizo el viaje en una carreta tirada por un viejo mulo que a duras penas cargaba con sus huesos. Llegó cuando anochecía; unas voluntarias de la Orden de San Camilo, encargadas del lugar, le dijeron que había fallecido al mediodía y que nadie se había querido hacer cargo de sus retos por temor al contagio. Catalina descendió hasta un depósito por unas escaleras de piedra; en un rincón, junto a otros cadáveres, reconoció las cobijas que habían acompañado a la pobre mujer en su convalecencia y que ahora, camino al sepulcro, le servirían de mortaja.


La muchacha permaneció un buen rato junto al cadáver de la infeliz mujer. La tenue luz de una vela le impedía trasladarse con comodidad por entre aquellos despojos de carne putrefacta y maloliente; todas leprosas. A duras penas y con ayuda de Tomaso della Fonte logró meterla en una caja de madera que serviría de ataúd. En un carromato de heno y teniendo el cuidado de que el cochero no se enterase de las consecuencias de la muerte de la difunta, los restos de Martina fueron llevados a un camposanto cercano a un robledal. Dos hombres bajaron el ataúd y lo colocaron junto a una fosa que dalla Fonte, a pedido de Catalina, había mandado excavar. Cuando los hombres se apartaron a beber el vino que Tomaso les había entregado, este dijo a Catalina.


-         Son gente de confianza, después los llamará para que metan el cajón en la huesa.


A pesar de oposición de Tomaso, Catalina había insistido en estar presente a la hora de enterrar a la mujer y despedirse de la muerta. “Aunque tengas que sacarme de la tierra con tus propias manos, Catalina, no dejes que nadie me sepulte sin despedirme de ti. Te juro por lo más sagrado que aun estando muerta te estaré diciendo adiós”, le había dicho Martina. Tomaso della Fonte, a otra distancia, la vio abrir la tapa de la caja con un almocafre; luego separar las cobijas que cubrían el cuerpo y quedarse petrificada como una estatua de escayola en un altar. La tenue luz de luna aparecía fugazmente entre unas nubes negras dando al camposanto un ambiente tétrico.


Camino a uno de sus éxtasis relevantes, la beata de Fontebranda elevó los brazos al cielo mientras una luz, como un reflector, cayó sobre la leprosa. Atraído por aquel acontecimiento inusual, Tomaso se acercó a la fosa y allí, de pie y estático, contemplo el cuerpo de Martina Isidora Viscardi, natural de Airuno, tal como esta debió haber sido en los albores de su juventud.
De cutis rosáceo y cabellos cenizos que le cubrían casi todo el pecho, la mujer lucía una belleza inusitada sin que ningún indicio hiciera ver que alguna vez hubiera sido atacada por la lepra. Provista con un vestido rojo con encajes púrpura, Martina tenía en la cabeza una diadema de flores multicolores que aromaban aquella atmósfera.


-         Se ha salvado, su fe la ha salvado. Ahora podrá permanecer con su Salvador, dijo Catalina sollozante. Bienaventurado sea su nombre en la tierra como en el cielo.


Colocada la tapa mortuoria, los hombres la bajaron a tierra. El resto de sus vidas ni Tomaso ni Catalina mencionaron aquel hecho. Una cruz de ramas de roble quedo sobre la tierra húmeda donde la vieja Martina descansaba: un anillo más del círculo de la vida de Catalina de Siena se había cerrado.


*****

Pasó el tiempo y a pesar de su sacrificada labor en los hospitales, Catalina terminó de convencerse que su obra de caridad estaba rodeada de una atmósfera de envidia y maledicencia por parte de muchas mantellatas. Ella lo único que quería es seguir las huellas de su Señor, pero a cada paso tropezaba con la incomprensión de sus compañeras quienes seguían viéndola como una lunática que buscaba llamar la atención. “No es más que una embustera exhibicionista”, decían muchas de ellas.
Pensó que quizá Martina había tenido razón en sus apreciaciones y juicios. Mal habían comprendido a Jesús las queridas almas por cuya redención se había hecho hombre. Lo habían calumniado, traicionado y, finalmente, lo habían ajusticiado como a un vulgar delincuente. Y ahora ella, que sólo buscaba hacer el bien en una labor apostólica que como única finalidad tenía que servir a Dios, se veía atacada innecesariamente. “¿Qué mal he hecho yo para que me desprecien y me odien con tanto ahínco? Se decía a sí misma. Nada, salvo ofrecerles mi buena voluntad en sus necesidades y enseñarles la obra y el camino de mi Señor”. Y luego proseguía: “No debo hacer caso a las voces que traen el desaliento, pues, a través de ellas llegan los embustes que el demonio pone en mi camino. Debes cerrar tus oídos a esas voces, Catalina. Esas palabras injuriosas, veneno de serpiente, son como los sarmientos que brotan de la vid sin dar frutos y que están condenados ser desterrados de la planta”.


Entonces recordó las palabras de Jesús que a través de Juan el Evangelista le leía Tomaso della Fonte en los primeros años de su arduo derrotero.


“Yo soy la verdadera cepa y mi Padre, el labrador. Yo soy la vid y vosotros los sarmientos. Mi padre sólo pide que deis mucho fruto. La viña sólo se poda para aumentar la fertilidad de sus ramas. Todos los sarmientos que brotan de mí y que no dan fruto, mi Padre los arrancara. En cambio, aquellos que llevan fruto, el Padre los limpiará para que multipliquen su riqueza. Ya estáis limpios, a través de las palabras que os he dirigido, pero debéis continuar limpios. Debéis morar en mí y yo en vosotros. Si es separado de la cepa el sarmiento morirá. Así como la rama no puede llevar fruto si no mora en la viña, así vosotros no podéis rendir los frutos del amor si no moráis en mí.
Recordad: yo soy la verdadera cepa y vosotros los sarmientos vivientes. El que vive en mí, y yo en él dará mucho fruto y experimentará la suprema alegría de la cosecha espiritual. Si mantenéis esta conexión viviente y espiritual conmigo, vuestros frutos serán abundantes. Sin moráis en mí y mis palabras en vosotros, podréis comunicaros libremente conmigo. Entonces, mi espíritu viviente os infundirá de tal forma que podréis solicitar lo que queráis. El Padre garantizará nuestra petición. Así es glorificado el Padre. Que la cepa tenga muchas ramas vivientes y que cada sarmiento proporcione mucho fruto. Cuando el mundo vea esas ramas vivas y cargadas de fruto (es decir, a mis amigos que se aman como yo los he amado), los hombres sabrán entonces que sois en verdad mis discípulos. Como mi Padre me ha amado, así os he amado. Vivid en mi amor, al igual que yo vivo en el del Padre. Si hacéis como os he enseñado, moraréis en mí y, tal y como he prometido, en su amor”.


Catalina se sintió vivificada, fuerte, vencedora ante el demonio al recordar las palabras de Jesús de Nazaret. “Sí, amado Padre, yo perdonaré a aquellos que me injurian, yo vivo en tu amor, pro eso moraré en ti siempre, siempre, siempre “dijo.

*****

A todas las calamidades sufridas por Catalina, se vino a sumar las injurias de una anciana mantellate llamada Irma. Era una viuda adinerada que antes de entrar en la Orden había donado todos sus bienes para obrar de caridad en hospitales, escuelas, cárceles, asilos, hospicios y refectorios. Catalina se enteró que era una mujer muy piadosa que durante años había vivido en penitencia y entregada a la oración. Una compañera de Catalina le dijo que la anciana había prestado oídos al demonio, quien le había encargado desprestigiarla.


-         Como no puede vencer enfrentándose a ti directamente, recurre a otros para destruirte, le dijo su compañera.


Un día Irma cayó enferma y catalina se ofreció para cuidarla; la anciana hizo que la echaran. Catalina, conocedora de las almas humanas a pesar de su juventud, no tardó en darse cuanta que eran los celos el camino elegido por el diablo para usar a Irma en su contra. Catalina recurrió al Salvador rogando por el alma de la moribunda.


- “Yo también, Jesús mío, pongo a mi enemigo la otra mejilla”.
No tardó Catalina en ganarse la buena estima de la anciana, poco a poco de que su salud se iba deteriorando, Irma no daba marcha atrás y se negaba a recibir la extremaunción.


La vieja mantellata murió cuando Catalina se hallaba en una comarca cercana atendiendo a un hombre enfermo de tifus.

La joven beata se lamentó por no haber estado cerca de Irma para escuchar su confesión. Cómo sería su tristeza que el Señor la premió con una visión en que Irma, en sus últimos momentos y a solas, se arrepentía de todos sus pecados recibiendo ante su Salvador el último sacramento. En una aparición, el Todopoderoso le dijo que en recompensa por el celo demostrado por salvar el alma de la difunta, le otorgaba el don de poder evaluar la belleza  o la fealdad de las almas entre las cuales anduviese.


Gracias a esta dádiva divina, Catalina percibía los pecados de los hombres buenos como pequeñas efélides cubriendo sus rostros; pero cuando se topaba con personas habituadas a vivir en pecado moría, el olor que desprendían éstas ere tan repugnante que tenía que echar mano a toda su voluntad para no evidenciar cuan abogada se sentía en presencia de ellas. Un día, visitando a un niño enfermo en una pequeña aldea, Catalina se mantuvo conversando con la madre al lado del lecho en que yacía el pequeño. Repentinamente apareció la hermana de la mujer llevando unas manzanas para el sobrino. El hedor putrefacto de la mujer era tan irrespirable que Catalina tuvo que retirarse de la habitación en varias oportunidades. Lo curioso sucedió después cuando apareció un hombre de aspecto grotesco y de modales groseros; era el padre del niño que emanaba el mismo olor que la cuñada. Catalina se marchó cuando regresó la hermana de la mujer.


Tiempo después, Lapa informó a su hija del adulterio que se cometía en esa casa entre el marido y la cuñada. Catalina siguió asistiendo a muchos enfermos cuyas enfermedades contagiosas alarmaban a su madre. “Esas enfermedades que resultan repugnantes a mucha gente me tienen sin cuidado, madre querida, le dijo a Lapa. Un cuerpo joven se ve lozano, hermoso y fuerte; pero esa belleza y esa lozanía está condenada con el tiempo a pudrirse con la llegada de la muerte y es eso lo que debe sepultarse bajo tierra. Yo lucho por las almas para que permanezcan puras después que sean abandonadas por la materia que las cubre”.




                                                                   

TERCEARA PARTE


MANOS A LA OBRA


“No os volveréis a los ídolos,
   ni haréis para vosotros
   dioses de fundición”
                             (Levítico 19, 4)



La vida de Catalina transcurría atendiendo a los cuantiosos seguidores que la abordaban en todas partes solicitando su consejo para aliviar sus preocupaciones y dificultades: hombres y mujeres de todas condiciones, sacerdotes, religiosos y seglares veían en la santa de Fontebranda la única dirección posible a sus asuntos de conciencia. Pero así como aumentaban sus incondicionales prosélitos, también sus opositores se contaban por cientos. Estaban quienes decían que gustaba ayunar en público mientras se hastiaban comiendo carne de cerdo y frutas secas a escondidas. “Sabe como ganarse al vulgo, conoce sus debilidades y su ignorancia”, murmuraba el diácono de una iglesia donde Catalina entró a orar una tarde. El hecho de que la muchacha fuera victoreada y aclamada como hija predilecta de Cristo por una multitud congregada alrededor de la iglesia fue como una espina atravesada en la garganta del religioso. En uno de sus viajes al norte Tomaso della Fonte le preguntó que experimentaba cuando entraba en éxtasis, Catalina, mirándolo fijamente a los ojos, le contestó: “No existen palabras humanas para expresar lo que veo y siento. ¿No crees Tomaso que sería una blasfemia intentarlo?. El fraile se puso de rodillas y besó la mano de Catalina en señal de indulgencia; la había puesto a prueba y la beata lo tomó como un ataque artero del demonio; lo que más la indignó fue el hecho de que se valiera de della Fonte para sus execrables objetivos. A partir de ese día los lazos entre Catalina y su confesor se hicieron indisolubles y el fraile nunca más dudó de ella; es más, se consideró afortunado por pertenecer al círculo más íntimo que rodeaba a la santa. Cuando llegaron los malos tiempos en Italia para el hombre del pueblo como consecuencia de las luchas entre repúblicas vecinas, Catalina viajaba constantemente por esos campos minados de sangre y odio llevando la palabra del Señor. No era raro que la santa y sus amigos transitaran caminos infestados de ladrones, violadores, vagos, malandrines, saltadores, y asesinos. En una ocasión tres hombres vieron en la belleza de catalina una oportunidad para saciar su apetito carnal. “Hágase la voluntad de mi Señor, dijo Catalina. El primer hombre que intentó arrancarle la túnica cayó al suelo con el cuerpo contorsionado y arrojando espumarajos durante varios minutos. El sé quito de Catalina observaba impávido; los compañeros del bandido huyeron dejando caer las escasas provisiones de las que se habían apoderado. Cuando el salteador se hubo recuperado, se acercó a la santa, besó su túnica y se marchó. Años después della Fonte lo encontró en un pueblo del sur predicando la palabra de Jesús y platicando sobre las bondades de la mujer que había logrado su conversión. Catalina de Siena. Cuando Tomaso contó a su confesor aquel hecho, ésta lo llamó a un lado y le dijo:

-         Querido, Tomaso, a menudo en otros tiempos te faltó la fe y dudaste. Sin embargo, pesar de esas dudas que te atormentaban, supiste llenarte de coraje y sobreponerte a los malos momentos, a las pruebas que mi Señor  ponía en tu camino. Sé que me sobrevivirás  y espero que dediques tu vida a mostrar al mundo como el espíritu puede triunfar sobre lo vano de lo material y sobre la duda, imponiendo la verdad viva a través de la fe que mueve montañas y  abre camino entre los mares. Amado, Tomaso, siempre me he sentido feliz de que te hayas unido a mí en la palabra de Jesús. Confío en que después que hayas superado tu pena por mi partida, seguirás adelante en el servicio divino que se nos ha encomendada. Tus dudas pasadas pueden haber confundido a otros, pero no a mí. Tengo confianza en que a pesar de los duros caminos que nos espera siempre, estás detrás de mí, sin que para confirmarlo deba volver la mirada buscándote entre mis seguidores.


Tomaso, con los ojos anegados en lágrimas, cayó de rodillas y colocó su cabeza en el regazo de la Santa, Catalina acarició sus cabellos con tal ternura que el duro Tomaso della Fonte prorrumpió en sollozos.

****

En la primavera del año 1374 Carolina de Siena fue llamada a Florencia. La fama de la mantellata sienesa había llegado a oídos de las autoridades supremas de la Orden Dominicana; éstos querían poner fin a los comentarios que la acusaban de ser una hipócrita y embaucadora. Cuando la muchacha y su séquito llegaron a Florencia, ésta se hallaba bajo los estragos de la ciática peste bubónica que asoló Europa por los años 1348 y 1349.
El camino fue duro, pues, tuvieron que atravesar las comarcas devastadas por la guerra que desde años atrás venían sosteniendo algunas repúblicas en su afán de extender sus territorios. En Florencia, Catalina conoció a hombres ricos y poderosos que de inmediato le ofrecieron su amistad; en prueba de ésta, muchos de ellos repartieron la mayoría de sus bienes entre la gente de menos recursos. Para quizá, el hecho más importante que le ocurrió durante sus estancia en Florencia fue su encuentro con Raimondo de Capua, uno de los más importantes sacerdotes de la Orden dominica. Catalina reconoció de inmediato en este hombre al confesor que la madre de Jesús le había prometido. Tomaso lo entendió así por eso se apresuró a entregar a su sucesor los cuatro volúmenes del diario de Catalina que él había llevado desde que la Santa tenía once años. Nadie del séquito de la muchacha dudaba de que el dominico, de más edad que della Fonte, con su mayor penetración psicológica y teológica, estaba mejor preparado para tratar un fenómeno tan excepcional como Catalina. El dominico había oído de ella las cosas más inverosímiles.
No tenía dudas de que obrase de buena fe, pero se preguntaba cómo una joven iletrada podría distinguir con certeza las revelaciones auténticas, las fantasías propias o los deslumbramientos diabólicos. Pero más que las desavenencias primaron los lugares comunes entre ellos; los lazos fueron reforzándose a medida que el tiempo transcurría.


Ambos habían sido llamados a una vida de abnegación, sacrificio y entrega para con el prójimo. Eso quedó demostrado en Siena donde juntos combatieron a la peste yendo de hospital cuidando a los enfermos, rogando por ellos, consolándolos. Sin tener el contagio, Catalina y Raimondo di Capua lavaban y preparaban los cadáveres para la sepultura. La peste se cebó cruelmente con la ciudad llevándose un tercio de la población. La orden dominicana afrontó con estoicismo aquel flagelo, trabajando arduamente a favor de los apestados hasta el punto de caer rendidos. Semanas tras semanas carretas tiradas por mulas pasaban por las calles recogiendo cadáveres en los que la peste había dejado un color negro azulado. Algunos ancianos, sobrevivientes de la peste de 1348, coincidían en el hecho de que la epidemia ahora era más contagiosa que la anterior. Cuando Catalina y Raimondo se percataron que una persona podía contraer la peste sin haber estado cerca de un apestado, concluyeron que hasta el aire a parecía saturado de infección.


La santa perdió muchos sobrinos en aquel azote del demonio teniendo que amortajarlos ante la triste e inconsolable mirada de su madre, quien no se resignaba a ver morir a sus nietos en esa forma tan atroz. Una mañana Raimondo se sintió mal; un dolor punzante y persistente en la ingle lo aterró. Se vio regurgitando un líquido negruzco, arrastrándose por el piso embarrado de su propio vómito. Al mediodía vino la fiebre, el horrible dolor de cabeza y el frío consecuente de tocar la ingle adolorida, la señal indudable del llamado “Vómito negro”. Catalina llegó a la habitación del dominico y lo encontró maltrecho y deprimido. Aun no había recobrado Catalina la conciencia de su éxtasis cuando Raimondo comenzó a recuperarse en forma asombrosa.


-         Si no lo hubiera visto no lo hubiera creído, dijo al verla suspendida a varios centímetros del suelo con la cabeza rodeada por una diadema de luz dorada.


Al igual que Tomaso della Fonte, Raimondo di Capua cayó a los pies de Catalina besándole los pies y alabando al Señor “por haberle dado aquellos poderes sobrenaturales a persona tan digna de saber utilizarlos”. Desde aquel dí Capua no dudó de que Catalina había sido elegida pro el Todo poderoso como emisaria de Cristo en la tierra. Con la desaparición de la peste no acabaron los problemas para Catalina. Los conflictos entre Francia e Italia se había agudizado por que los Italianos querían que el Papa se estableciera en Roma como lo habían hecho los pontífices anteriores. El Papa Gregorio se hallaba en Aviñón, ciudad que había sido cuna de los papas desde 1309, por lo que Catalina se dedicó a recorrer villas y pueblos para recoger la opinión que la gente tenía sobre el Sumo Pontífice y para ver con sus propios ojos la devastación causada pro la peste. Ella y su comitiva vieron pasar a religiosas de otras congregaciones que se repartían por los pueblos más severamente atacados por la epidemia portando saquitos de arpillera llenos de acíbar. La santa pudo reconocer el polvo granulado de color amarillo oro y sumamente aromático que había visto en muchas ocasiones. También vio cerrar herméticamente cilíndricos jarros de cobre llenos de una sustancia pastosa, gomorresionosa la cual identificó como mirra. Las religiosas, luego de un breve descanso, comenzaron a recoger sus mantas y, en cestos de paja de gran tamaño, fueron colocando rollos de tela, esponjas y pomos con nardo que al igual que el acíbar, la mirra y el áloe, serían utilizados en los cuerpos enfermos de los apestados. Día tras día fueron acostumbrándose al caos y  la anarquía que reinaba en el ambiente. Era común en esos momentos toparse con ciudades y pueblos saqueados e incendiados por hordas de bandidos y mercenarios que no defendían a república alguna; sino que se aprovechaban de las guerras y las secuelas de la peste para su beneficio. Tomaso della Fonte se avecinó hasta la base de un corpulento sicomoro en la entrada de Arezzo. Parte de la hojarasca y un gran número de bayas presentaban un aspecto diferente a la de otros árboles. El ramaje se hallaba reseco y ceniciento como si una repentina ola de calor lo hubiera calcinado.

-         La lengua del diablo abrasa con su hedor las bellas e indefensas creaciones del Señor, dijo el dominico.


Catalina lo escuchó y no pudo resistirse a guardar silencio.


-         Tomaso, querido, ese árbol fue en otro tiempo como el frutal inclinado bajo el peso de su fruto noble y sano por haber sido plantado en tierra buena, fértil y generosa. Pero es el hombre, movido por las fuerzas del mal, quien va contaminando y destruyendo el sendero por el que pisa; guiado por el odio y el gusano del egoísmo va carcomiendo las raíces del árbol bueno que le da de comer. Porque debes saber, Tomaso, que el que se ama a sí mismo alimenta su alma con soberbia mortal, causa y principio del mal y la perdición de todos los hombres que mandan y gobiernan y de los que tienen que obedecer.


Tamaso della Fonte la escuchaba atento. Raimondo di Capua se acercó un poco más para escuchar el mensaje de Catalina.


-         El Gobernante que ha caído en la telaraña de su propia vanidad es indiferente a los pecados y errores de sus subordinados, pues, él ya tiene suficiente trabajo con su conciencia y entonces los deja hacer. Y cuando la voz de Dios le recuerda sus responsabilidades intenta corregirlos a medias, cosa que no da resultado, o no los corrige. Así evita, como cabeza, ser criticado por las otras partes del cuerpo por sus acciones.


No les fue difícil a Tomaso y Raimondo concluir que Catalina se estaba refiriendo al Papa Gregorio. Horas más tarde, Catalina lo confirmaría.

-         El es, dijo refiriéndose al patriarca de la iglesia, a fin de cuentas quien debe cargar con la responsabilidad de todos los terribles abusos que desangran a la iglesia. No quiero decir con esto que no sea un hombre bueno o que no posea buenas intenciones, pero son los hechos los que demuestran sus acciones y decisiones y estas me hacen ver malos pastores, sacerdotes lujuriosos, monjes sumidos en la gula, todo un conglomerado de hombres corruptos cuyas vidas indignas socavan la fe de los creyentes haciendo tambalear los cimientos de la iglesia.
El ciego que pretenda guiar a otro ciego no hará más que rodar al abismo junto a aquel a quien quiso guiar.


Catalina se detuvo y permaneció unos momentos en silencio, como buscando en sus pensamientos las palabras precisas para decir a sus discípulos.


-         Querido Tomaso y Raimondo, si una herida no se purifica con el hierro candente de la fragua, se infectará y, al final, llevará al enfermo inexorablemente a la fosa. Poner ungüentos sobre la herida puede ser agradable para el que padece la infección, pero no mejorará con ello.


En Arezzo permanecieron una semana. Antes de partir, Catalina se separó del grupo y buscó un lugar apartado donde meditar. Gustaba posarse sobre una roca a observar como la dulce primavera y las lluvias habían alzado la hierba, salpicándola de grandes y vistosas flores de anémonas, de gladiolos silvestres, de liláceos asfódelos. “Sabio eres en verdad, Señor, por haber creado tanta belleza que vislumbre los ojos y deleite el espíritu del ser más insensible”, dijo la santa en un susurro.


De improviso, entre los ramajes de unos almendros apareció una pequeña figura. Era una muchacha de unos donde años; estaba hambrienta y sus vestidos convertidos en unos pingajos malolientes.


Huía como muchos otros de los estragos de la guerra; había perdido a sus padres y hermanos en las afueras de Airuno, su pueblo natal. De inmediato Catalina la acogió en su séquito, y no se separaría de ella hasta el día de su muerte, no sin antes encomendarla al cuidado de Tomaso. De Arezzo continuaron camino hacia el sur, sorteando toda suerte de inconvenientes. Vieron transitar por los caminos desolados a muchos comerciantes, pastores y campesinos de aspecto penoso y llamativo, arreando sus asnos y rebaños en direcciones inciertas muchas de las hortalizas, cereales, menestras y otros productos del campo del que se proveían muchos poblados eran traídos por esos trashumantes que arrastran consigo las secuelas de las guerras, “Cómo han de gobernar a estos hombres quienes con su conducta y sus arrebatos de locura no saben gobernarse a sí mismo. Cómo puede un cadáver enterrar a otro cadáver”, dijo Catalina, apesadumbrada. Todos quienes la rodeaban permanecieron en silencio y cabizbajos.
****

Eran las jóvenes mantellatas quienes se encargaban de preparar los alimentos para todo el grupo que cada día se iba haciendo más numeroso.


-         Hora de comer, gritó la pequeña Alesia.


Catalina la miró con ternura. Ya no lucía aquel aspecto degradante que tenía el día que la encontró en Arezzo. Sus cabellos lucían limpios y ordenados al igual que sus vestidos. Su voz cantarina alegraba a todos, como el suave tintineo de campanillas. Catalina bendijo los alimentos en nombre del Señor y todos se acomodaron alrededor de una ventruda tinaja de barro en cuyo interior un guiso a base de lentejas, sémola de trigo, y trozos de carne de cerdo y cabra se mantenía caliente; Catalina se negaba a comer carne y se conformaba con unos de los “Redondeles” de pan de cebada y hogazas de forma ovoide que, envueltos cuidadosamente en mantas de hilo, afloraban a la hora de las comidas. La comida transcurría tranquila, como una reunión campestre donde alguna ocurrencia de las jóvenes mantellantas era celebrada con risitas que la mirada y el oído atento de Catalina dejaba correr como el agua en un riachuelo.


Por esos días las cartas del Papa Gregorio se hicieron más frecuentes; todas ellas solicitudes insistentes para que interviniese y así cesara la lucha entre las Repúblicas rebeldes.
“Quizá los ruegos, oraciones y peticiones de usted, hija mía, lleguen más pronto a oídos del Todopoderoso”, concluía la última misiva del Pontífice.


-         Creo que soy como Dios y que puedo pacificar lo que él en un santiamén logra separar, le dijo Catalina a la pequeña Alesia, que se había  convertido en una especie de secretaria, pues, leía muy bien y con excelente entonación.


Una mañana en que se dirigían a la ciudad de Lucca, diéronse de lleno con un pequeño ejército de bandidos y mercenarios. El que comandaba el grupo se acercó a Catalina quien tomó a la pequeña Alesia de la mano. Aquellos hombres de pronunciadas barbas, cabellos desgreñados y oliendo a mil demonios amedrentaron a las jóvenes mantellatas quienes buscaron refugio en la Santa de Fontebranda. El que parecía dirigir al grupo, un tiro alto, fornido y de mantón pronunciado, se acercó a la niña. El hombre extrajo un durazno del fondo del cuenco en que Alesia llevaba la fruta y, con risa maléfica, se lo llevó a la boca. Las negras caries de sus dientes sarrosos reflejaban sus bajos pensamientos. Mordisqueó el fruto con avidez y, ante la expectación de los otros guerreros, escupió el hueso entre los pies de la Santa. Catalina permaneció impávida y con voz serena dijo: “La que tengáis que hacer hacedlo de una vez. Será el señor quien juzgue vuestras acciones”. El hombre se sintió turbado. Luego de un breve silencio movió la cabeza de un lado a otro indicando a sus hombres que continuaban su camino; luego frunció el ceño, se disculpó con Catalina y se marchó. Pasado el peligro, Raimondo di Capua pregunto:


-         ¿Qué camino tomaremos ahora para evitar riesgos?
-         El Señor nos guiará, Raimondo, no hay que perder la fe.


Ese día pernoctaron en un calvero cercano a un bosquecillo de fresnos. Al amanecer, una claridad malva ascendía por sobre los árboles cuando catalina y su comitiva reanudaron su peregrinaje.
Tomaron un camino vecino a unas pequeñas montañas. Aquellas elevaciones de terrenos se hallaban sembradas de grandes huertos, repletos de melocotoneros, chirimoyos, higueras, manzanos, tomatales, cipreses de madera rojiza y olorosa, enebros, terebintos en cuya corteza exudaban pequeñas gotas de trementina blanca y fragante y, en fin, de copiosos y selectos frutales. Las mujeres cargaron sus cestos de frutas, sus odres con agua de los arroyuelos y acicalaron a las tres mulas que viajaban con ellos. También aprovecharon para asearse, pues, los fuertes vientos vespertinos que soplaban invadían los caminos cubriendo de polvo todo a su paso. Tras ocho días  de viaje llegaron a Lucca, pero debido a que Alesia del Monache enfermó, debieron partir al día siguiente, pues, al único médico del pueblo se lo había llevado la peste. Camino a pisa, se detuvieron en una pequeña aldea montañosa donde Raimondo de Capua conocía a un medicastro. Tras buscar infructuosamente durante una mañana entera, Raimondo descubrió a lo lejos, entre la amalgama verde de ciruelos, higueras y granados, la casucha en la que supuestamente encontraría al médico que podría hacer algo para calmar la fiebre que comenzaba a consumir a la niña. Vio el arroyuelo que corría a los pies de la casa de Giácomo Feruccio; también lo vio perderse entre cargados camuesos y brillantes azufaifos. El anciano médico atendió a la niña y diagnosticó una simple calentura producto de un enfriamiento. Para mantenerse lejos de los asaltantes que merodeaban por todas partes en busca de víctimas, el grupo decidió permanecer entre aquellas montañas acampando en unos riscos. Aferrándose aquí y allá a los lentiscos y retamas y sorteando los afiliados peñascos, fueron ganando terreno palmo a palmo hasta encontrar un calvero donde pernoctar.


Al día siguiente vieron pasar un contingente de soldados que iban al encuentro de unos rebeldes milaneses que se habían refugiado por aquellas montañas. Observaron como esos hombres rudos se deban valor tomando una especie de cerveza elaborada en base a la pequeña semilla, redonda, brillante y amarillenta del mijo. “También le agregamos cebada para hacerla más fuerte”, le dijo a Tomaso un hombre que frisaba los cincuenta años y que lleva va peleando por diferentes bandos más de treinta.


-         Así  es la vida, Padre, esa es la única forma de ganarme la vida. Usted salva las almas y yo las mando al infierno con esto, dijo el mercenario tocando la empuñadura de la espada que colgaba del cinto.


Recuperada la salud de Alesia, Catalina, Tomaso, Raimondo y el resto del grupo continuaron camino a Pisano donde la Santa debía entrevistarse con un enviado del Papa para ver que podía hacer ella en la pacificación que llevaría a la Iglesia por un camino de paz y concordia. Las largas caminatas por senderos intransitables, la mala alimentación producto de sus ayunos prolongados y el poco descanso, debilitaron tanto a Catalina que en Pisano tuvo que guardar cama durante tres días. Tomaso y Raimondo tuvieron que convencerla, pues, ella se negaba aludiendo que en el hospicio de la ciudad había muchos enfermos que a tender. Tres jóvenes mantellatas, Rosella, Vittoria y Alessandra, tuvieron que ir al hospicio para que Catalina aceptara permanecer en reposo. Hasta allí llegó el enviado del Papa llevándole una misiva lacrada. Alesia fue la encargada de leerla a disgusto del sacerdote real. Catalina estaba echada, completamente exhausta de fuerzas, cuando llegó el sacerdote acompañado por los niños que conformaban el coro de la iglesia del pueblo portando cirios y campanillas y todo el ceremonial de costumbre. El religioso portaba una hostia que no estaba consagrada; era evidente que quería poner a prueba a catalina para verificar por sí mismo si aquella mujer tenía poderes sobrenaturales. Tomaso, Raimondo, Alesia y las mantellatas presentes en la habitación se postraron al Señor sacramentado. Catalina se mostró indiferente y el cura, con su rostro adusto, la llamó al orden. Catalina se mostró inmutable y, tras unos segundos que congelaron la habitación, le dijo con seriedad:


-         Mal pastor eres y doble tu falta por dudara de quien el Todopoderoso ha escogido para que divulgue entre los hombres su amor y su reino. Debería avergonzarse por venir hasta mi lecho para ponerme a prueba trayendo un trozo de pan corriente. ¿Busca engañarme como ha engañado a todos los aquí presentes haciéndoles doblarlas goznes en culto idolátrico a lo que no se debe?


En vuelto en su blasfemia el sacerdote trató de salir de la habitación, pero Tomaso y Raimondo, indignados, se lo impidieron.

-         Dejadlo salir, dijo Catalina con voz trémula. Ya mi Señor se encargará de juzgarlo y hará que encuentre su redención en su memento justo.


A pesar de dar muestras de debilidad física, la Santa de Fontebranda pidió a sus compañeros que empacaran sus cosas para continuar viaje a Pisa. Los senderos que llevaban a los pueblos y ciudades principales se encontraban más libres. La desaparición de la peste y las avenencias entre los gobernantes habían menguado las hordas de bandidos y los mercenarios encontraban más rentables.


Pero al entrar a Pisa, Catalina y su séquito cayeron en aquella marea de traficantes de baratijas, hortelanos, pastores y trashumantes de diferentes pueblos y rebaños de escandalosos balidos que todavía era común en las ciudades importantes. Otros grupos de jornaleros andrajosos llevando toda suerte de herramientas agrícolas salían en cuadrillas o en solitario rumbo a los huertos y campiñas que se habían librado del pillaje. Catalina quedó consternada, pues, en Pisa, al igual que muchas ciudades que había visitado, en las puertas de la ciudad, tullidos, indigentes y malandrines, estiraban sus huesudos brazos al paso de los transeúntes, haciendo sonar laguna que otra moneda en el fondo de sus escudillas, pregonando sus miserias entre quejidos o solicitando la benevolencia y la caridad. Y entre esos peregrinos entrando y saliendo de la ciudad, Catalina y su grupo se internaron en la ciudad donde el olor a pescado se fue haciendo más intenso debido a los carros cargados de salmones, tímalos, percas y lucios, cuidadosamente protegidos entre hojas y sal gruesa. A pesar de la pobreza que sufría la mayoría de la gente, hombres adinerados portaban cestas de mimbre donde rayas, siluros, langostas, anguilas y lampreas que eran la envidia de los hambrientos que pululaban por los alrededores.


Muchas de las calles casas abandonadas sonde los pestilentes orines de los transeúntes y de los animales de carga representaban un serio problema para quien se atrevía a pasar por allí. De vez en cuando los animales los peregrinos que pasaban por la ciudad se veían forzados a pegarse a las paredes de las estrechas calles, dejando pasar a alguno de los cuantiosos y dóciles jumentos de orejas largas arreados por vendedores. Cargados con pringosas y chorrentes canastas en las que se hallaban depositadas tinajas de vino o aceite, estos asnos eran tan abundantes que sus excrementos, pisoteados por el constante ir y venir de las gentes, formaban un todo con el empedrado de las calles. Debido a la desaparición de la peste, muchos médicos ofrecían miel par las heridas abiertas como remedio para las anginas, emplastos de higo para el ántrax, macerados de ciertas raíces de palmera contra las enfermedades del estómago, ajo y  raíz de paritaria para el dolor de muelas, hojas de mandrágora y belladona para estimular la fuerza sexual y todo un conglomerado de hierbas, hojas y cortezas de árbol como romero ruda, bignonia, centinodia, ricino, achicoria, eucalipto, árnica, aristoloquia, malva e hisopo. Acostumbrados a las escasas ventas, los medicastros, cuando lograban colocar algún artículo, lanzaban tales aullidos de alegría que alertaban a los mendigos quienes como buitres carroñeros se lanzaban sobre jel infortunado comprador.


Instalados en casa de una pariente de las mantellatas, Catalina y su grupo descansaron plácidamente tratando de apaciguar el cansancio de tan duras jornadas. Sofía, la anfitriona, iba de un ángulo a otro del amplio patio atendiendo a la cocción del pan. La mujer se inclinaba a cada momento sobre una plancha de hierro abombado verificando las hogazas de pan de centeno que iban adquiriendo una apetitosa tonalidad dorada. En vasijas de barro permanecía el grano molido y las masas para el horno elaborada en base a harina, sal, agua, levadura y polvo de canela. Unas niñas del lugar, buscando ganarse el alimento diario, amasaban a mano la pasta lechosa que luego era troceada con gran maestría por Sofía para luego colocarlas sobre el candente horno. Todos alabaron el buen pan que Sofía cocinaba. Catalina, acostumbrada a los frecuentes ayunos, no resistió la tentación de probar una de las pequeñas tortas que Alesia le alcanzó. Pronto la pequeña se convirtió en la sombra de Catalina acompañándola inclusive en sus oraciones y en sus largas meditaciones que en muchos casos la hacían entrar en éxtasis. Aleisa, muchos años después de la muerte de la Santa, confesaría a Raimondo las cuantiosas veces que la vio elevarse en sus estados de arrobamiento: “Su rostro brillante y su mirada perdida en no sé qué lugares la tenían alejada de este mundo, mientras su cuerpo suspendido en el aire se elevaba suavemente como bolitas de humo”, decía la muchacha. A los pocos días de su estancia en Pisa, Catalina decidió, por consejo de Tomaso della Fonte, ir a Aviñón a entrevistarse con el Papa.



-         Primero iremos a Camaiore, esa gente humilde nos necesita, dijo Catalina a Raimondo, quien ya había enviado a Rosella, Alessandra y Vittoria a aquel pueblo donde parecía que el diablo se había asentado gracias al sacerdote del lugar.


La casa del cura del pueble se hallaba en las afueras, en un caserío cerca de una plantación de zanahorias y tomates, rodeada de perales y nogales; un melonar cerraba el cerco de aquella propiedad que, según unos pobres pastores, pertenecía a aquel malsano sacerdote.


-         He aquí otra manzana podrida en el tonel de la fe, dijo Tomaso a Raimondo.


Este permaneció callado mientras Raimondo llamaba a la puerta del cura. Una bella muchacha cubierta con una túnica roja y transparente les dijo que el “amo” de la casa estaba descansando. Tomaso abrió camino y Catalina y su grupo encontraron a un hombre de barba crecida, cabellos grasientos y desordenados, tumbado en una cama cubierta sólo por una colcha de lino. Varios botellones de vino y el pestilente olor a vinagre y mugre translucían la vida regalada y disipada de aquel sacerdote encargado de la capilla del pueblo. Con un chorro de agua el religioso fue despertado por el campesino que los había guiado hasta la casa. El sacerdote lanzó maldiciones y hasta invocó al diablo para que se llevara al infierno a aquel “maldito como tierra”.


-         No se alarme, Señora, le dijo a Catalina, todos los días lo despertamos así.


Barios chorros fueron necesarios para despertar a ese cura borracho que parecía haberse bebido el vino de miles de misas imaginarias.


-         Así que usted es la santita que vuela y hace milagros, interrogó el cura dejando escapar un eructo ensordecedor con un fuerte tufillo alcohólico.


Luego de una sonrisa burlona, agregó:


-         Y es cierto eso de que vuela o son habladurías de la gente ignorante...


Catalina esperó que se disiparan los efluvios de la última borrachera del cura para reprenderlo por haber abandonado su capilla.

-         Sus feligreses andan desorientados y su capilla ha sido invadida por toda suerte de alimañas, el altar saqueado y las paredes descoloridas, mohosas y desportilladas son el fiel reflejo de un notorio descuido.


El cura escuchaba abatido.


-         Tres vicios repugnantes son los que más desprecia nuestro señor: la avaricia, la lujuria y la soberbia; por lo que veo, usted ha caído en triple falta. Esos vicios reinan en los prelados que no buscan otra cosa que placeres, honores y riquezas. Ellos ven que los demonios del infierno se llevan al infierno las almas que fueron confiadas a su amparo, y esto no les inquieta porque son lobos que trafican con la gracia divina. Se necesita una justicia severa que los castigue, porque el exceso de misericordia es en realidad la peor crueldad.


Todos los presentes vieron al cura quebrar la cerviz, rendido ante las palabras de aquella mantellata que no ocultaba su indignación por el descuido en que aquel cura pueblerino tenía a su grey.


Tomando la mano del religioso, catalina le dijo al oído:


-         Juntos quemaremos sus pecados y los míos en el purificador fuego del amor que los ha de devorar. Arrepiéntase de sus pecados sinceramente y le ruego que trabaje sólo por el bien de la Iglesia, pero antes que nada debe echar de su cuerpo a esos lobos endemoniados que no piensan más que en sus pecaminosas alegrías y en sus prevaricadora ansia de lujo.


Esas palabras de Catalina, dichas con inteligencia y sutileza, fueron suficientes para que el religioso sepultara en el olvido vida disoluta. Días antes de abandonar Pisa en su viaje a Aviñón para entrevistarse con el Papa, catalina, Tomaso, Raimondo y todo el grupo, pasaron por Camaiore y vieron que la capilla había sido refaccionada. Los habitantes de aquel pequeño pueblo podían disfrutar de las riquezas de aquellas tierras por las que antes habían tenido que dejar hasta sus últimas energías por un bocado.
El cura lucía buen semblante, atrás habían quedado las huellas de su vida anterior. La muchacha que había vivido con él había dejado de ser su concubina y había regresado a casa de sus padres. El cura besó las manos de Catalina y le agradeció lo que había hecho por él. En un descanso camino a Aviñón, Catalina dijo a Raimondo y Tomaso.


-         ¿Puede haber un corazón tan duro que no se ablande al ver el amor que Dios le tiene?


La referencia al cambio del cura era evidente.


“Recuerde que usted fue amado desde antes por el Todopoderoso para fortalecerlo en su labor apostólica, le había dicho Catalina al cura antes de salir de Camaiore. Porque Dios que se ve a sí mismo ama apasionadamente la belleza de su criatura, y El lo creó a usted porque su amor es infinito, para darle la vida eterna y hacerle gozar la felicidad indecible que sólo El posee. No vale la pena tener ningún poder, excepto el que se tiene sobre la propia alma. Camaiore es fuerte y será fuerte mientras usted lo sea. Ni los demonios ni los hombres malos podrán tomarla si usted no lo consiente. Por ello le ruego que no vuelva a convertirse en un sublevado de su Iglesia. No escuche las insinuaciones del demonio, nuestro Salvador no quiere eso”.

En tanto Catalina seguía su viaje para encontrarse con el Papa Gregorio, éste seguía librando feroz batalla contra sus enemigos quienes lo presionaban para que permaneciera en Francia y no marchara a establecerse a Roma. Catalina sabía que la influencia francesa había echado por tierra todos los intentos del Pontífice por llegar a la capital italiana y también los culpaba de la fuerte corrupción que se había apoderado de la Iglesia. Los que más presionaban al Papa para que regresara a Roma eran los florentinos, quienes denunciaron que su lejanía había hecho que Florencia sufriera demasiadas injusticias a manos de los pervertidos legados papales. Enterada la joven mantellata de esta áspera situación, escribió a los florentinos ofreciéndose a mediar entre ellos y el Papa. Magari Mittoni fue el encargado de llevar la misiva; los florentinos recibieron con jubileo el ofrecimiento de la Santa.


Fue por esta razón que catalina hubo de postergar su llegada a Aviñón, noticia que inquietó a Gregorio postrándolo en cama durante varios días con una fuerte depresión. El trajín del viaje fue tan arduo que tuvieron que detenerse en Prato, poblado que distaba varios kilómetros de Florencia. Catalina también vio afectada su salud; un fuerte resfriado la mantuvo convaleciente durante tres días. Aquella doncella de férrea voluntad y valor indescriptible empezaba a sufrir los estragos de una mala alimentación y de un fuerte trabajo físico. Como era de esterar, Catalina fue recibida en Prato por una gran multitud que se disputaba el derecho a tocarla. En los alrededores de la ciudad, pensativos peregrinos deambulaban bajo el cenador coronado por un casco de clematites virginales y entre los bosquetes donde el viburno multiplicaba los cándidos globos de sus rosas. Tomaso, Raimondo y todos los varones del séquito de la doncella, tuvieron que formar una cadena humana para evitar que fuera jalonada como había sucedido en otros pueblos visitados. Estas manifestaciones de afecto eran sumamente peligrosas dando la salud de la joven mantellanta y el fervor incontrolable de la muchedumbre que rayaba en el fanatismo y que siempre esperaba de ella un milagro que calmara los males que los aquejaban. Aunque le había tocado en suerte participar en los asuntos políticos más importantes de su tiempo, la doncella de Fontebrando jamás hacía caso omiso a los requerimientos de todo aquel o aquella que demandaba socorro. Ese fue el caso de Magari Muttoni, joven disoluto de vida regalada y escandalosa que fue llevado donde Catalina por Julio Blotte, uno de sus hijos espirituales que la seguía en todos sus viajes. Con aquella facultad divina para ver más allá de lo vidente, la mantellata auscultó el alma de Magari y vislumbró, a pesar de sus frivolidades y gustos, hermosas posibilidades de cambio. El muchacho quedó encantado con Catalina y escuchó atentamente todo lo que ella le dijo.


-         Dichoso, hijo mío, el que es absuelto del pecado por arrepentirse de sus culpas. Bienaventurado el cordero a quien Dios no le atribuye culpa alguna porque en su corazón no anida la mentira. Día y noche, Magari mío, tu alma sufriente esperaba el perdón divino como un tesoro que se anhela en el espíritu. Me confesaste tu falta, hijo, y yo le pedí a mi Salvador por la redención de tu alma y El me escuchó, no una sino mil veces.


Quédate al lado mío y seré tu protectora; te libraré de tus angustias e infundiré en tu ánimo un hálito de esperanza. Yo te voy a instruir, yo te enseñaré el camino y seré tu consejera.


No seas como el asno o el potro montaraz que por falta de inteligencia no logran doblegar su ímpetu y requieren de las riendas y del freno. Muchos son los pesares del perverso, pero la gracia divina del Todopoderoso lo libera del tormento cuando se confía en la omnipotencia de su amor.

Así como Magari Muttoni, Raimondo di Capua o Julio Blotte, muchos fueron los que se convirtieron después de escuchar la palabra de aquella hija elegida por el Señor para llevar su palabra entre los hombres.


Las mantellatas más jóvenes solicitaron permiso a Catalina para pasear por la ciudad. La Santa accedió, pues, reinaba en Prato un ambiente de costumbres suaves y maneras amables, una cortesía exacta y cordial. En las horas de la tarde, después del almuerzo, un silencio y una frescura inusitada reinaban en los alrededores de la ciudad invadiendo parques, huertos y hasta en los árboles encorvados sobre los enverdecidos muros que lindaban con las afueras. No había peligro alguno para que las muchachas no husmearan un poco; la ciudad de los castaños, de los olicantos y de los lirios, se mostraba acogedora.


-         Les recomiendo que vayan a la plaza principal, les dijo Julio Blotte.


A la plaza principal iban los pobladores de Prato, sobre todo los martes y los domingos, entre las siete y ocho de la noche, para oír a los músicos ambulantes que, aprovechando el tumulto, demostraban su destreza, sea con el sistro, la flauta, la bandolina o el laúd, para luego de un breve intervención, solicitar una “ayuda para el arte”; vendedores de naranjas o de salazones también incursionaban entre aquella masa de noctámbulos que aumentaban a medida que evolucionaba la noche.

****

Una mañana, antes de partir de Prato, la pequeña Alesia delle Monache entró gritando en la cabaña donde Tomaso, Raimondo, Julio y Catalina conversaban.

-         ¿Oh, madre querida, mirad que horrible tragedia acontece a tres condenados a muerte!


Catalina y los otros salieron de la cabaña y vieron a tres ladrones que iban a ser ejecutados en la hoguera. Un enjambre de tábanos enviados por el demonio hostigaba a dos de los reos, a aquellos que mostraban su arrepentimiento; en cambio el tercero, el que renegaba de su destino y maldecía sin cesar, se mantenía libre de los aguijones de los insectos. Catalina, acostumbrada a escuchar esas voces imperceptibles al común de la gente, escuchaba las promesas que los insectos malévolos hacían a los condenados contritos.


-         no se arrepientan de sus pecados, cobardes, y les aseguramos que las llamas de la hoguera será un calor acariciador en vuestros cuerpos, gritaban los tábanos al unísono.


Los ladrones arrepentidos parecían flaquear. La multitud congregada los escupía, los tironeaba, les hacía higas en señal de repudio. Los hombres fueron conducidos a la herrería para ser engrilletados. Hasta allí fueron seguidos por Catalina y parte de su séquito quienes se confundieron entre aquella multitud enfervorecida de muerte. En la herrería fueron puestos a disposición del herrero, un hombre fornido de cabellos largos, negros y lacios, de manos gruesas en cuyos dedos cortos y abarrilados una comba pesada y maciza lucía amenazadora. El hombre se hallaba luchando por avivar el fuego de la fragua. Cuando los hogares amainaban, el herrero tomaba con firmeza el fuelle y lo presionaba con gran habilidad. De esta guisa se soltaba el aire que avivaba el carbón depositado en el crisol. Los condenados arrepentidos miraban horrorizados la confección de los grillos con que iban a aherrojarles pies y manos en la última etapa que los llevaría rumbo a la hoguera. El más joven de ellos llamó la atención de Catalina. Era un muchacho de unos veinte años; tenía la cabeza redondeada en forma de cúpula, una piel de saludable juventud, la boca amplia y fina, los ojos apacibles pero llenos de fuego a pesar de su corta vista; un bosquecillo de cabellos espesos y rojizos caían como cascada sobre su notoria frente, Catalina se compadeció de él.


Al herrero tubo que soportar las blasfemias del tercer reo quien, indignado porque iba a ser encadenado, trataba inútilmente de zafarse de los brazos de los alguaciles que lo sujetaban. Un puñete en la quijada por parte del ayudante del fundidor lo puso fuera de combate; luego tomó la comba, las tenazas y continuó dándole al hierro con tal precisión y fuerza que el férreo yunque sujeto a la mesa por herrumbradas bisagras vibraba en cada golpe. Tanto el suelo ennegrecido por el hollín como las paredes al ras de la herrería veíanse repletos de las más variadas herramientas, armas e instrumentos domésticos. Allí había rejas de arado, azadones, zapapicos, rastrillos, podaderas, tijeras, almocafres, aguijadas, bocados de caballo, cuchillos, estiletes, dagas, layas, palos, brazaletes, ajorcas, platos, escudillas, cuencos y un sinfín de adminículos de uso común en casas o talleres. Raimondo desde cierta distancia observaba todo y secreta que brotaba como un manantial de fe desde lo más profundo de su alma. Una voz agradable, flexible y tierna en la cual se conjugaban el viento, la lluvia, los bosques, la primavera, el sol, los pámpanos verdes y todo lo que Dios había creado para beneplácito del hombre; su fe era el elo a través del cual percibía las imágenes y los sonidos de todo lo que la rodeaba.


-         Amado mío. Dios omnipotente, en ti me refugio buscando librarme del ojo infecto de mi enemigo que me acosa inclemente en la vigilia como en el sueño. Mis enemigos tienen la fiereza de los leones, la insensibilidad de las hienas cuando despedazan a sus víctimas aun estando vivas y la constancia de los licaones. Bien sabes que si me asaltan y me alcanzan, sin tu ayuda, sucumbiré en sus dentelladas, porque sólo tú puedes salvarme, Señor mío. Si hay manchas de maldad entre mis dedos, sí hay huellas de haber devuelto mal por bien al hombre justo, si vez en mi prontuario que he favorecido a algún agresor de la justicia y la verdad, deja entonces que mi enemigo me persiga y que después de darme alcance pisotee mi cuerpo hasta quitarme la vida. Tú, Dios mío, baja de tu reino rodeado de tus ángeles. Que suenen las trompetas del juicio de los hombres pervertidos, de los hombres cuyos méritos no son más que un puñado de espejismos que esconden la podredumbre de sus almas corruptas. Lenguas de políticos en constante corruptela me señalan achacándome pecados que ellos cometieron mientras vivieron en el acomodo, olvidando que fueron elegidos para velar por la salud del pueblo que los eligió. ¿Oh, Señor!, tú que desde niño me elegiste par que me uniera a tu rey, sé que sabrás reconocer mis méritos y proclamar mi inocencia. Yo me justifico ante ti porque sé que sólo los dioses no se justifican. Señor, haz que termine el poder que detentan los hombres malos. Tú que tienes el poder de escudriñar las mentes y los corazones, apoya a los buenos y destruye a los malvados.


Y dirigiéndose a la imagen de Jacobo Benincasa que desde ya consideraba falsa, dijo elevando sobre él un dedo acusador. Esa enjambre metálico, mientras Tomaso permanecía al lado de Catalina quien no quitaba la mirada del rostro ofuscado y enervado del reo rebelde quien poco a poco había recuperado la conciencia. De pronto su cuerpo había tomado una rigidez que Tomaso advirtió de inmediato. Sus mejillas, cuello y manos cobraron un tono lívido y sus ojos brillaron con tal alumbramiento que parecían dos pequeños carbones encendidos sacados del crisol en el que el herrero manipulaba el hierro. Tomaso della Fonte atrajo la atención de Julio Blotte y Raimondo.


-         Está, pero no está, dijo Tomaso.


Raimondo asintió. La Santa de Fontebranda en uno de sus éxtasis había descendido a los infiernos a través de bosques donde los árboles habían sido reemplazados por largas lenguas de fuego que se elevaban al cielo como columnas de humo. Bajo sus pies sentía el calor abrasador de baldosas púrpuras donde el ardor aumentaba a medida que las pisadas se hacían más frecuentes. Un viento cálido llegaba a ella como un jadeo, revoloteando en torno, produciéndole sensaciones placenteras en la piel.


-         Es el demonio quien me tienta. Es su abrazo lascivioso que  penetra bajo mis vestiduras buscando pervertir mis carnes con su lengua pegajosa y mentirosa. ¿Ah! Demonio encadenado que revoloteas tentador ante mí con la simpleza senil de un viejo de nacimiento, pensó.


Catalina sabía como cortar los hilos que movían la sensibilidad que llevaban al deseo, por eso continuó segura su camino, venciendo a su eterno rival una vez más. Pero como el diablo nunca se da por vencido, y mucho menos en su terreno, el nuevo ataque no tardó en llegar. Esta vez fue la imagen de Jacobo Benincasa quien salió a enfrentar a Catalina. El decorado que servía de fondo a la aparición de Jacobo era tan ajena a aquel antro de dolor, sangre y fuego que Catalina sospechó de inmediato que aquello no era más que una nueva estratagema del demonio para hacerla claudicar en su fe en Cristo.


-         Me dejaré llevar por mi voz interior, dijo.


En sus largas meditaciones bajo el cielo estrellado escuchaba esa voz interior que siempre la había guiado, una voz Intima.


-         Raimondo, bestia del demonio, pues, Dios, el que salva a los de recto corazón, me ampara en su misericordia con su poder divino. Si no desapareces, reptil ponzoñoso, mi Señor afilará su espada y extenderá el cordel de su arco justiciero. Tu cuerpo se llenará de suetas celestiales, engendro diabólico; éstas apagarán el fuego de tu cuerpo y tu  cabeza rodará de un solo tajo hacia el fondo del abismo hediondo de donde nunca debiste salir. Tu cuerpo alargado está preñado de malicia y sólo brota de tus ojos la mentira, la calumnia y la blasfemia.
En tanto yo seguiré mi camino como un aprueba inquebrantable de mi fe, cantando y alabando el nombre del Altísimo.


Catalina se veía como ante un espejo. La alegría de sus ojos animados de una humanidad iluminada, frágil y serena, como si ante ellos la naturaleza se mostrara en hermosas imágenes inagotables, reflejo de un alma tranquila y límpida sobre la superficie de las aguas de su inocencia. Siguió su camino y la falsa imagen de Jacobo Benincasa desapareció entre una bruma de fuego y humo. El diablo había fracasado una vez más. El fuerte alarido de uno de los reos al ajustársele uno de los grillos en los pies, arrancó a Catalina de su éxtasis. La imagen de cinceles, espátulas, hebillas, correas, tenazas y agujas la regresaron a la realidad de aquella herrería convertida en aquel instante en cámara de tortura para aquellos tres infelices cuyas vidas no tardarían en llegar a su fin. De aquel ingente cúmulo de calderos, tizones y cachivaches herrumbrosos, los tres reos iniciaron su marcha final hacia la muerte, acompañados de una muchedumbre rugiente. A medida que avanzaban, tres alguaciles iban leyendo la lista de sus espantosos delitos, provocando la furia de la multitud que asestaba golpes con palos y piedras en los casi desnudos cuerpos de los condenados. A Tomaso le llamó la atención que aquellos desgraciados fueran paseados por las principales calles de la ciudad mientras dos encapuchados los hincaban con garfios de hierros candentes, sobretodo en las partes íntimas. Los reos arrepentidos aceptaban con resignación el duro castigo; el tercero, soberbio y altanero, blasfemaba contra Dios provocando el espanto de las mujeres y la iracunda de los hombres quienes luchaban entre sí para golpearlo por turnos llegando incluso a arrancarles mechones de cabello.


-         Infelices, gritó el reo rebelde, creen que vuestro Dios los salvará. Se equivocan imbéciles, las llamas los abrasarán y les arrancarán gritos que sólo estos malditos escucharán.
La multitud aludida arremetió nuevamente contra aquel blasfemo, pero los encapuchados con sus garfios al rojo vivo los hicieron retroceder mientras gritaban enfurecidamente, “dejen algo para las llamas, malditos”.


-         Mientras a mi, siguió gritando el reo, el amo de los infiernos me protegerá por mantenerme fiel a lo que siempre he sido, un perverso y malvado hombre.


A pesar de las agresiones y la proximidad de la muerte, el reo revoltoso se mostraba sonriente. Catalina tomó ja Alesia entre sus brazos y dijo a Raimondo:


-         Son los enviados de Satanás quienes con sus falsas promesas le hacen que aquel pobre hombre no claudique ante la fe del Señor. Sufrirá por eso la dolorosa muerte de la hoguera. En cambio aquellos dos por su maravillosa conversión os aseguro de que antes que las llamas se alcen hacia sus pies ya entrarán gozando de la paz del Señor en la otra vida.


La lúgubre turba siguió adelante hasta llegar al lugar donde tres maderos, rodeados de una copiosa enramada, esperaban a los sentenciados. Tal como lo había augurado Catalina, los reos arrepentidos murieron por asfixia, serenos y tranquilos, como quien asiste a una reunión. El tercero de ellos aulló durante interminables minutos mientras la multitud agolpada alrededor de las hogueras cubría los cuencos de sus narices ante el fuerte olor de la carne chamuscada.


Ya Catalina y parte de su séquito se hallaban a varias calles de distancia cuando los gritos desgarradores del preso rebelde se fueron apagando como un cabo de vela. El grupo siguió marchando en silencio; formaban una incomparable familia unidos por su devoción a Dios y su palabra, la sencillez de sus orígenes, el trabajo infatigable y constante y la presencia del Toso poderoso en cada instante de sus vidas.

*****

Después de la muerte de Jacobo, el negocio de la tintorería de Fontebranda ya no marchó como antes. El hijo mayor de los Benincasa pasó entonces a ser el jefe de la familia, pero por más esfuerzo que puso la tintorería, paulatinamente, llegó a su fin.
La salud de Lapa se deterioró por la muerte del marido y cayó muy enferma. Al borde de la muerte, Catalina acudió a ella; a los pocos días la mujer recobró la salud. La vida le tenía a la mujer una sorpresa: moriría todavía a los ochenta y nueve años de edad, después de haber visto el fin del bienestar y la felicidad de su cuantiosa prole y ser testigo de la muerte de la mayoría de sus hijas y de numerosos nietos, grandes y pequeños.


Catalina llegó a Aviñón. Había hecho la última etapa de su viaje en un pequeño navío a través del Ródano. Todos la habían observado alegre, despreocupada, inagotable de aquellas largas meditaciones que renovaban y transformaban su espíritu haciéndolo más fuerte. Sin embargo, físicamente, su cuerpo mostraba las huellas de una vida en constante sacrificio por el prójimo, y por ello se veía obligada frecuentemente a guardar cama, más pálida que nunca. Aviñón, rodeada de murallas y torres, era una de las ciudades más fortificadas de la época. En los macizos, celosamente cuidados, florecían a la par de coloridas anémones, la malandria escarlata, la ristoloquia de cáliz sin corola, el césped de Olimpia con sus campánulas rosadas y una preciosa colección de ancolias que recogían las gotas de las gotas de la lluvia en la trompetilla de sus hojas. El Papa Gregorio les había acondicionado un albergue donde Catalina y su séquito se instalaron con comodidad. Allí Catalina se enteró que su participación en Florencia le había valido por parte de los florentinos una consideración y una autoridad indiscutidas. También allí se enteraría de las quejas de los obispos y cardenales contra su persona. Pero su personalidad era demasiado fuerte para doblegarse a los caprichos de los obispos que se quejaban como plañideras de tener frente a sí a una mujer de dones excepcionales que sobrepasaba los límites de su fe y que se había liberado de la mordaza que implicaba una vida religiosa signada por jerarquías injustas y llena de nepotismos. Su alma se revelaba al observar el lujo de esos hombres que deambulaban por los amplios salones papales fingiendo modales amables, más atentos a su lujoso atuendo y a sus medias de seda que a los problemas que aquejaban a su comunidad. Sentía que tantos años consagrados a aliviar la penuria de los hombres, su paciencia infinita y su devoción a su Señor, le habían dado el derecho suficiente para exigir de los demás una actitud más responsable y justa. Los ojos inquisidores de los religiosos de alto rango que pululaban esperando las dádivas del Sumo Pontífice, la fulminaban con su odio escondido bajo sus togas; ella había aparecido en la vida que rodeaba al Papa como una fuente en el corazón de la selva.


Hablaron durante largas horas, en las cuales el jerarca de la Iglesia la observó y escuchó con suma atención. El Sumo Pontífice quedó plenamente convencido que aquella sólida inteligencia de profunda penetración espiritual era el ser más indicado para pacificar a las naciones en guerra y solucionar los entuertos dentro de la Iglesia.


-         Santo Padre, si todos los pueblos vitorean y aclaman a Dios con voces de alegría, ustedes, los encargados de velar por su palabra en la tierra, no debéis ser motivos de disputas. El somete con su benevolencia a las naciones poniéndola a vuestros pies, pero parece que hay malos representantes de Dios en la tierra que no hacen más que buscar el provecho común y caen en todo tipo de pecado.


El Papa Gregorio la escuchaba atentamente y de inmediato se percató de que estaba frente a una mujer muy docta en cuestiones teológicas y de una mente brillante.


-         No debemos olvidar, Santo Padre, que el Altísimo es el único rey sobre la tierra entera, que con su mirada somete al mundo entero y lo pone bajo nuestro mando. ¿Acaso no es el quien eligió para nosotros nuestra herencia y colmó de gloria nuestra existencia terrena?. Pero, ¿Qué podría pasar si el Todopoderoso viera que sus portavoces en la tierra desoyen su mandato y soslayan sus enseñanzas?


El Papa Gregorio XI quedó en silencio mirando la frágil figura de aquella muchacha provinciana de cuyos labios brotaban un sinfín de reflexiones. No entendía porque había quienes la consideraban una bruja, una moza farsante, una hipócrita o una arpía insolente. Hasta Gregorio habían llegado atroces comentarios como aquel en que se murmuraba su “amistad” con los Hermanos de Santo Domingo y donde se le calumniaba poniendo en duda su virginidad. Pero a pesar de las ofensas y las habladurías de corrillo, el Papa se llevó una buena impresión sobre aquel siervo de Dios, por lo que Catalina encontró buenas ocasiones para hablar sobre el regreso del papado a Roma y la convocación de toda la cristiandad a una nueva cruzada. El Papa no ocultó su anhelo de trasladar la Santa Sede a la ciudad de San Pedro, pero también habló de sus temores por las reacciones que esto acarrearía entre los cardenales franceses que lo rodeaban. Dos días después que Catalina se marchó de Francia, Gregorio abandonó Aviñón a pesar de todos los esfuerzos realizados por los cardenales galos. A pesar que el Pata entró en Roma montado en mula blanca, las guerras intestinas continuaron. Las noticias de ciudades conquistadas y saqueadas en medio de una vorágine de asesinatos y crueldades eran alarmantes. Para Catalina, el demonio lograba someter al mundo a su poder maléfico no por sí mismo, si no porque contaba como mejor aliado en esa cruel cruzada con el hombre mismo. Un pintoresco paisaje a su salida de Aviñón le había traído el recuerdo de la villa de su hermana, a la vera del río, entre viñedos y casitas humildes. Julio Blotte se acercó y la tomó del brazo, pues, presentía qe en cualquier momento podía caerse. Su salud iba decayendo día a día, pero la Santa entendía que su labor requería de grandes esfuerzos y no había tiempo de detenerse en cosas que consideraba secundarias.


-         Gracias, Julio mío, dijo Catalina.


De tanto andar con Catalina, la vida de Julio Blotte se había vuelto apacible, sonriente y serena; su concentración se había afinado hasta el punto de que no podía oír a un pájaro trinando a pocos metros.


No escuchó el agradecimiento de Catalina.





CUARTA PARTE


ANTES DEL FIN

“Quien hace un mal o se veja a sí
 mismo, pida a continuación perdón
 a Dios. Encontrará a Dios indulgente,
 misericordioso. Quien comete un pecado, lo adquiere   para sí. Dios es omnisciente, sabio.

   Quien comete una falta o pecado y a
   Continuación acusa de ello a inocente,
    Se carga de infamia y con un pecado
   Manifestó”
                     El Corán
             Azora IV (110 – 112)


Ante la oleada de sangre y destrucción que asomaba por todas partes, la sociedad medieval tomó sus medidas para protegerse. Para ello, las disposiciones dadas para frenar los saqueos y pillajes fueron de las más severas. Los castigos a que eran condenados los infractores de la ley eran crueles y brutales. Las multas, el embargo y el destierro era cosa común, pero la Iglesia no negó nunca su ayuda espiritual al sentenciado, de ahí que las cárceles se llenaran de sacerdotes y religiosos para acompañar al reo en su último trayecto al lugar del suplicio. Uno de los casos más sonados fue el de Nicolás di Toldo, joven noble que por haberse expresado en términos mordaces sobre los ciudadanos que gobernaban Siena, fue condenado a ser decapitado en plaza pública. Su caso fue asumido por Catalina quien cada día encontraba menos tiempo para disfrutar de la paz de su vida. Con el cuerpo consumido por las agotadas jornadas de ayuda espiritual, Catalina se las ingenió para llegar hasta aquel condenado que, loco de rabia y desesperación ante la insana severidad con que era tratado, se negaba a confesarse e inclinarse ante la voluntad de Dios.


-         ¡Cómo reconocer que esa sea la voluntad de Todopoderoso! ¿Es que acaso el Creador de este mundo es tan cruel como quienes me han condenado hasta el punto de permitirles que me quiten la vida en la flor de la juventud?


En torno a sus palabras los sacerdotes y religiosos permanecían en silencio. Nicolás de Toldo veía en ese mutismo que la razón estaba de su lado. Catalina fue advertida por varios sacerdotes que se habían entrevistado con Nicolás que todo intento por ayudar a ese hombre, cuya vida oscilaba en el platillo de la balanza entre el cielo y el infierno, sería inútil. Catalina, ducha en esos menesteres, hizo caso omiso a esas advertencias y fue a la celda donde Nicolás, cubierto de grilletes, mostraba la piel lacerada por el hierro. Di toldo se negó a recibirla maldiciendo a sus jueces; no era para menos. Cuando fue capturado, una multitud de curiosos se habían congregado en torno a su casa, vociferando y lanzando piedras a los ventanales que quedaron hacho añicos. Entre dos hombres lo sacaron a rastras; el comisario encargado de la captura lo había sacudido a su antojo para terminar abofeteándolo en plena calle, provocando la mofa de la plebe. El escudo de la familia fue arrancando del pórtico con garfios y quemando junto a sus ropas en medio de la calle. Desnudo y atado como un animal salvaje, Di Toldo fue llevado a prisión. No se asombró en absoluto por aquello que le estaba sucediendo; su vida se había desarrollado como una novela, entre las crueldades y los destierros, con los más bruscos cambios de fortuna. En el recuerdo habían quedado sus pasiones y sus deslices amorosos de su caprichosa juventud. “La fuerza moral es la fe de los hombres que se distinguen de los demás”, había dicho Di Toldo cuando se le conminaba a cuidar su lengua y alejarla de las críticas; pero un hombre de su temperamento no se amilanaba ante amenaza alguna.
Era un ser que había luchado duramente por la vida y cuyo honor y orgullo se sentían molestos en una sociedad ultra refinada. Acostumbrado a decir su parecer en voz alta, en Siena se había topado contra la mordaza, y eso, para un hombre cumplidor de sus deberes y de rigurosa probidad, significaba uno de los peores agravios contra la libertad. Cuando Catalina apareció inesperadamente en la celda, Di Toldo se asombró: no había sentido el más mínimo chirrido de las lívidas ojeras de sus ojos u de su llamativa delgadez, la santa de Fontebranda impresionó a Di Toldo. El joven noble se sintió influido por el hecho de que aquella joven mujer con sólo su fuerza espiritual hubiese logrado que el papado volviera a Roma. Al mirar los grilletes que rodeaban sus muñecas y sus pantorrillas, Nicolás Di Toldo perdió la compostura y volvió a ser el mismo renegado de horas antes, aunque un poco más reticente.


-         Dios se porta muy bien con los impíos, con los que tienen sucio el corazón. Por poco no tropiezo cuando descubrí lo bien que les va a los impuros.


Catalina dejó que se desfogue. Sabía bien llevar esos casos, había domado a muchos seres feroces y desesperados  y comprendía que lo mejor era dejarlos hablar; la incomunicación y el encierro los volvió ariscos y malhumorados.


-       Para ellos no existe el sufrimiento, sus mesas están llenas y sus cuerpos gozan de salud. Siempre al pie de sus lechos hay una cruz como la que llevas en el pecho para que vele sus sueños y espante a los endriagos de sus pesadillas. No conocen de las penurias del común de los mortales porque no les ha tocado padecer como sufren los demás. Lucen su vanidad como lucen sus joyas en manos y cuello, se visten con la violencia, de sus poros brotan la crueldad y la mentira, sus cerebros están llenos de planes y de intrigas para tumbar al enemigo. Sus ojos derraman infidencias y en sus labios no hay más que un atajo de infamias y amenazas para quienes se oponen a sus proyectos arbitrarios. No, Catalina, no me vengas a hablar de la justicia de Dios porque se rebela mi razón y remo que pueda perder el control de mi lengua y así el cielo se cubriría de reproches y anatemas.Catalina permanecía sentada sobre el apoyo de la celda atenta a cada palabra del afligido Nicolás, mientras las aletas de su nariz temblaban levemente. Pensó que todavía no era momento de consolarlo, mientras tanto el silencio de la noche que entraba por un pequeño tragaluz se hacía violento, pastoso. La pena, la impotencia y la rabia se habían apoderado del alma del sentenciado arrancándole el amor a Dios y a su Iglesia que con gran devoción había sentido en otro tiempo.


-         ¿De qué me sirvió entonces, prosiguió Di Toldo, tener un corazón inmaculado y generoso, manos limpias y lengua justa? De nada, de nada, de nada. No hubo mañana en que no me apalearan hasta arrancarme la piedad. Quizá si me hubiera vuelto como aquellos que hoy me juzgan, traicionando a los amigos, engañando, robando a expensas de Dios, quizá, digo, ¿No me hubiera ido mejor?


Tantas eran las preguntas sin respuestas que agolpaban en la mente de Nicolás Di Toldo que pobre mantellata dejó caer unas lágrimas. Catalina había logrado penetrar en los secretos de Dios como pocos lo habían hecho y confiaba en que El, tan lleno de misericordia y amor para con los oprimidos, sabría darle las palabras redentivas para penetrar en ese corazón endurecido por las desdichas. Mientras tanto lo dejó continuar.


-         Cómo se esfuman los sueños cuando uno despierta a la dura realidad que lo rodea. Es entonces que el corazón lleno de rabia punza las entrañas y el camino que va hacia Dios se tuerce y las angustias cotidianas embrutecen la sensibilidad y sólo clamamos venganza elevando el puño hacia el cielo.


El esfuerzo de Di Toldo había sido excesivo y cayó de rodillas junto al camastro. Anhelosos gemidos invadieron el calabozo. Su crecida barba cana, sus cabellos desordenados y sus ojos llorosos quebraron la fortaleza de Catalina tan acostumbrada a esos lances. Unos minutos de silencio ayudaron a Di Toldo a recuperar el resuello y la calma. Era el momento que la santa de Fontebranda había estado esperando para brindarle su ayuda espiritual. ¿Pero, tendría las fuerzas necesarias para penetrar en los abismos en que Di Toldo se encontraba? Eso sólo lo sabía Dios, ella tan sólo cayó en uno de sus acostumbrados éxtasis y su voz afloró como los manojos de espliegos y lirios blancos y morados que Alesia  arrancaba en los campos para adornar la mesa a la hora de las colaciones. Sus ojos estaban fijos en ninguna parte, como en el vacío, parecía hipnotizada, pálida y ajena a cuanto la circundaba. Sus manos acariciaban los revueltos y ensortijados  caballos de Nicolás Di Toldo.


-         Por qué tanto dolor en tu corazón, hijo mío. Quien no ha probado el pan de la tristeza no ha visto la realidad de la vida. Dios sólo da tragedias a los hombres de espíritu fuerte. Piensa en Jesús, el hijo de María. ¿Qué genio no habrá tenido que desplegar para resistir él solo el peso de toda la furia de la plebe enfurecida que pedía su crucifixión, par luchar contra la incesante afluencia de nuevos enemigos? Pero su fortaleza física, su espíritu férreo y la convicción de sus creencias mostraban que aquel gigante elevaba el entusiasmo en sí y a su alrededor; a su paso levantaba legiones de prosélitos que creían en su prédica; dialogaba con astucia y cuando atacaba a sus enemigos su palabra era un rayo mortífero que sacaba de sus casillas a sus interlocutores. Tenía la agilidad mental del luchador que se suelta de una terrible opresión, y su sagacidad verbal se redoblaba si pensaba que podía aplastar a sus opositores. Su voz, como un susurro marino, avanzaba en cada palabra adornada de bravura, iluminado de prestigio, sereno y apasionado, imponiendo su alma a un pequeño ejercito de apóstoles que sin él hubieran caído en el desaliento.


Un silencio se empantanó en la celda.


-         Dios mío, acércate hacia él y óyelo, porque está afligido y solo, triste y desamparado. Protégelo porque es devoto tuyo.
Sálvalo porque confía en ti y ahora, a los pies de la muerte, se arrodilla temeroso ante el Todopoderoso. Tú eres su Dios, ten piedad de él, te lo ruego sin descanso. Recibe a tu siervo cuando cierre los ojos a este mundo e ilumina su alma con el Espíritu Santo para que vea nuevamente con los ojos del corazón.


Catalina quedó en silencio y Nicolás, con la cabeza reposada sobre su regazo, abrió los ojos y vio la imagen de Cristo en una de las esquinas. Una luz brillante rodeaba su cuerpo. Levantó los brazos y esbozó una sonrisa.


-         La paz sea contigo, dijo.


Nicolás Di Toldo descubrió las profundas cicatrices que marcaban las palmas de sus manos. Sus ojos, fijos en la imagen del Hijo del Hombre, parecían no dar crédito a lo que veía, entonces recordó las palabras que el Señor le había dicho al incrédulo Tomás, a ese testarudo y frío apóstol : “Has creído , Tomás, porque me has visto y oído. ¡Benditos sean en los tiempos venideros los que crean sin haberme visto con los ojos de la carne, ni oírme con los oídos humanos! “. Una mezcla de emoción, miedo y ganas de gritar inundó el alma de Di toldo.


-         La paz sea contigo, hijo mío.


La habitación me hizo penumbra y la imagen se esfumó. El rostro tembloroso de Di Toldo quedó petrificado. Su mirada suspendida en el vació vio a Catalina marchando de la mano de Cristo por un sendero de lajas de mármol mientras de un límpido cielo azul bajaban como gotas de lluvia pequeños querubines. Entonces escuchó la voz de Catalina despertando de su éxtasis.


-         Ahora sé, Nicolás, que jamás cederá a las tentaciones del demonio. He tenido tu cabeza en mis manos y he sentido la dulzura que el corazón más inmaculado no podría comprender ni la boca más locuaz podría expresar, ni los ojos ver, ni los oídos oír. Tú lo has visto, tú has visto su imagen en esta habitación, puedo darme cuanta de ello porque he sentido su presencia aunque mis ojos no lo hayan visto.


El rostro de Di Toldo estaba iluminado desde el interior de sí mismo, como una centella que venía del infinito de lo incomprensible. Lloraba y reía, y a través de sus emociones y de sus desfallecimientos, encontró la salvaguardia en su amor por la poca vida que aún le quedaba y a la cual había decidido sacrificarlo todo. Cuando la joven mantellata salió de su éxtasis, Nicolás, con la voz temblorosa y los ojos anegados, dijo, casi en un susurro:


-         Lo he visto, aquí, junto a mí. Lo he visto y me ha hablado.


Durante un rato, el noble Nicolás di Toldo, gimió y se desahogó como un niño. El profundo sentimiento de aquel condenado a muerte, amalgama de alegría, turbación y reproche por sus antiguas dudas, terminó por entrar también en el alma prodigiosa de la Santa, colmándola de júbilo. A los dos días, Catalina lo esperó en el patíbulo, entregándoselo a Dios en una oración interminable. El verdugo esperaba con la hoja del hacha listo para el tajo certero. El se arrodilló, manso como un corderillo ajeno a su destino; cerró los ojos diciendo: “Jesús mío”. Catalina recibió en sus manos la cabeza de Nicolás. Ante el asombro de la muchedumbre reunida en torno al cadalso, el cuello del ajusticiado no sangró.


La fijación en roma como residencia del Papa provocó gran controversia, sobre todo entre los cardenales franceses que veían disminuidas sus influencias y, por consiguiente, sus intereses económicos. Los cardenales Moreau y Jourdan eran los más reticentes a cualquier cambio; sus fundamentos e ideas, de lo más recalcitrantes, eran defendidos con furor guerrero. Catalina había estado en Aviñón sólo unos días, pero había dejado recuerdos inolvidables. Como era de esperar, los cardenales atribuían los “desvaríos” del Papa a la intervención de aquella “bruja del demonio” que con su viaje a Francia lo había convencido para que abandonase Aviñón. No tardarían en ajustarle cuentas.


Pero con lo que no contaban es que Catalina se había liberado y sacudido hacía mucho tiempo el yugo, un poco pesado, de tomar en serio a esos obispos y cardenales regordetes que dedicaban la mayor parte del tiempo inventando nuevas cosas contra ella; su vida inmaculada se desarrollaba siguiendo los mismos procedimientos de la naturaleza y de la vida, de la flor que se abre o del árbol que crece. No dejaba que el ímpetu de su temperamento la arrastrara a tomar decisiones que la indispusieran ante el jerarca mayor de la Iglesia; ya no era la inocente e inexperta niña de las primeras apariciones de Fontebranda. Ahora sabía como batallar contra esos lobos infiltrados en el corazón mismo de la Iglesia. Durante sus estancia en Aviñón había saboreado la copa de acíbar al ver como las distinciones eclesiásticas eran tan degradantes y no podía concebir cómo aún podía haber tanto cardenalillo y tantas andorgas inútiles ajustadas con cintajos. Había visto pavonearse a muchos religiosos de escritorio con el bonete púrpura puesto sobre la cabeza de cualquier modo, la sotana arrugada y descolorida, una imagen grotesca y denigrante que no había visto ni en las parroquias más humildes de las villas marginales. Había visto como los halagos al Papa por parte de aquellos arribistas en su búsqueda de favores, hacía que los visitantes recurrieran a las sales para no desmayarse. Catalina tuvo que soportar con espanto aquella diplomacia de babas y goznes inclinados; pero sabía también que era preciso, por el bien de la Iglesia, que había que acabar entendiéndose con esa gente, ya que todo en la vida tenía un término, hasta las pasiones rencorosas...


Mientras tanto, Catalina se establecía con su grupo espiritual en el campo, al ser de Siena, donde tuvo que atender a una gran cantidad de gente que acudía a ella buscando ayuda. Un noble adinerado le ofreció uno de sus palacetes que, según dijo, ofrecía todas las comodidades para una “princesa y sus súbditos”. La frase, dicha sin mala intención, no cayó en gracia a Raimondo quien se mostró reacio a acompañar a la Santa hasta Landerello, lugar donde se hallaba el pequeño palacio. Catalina lo miró con ternura y una sonrisa se dibujó en sus finos labios. Llegados a Landerello, la Santa y su séquito penetraron en las amplias instalaciones del palacete. El sol en lo alto proyectaba un resplandor rojizo sobre el enlozado de mármol. En el centro del gran patio se levantaba un surtidor en forma de gran concha con  sus tazas de mármol que eran usadas para recoger el agua. En la segunda planta, altos ventanales cerrados con vidrieras, dejaban contemplar el patio. Alineadas, varias mesas de marfil decoradas con floreros de basalto con incrustaciones de piedras multicolores y asas doradas de origen etrusco, reflejaban un lujo magnificente. En las esquinas, unas altas y bellísimas lámparas de pie, de alabastro translúcido, ardían con sus mechas de aceite alumbrando gran parte del salón principal. Todos recorrían asombrados los ambientes lujosos. La habitación señalada para Catalina estaba ubicada junto a un vestíbulo rectangular. Al llegar al muro de mármol fenicio que cerraba el lado derecho vieron un singular adorno: un dragón de bronce, de unos veinte centímetros de longitud, clavado a la pared por una gruesa barra cilíndrica de bronce que lo mantenía separado de la superficie del muro. Los salones y las habitaciones se hallaban revestidos de unos gruesos cortinajes de color oro con filamentos púrpuras. Unas treinta columnas semiempotradas entre los altos muros lucían las más variadas y refulgentes tonalidades. Unas refinadas y pulidas escalinatas de mármol blanco que llevaba al vestíbulo y despacho de Catalina habían sido adornados con relieves de alabastro donde se veían imágenes bíblicas.


La habitación de Catalina lucía un arca de madera de cedro pulimentado, una cama alta de encina, un jarrón de baño con un espléndido jarrón persa con perfumados jazmines blancos. Un candil de bronce con figuras en alto relieve descansaba sobre una mesa de cuero en impronta. Todo aquel lujo contrastaba con la casa de sus padres en Fontebranda. Recordó ese hermoso pueblo donde había visto la luz del mundo. Evocó escenas como aquella junto a la granja de su amiga Bettina Ancona, con los campesinos brincando al son de la cornamusa mientras otros comían y bebían con placidez y evocaba también a aquellos señores adinerados llevados en bella carroza que se acercaban ceremoniosamente a contemplar aquellos bailes paganos. Recordó sus paseos bajo los bosques que al final del invierno empezaban a retoñar. Quizá la proximidad de la muerte llenaba su mente de evocaciones infantiles. En esas remembranzas le llegaba el aroma del buen vino que se cosechaba en las tierras cercanas al pueblo, esos viñedos que, ordenados matemáticamente en las colinas, recogían la luz y el calor de la mañana; daba fe de la calidad de aquellos vinos el gran tonel que uno de sus hermanos había colgado de una de las vigas del patio principal y que los visitantes festejaban como a un ídolo.
Recordó la calle que daba a la ventana de sus dormitorios. Una rúa que ascendía lentamente hasta perderse entre dos colinas inundadas de carrizos y bosques de sauces. Rememoró  las casas, grandes y majestuosas con sus parterres llenos de lilas en un arco iris lilial de perfume irritante y penetrante que perseguía a los viajeros que transitaban los olicantos, amados del ruiseñor y los jilgueros, cuyos bosquecillos animaban con su tierno color de rosa la mayoría de los coloridos y perfumados jardines de las casas. Las rúas, salpimentadas de tabernillas con el simbólico sauce, se llenaban los días de fiesta de violines, mandolinas y vino, con jadeos y cánticos a la mejor manera sienesa. Catalina evocaba su casa. Al fondo del patio, una escalera u un vergel donde forcejeaba la primavera y en el que su madre hacía la colada. Un ambiente nada aparatoso, en suma, en el que las magnolias se vestían de fiesta. A un patio más amplio, adornado con laureles de maceta, daba un invernadero con un techo puntiagudo e iluminado por simples tragaluces, donde sus hermanos gustaban reposar la comida de la tarde. Altos sarmientos, separados de la muralla por una celosía, retorcían sus viejas ramas secas frente a un panal donde su padre solía recolectar la miel de la semana. Nada llamativo había allí, como no fuera el viento que agitaba la ropa de los cordeles y doblara las ramas de uno que otro ciprés. Ningún rumor que no fuera el de las pesadas carretas de madera o el de los niños que jugaban en la calle llegaba hasta la parte trasera de la casa. Aquella mansión de los Benincasa, con la escalera de madera, era un típico albergue de la clase media: cerca de un abeto, un triste abeto, un desgastado reloj de sol remataba un portón de dos aldabas con las iniciales de la familia; una galería adornada por bajes llevaba a las tres habitaciones reservadas para los visitantes, que en épocas de cosechas, eran cuantiosos. Un barullo secó a Catalina de su ensimismamiento. En la cocina, dos criadas habían acondicionado una cena frugal. Sobre la mesa, junto a una mesa rebosante de mermelada de camuesos, había una escudilla con higos secos, damascos, nueces peladas y dátiles, primorosamente rodeados por una miel cristalina que brillaba como un diamante a la luz del sol. De improviso, Catalina se alejó del grupo hasta una pequeña capilla construida junto a una puerta labrada. Raimondo, Tomaso y Julio Blotte se acercaron hasta ella y  la encontraron sumida en éxtasis. Cinco cardenales franceses, entre ellos Moreau y Jourdan, aparecieron por la puerta recamada; Raimondo reconoció en los otros dos a aquellos que más presionaban a Gregorio IV para que regresara a Aviñón.


-         Todo no era más que una trampa para traerla frente a ellos, musitó Tomaso al oído de Julio. El Sumo Pontífice debe ignorar esta farsa, conociéndolo, no creo que halla prestado a esto.


Los cardenales vieron a Catalina con la cabeza reclinada y no se percataron que “estaba ahí y no estaba ahí”. Un cardenal octogenario, Piere di Pelvoux, avanzó y se colocó al lado de la joven mantellata. Con un ademán llamó a otro anciano de cara blanca, hinchada y redonda. Era Francois L’ Argentiére, el más grande erudito en libros hieráticos. Cuando Raimondo era un novicio, en el convento donde estaba recluido se comentaba que L’ Argentiére podía citar páginas enteras del Talmud, el Corán y de la Biblia. Había pasado más de sesenta años enclaustrado en las mejores bibliotecas de Europa leyendo todo el día y parte de la noche. Dominaba lenguas vivas y muertas en número de veinte, caso único en el círculo de intelectuales eclesiásticos. Sus cuantiosas traducciones en hebreo, latín, caldeo, sirio, arameo y árabe, eran consultadas por los hombres más ilustrados del continente. Tomaso, Raimondo y Julio Blotte, trataron de intervenir, pero la mirada gélida de Piere di Pelvoux los paralizó.


-         Ella no necesito que la ayuden, con ayuda del Todopoderoso los vencerá.

La infantil vocecilla de Alesia delle Monache, perceptible sólo a Tomaso, Julio y Raimondo, los dejó boquiabiertos y le devolvió la confianza.

-         Nombres, dijo Pelvoux girando sobre sí mismo como una penosa y mirando a los seguidores de Catalina

L’ Argentiére, obediente y sumiso, comenzó el interrogatorio:

-         ¿Los pescadores?

-         Pedro y Andrés, respondió Catalina con humildad

-         ¿Los zebedeo?

-         Juan y David.

-         ¿El zelote?

-         Simón el cananeo.

L’ Argentiére hizo una mueca de asombro y fijo la mirada en Piere di Pelvoux cuyo rostro enrojecido reflejaba su ofuscación; esperaba tumbarla al primer lance. Un gesto de disgusto alertó a L’ Argentiére que debía apretar más.


-¿Entregó el cuerpo de Jesús?


-         Longino.

- ¿Los sacerdotes de Ur?
    Gaspar, Melchor y Baltazar.

-         ¿Nombre de María?

-         Miriam.

-         ¿El estrábico?

-         Tómas.

-         ¿Nabateo a quien Pedro cortó la oreja en Getsemaní?

-         Malco.

L’ Argentiére estaba perdiendo la batalla y su reputación; di Pelvoux, la paciencia.


-         ¿Los hermanos del Cristo, en cronología?


-         Santiago, Miriam, José, Simón, Marta, Jude, Amos y Ruth.


L’ Argentiére dio un paso atrás como desistiendo, se veía perdido, como un junco que templa ante una maciza pared de roca calcárea.


Pero di Pelvoux clamó a voz en grito:


-         ¡Lugares, L’ Argentiére, lugares!

L’ Argentiére, obediente, arremetió de nuevo.

-         ¿cuna del Bautista?


-         Judá.

-         ¿Prisión de Jesús?

-         Antonia.

-         ¿Mierte de José?

-         Séforis

-         ¿Muerte de Judas?

-         Géhenne.


L’ Angentiére, casi balbuciante, exclamó:


-         Imposible, eso es imposible... sesenta años de mi vida estudiando y esta san... muchacha... no me explico, no, no...


Los otros cardenales, expectantes, miraron Piere di Pelvoux.
Su rostro desencajado no podía ocultar la humillación que sentía. En una voz imperceptible, dijo al oído de Catalina.


-         ¿La última Cena?

-         La casa de los Marcos.

Enfurecido, di Pelvoux comenzó a interrogar en arameo, hebreo, latín y sanscrito, cambiando de una legua a otra con una rapidez asombrosa; Catalina, para asombro de Tomaso, Raimondo y Julio, contestaba por igual en esas lenguas. El cardenal musitó algo que nadie pudo entender. Sus ojos enrojecidos y vidriosos impresionaron a L’ Argentiére y a los otros cardenales, pues, se decía que ese hombre no habían llegado, los cardenales desaparecieron por la puerta labrada. Después de media hora Catalina despertó. Nadie comentó lo sucedido. Días después, Julio Blotte trajo la noticia de que Piere di Pelvoux había renunciado a su puesto de cardenal y a los beneficios pecuniarios que el cargo le reportaba; había partido a predicar la palabra de Cristo por tierra ignotas.

*****

De regreso a las cabañas instaladas en el campo, las jóvenes mantellatas cantaron alabanzas el Señor. Doménica al sistro, Haideé en el tambor y Francesca en el pífano comenzaron a tocar, mientras la pequeña Alesia, para deleite de Catalina, comenzó a cantar.


Mi espíritu regocijado
Está en mi salvador, Dios,
Y mi alma glorifica al Señor
Porque puso en mí su mirada
Y ahora somos dos.

Debido a esto generaciones venideras
Me aclamarán como bienaventurada
Porque el Todopoderoso me bendijo
           Con su gloria
Y ahora mi alma habita en su morada.

El poder de su brazo acometió
contra los orgullosos,
vació las arcas de los ricos
y despojó de su trono
a los reyes poderosos.

Y a todos quienes le teman
hasta el fin de los  días
su misericordia, como río que
desborda, llegará como bálsamo
a curar sus heridas.


El tufillo que despedía un ollón de barro cocido despertó el apetito. Unas borboteantes judías, condimentadas expertamente con queso, pimiento, cebolla, hongo y laurel. Una de las jóvenes mantellatas probó las humeantes judías con una cuchara de madera y dio el visto bueno para que sean servidas. A pesar de las protestas de las jóvenes mantellatas, Catalina colaboró en el transporte de los platos de madera desbordantes en pura de sémola  y en unos garbanzos bañados en aceite de oliva, a las que la señora que atendía la cocina había agregado un pellizco de azafrán, pimienta y romero. El pequeño festín, organizado para celebrar la comunión de Alesia delle Monache, fue redondeado con unos buñuelos de miel que las jóvenes mantellatas habían frito en un ancho perol de hierro. Allí, con mano diestra, fue cocinada esa masa blanquecina previamente elaborada a base de harina, levadura, miel, huevos y leche de vaca. Después del almuerzo se sentaron bajo las sombras de los serbales, higueras y alcaparros achaparrados que daban al campo. Raimondo recordó que cuando aún era joven e inexperto novicio, visitaba una gruta junto a una capilla que quedaba ahí cerca. Catalina se ofreció a acompañarlo. Tomaron una pequeña pendiente que se hallaba relativamente próxima a un bosquecillo de algarrobos, cuyas encendidas flores rojas les sirvieron de guía y referencia. Un viento fuerte agitaba los árboles con rachas  silbantes y frías. Mientras Raimondo ordenaba sus castaños, lacios y cortos cabellos, en los que blanqueaban  abundantes canas, la doncella se puso a rezar al pie de una cruz que indicaba el camino hacia la capilla. Continuaron caminando hasta que llegaron a la pequeña construcción sagrada, la cual se hallaba perfectamente acordonada por un muro de piedra rematado por un enrejado de casi un metro de altura y que aparecía semi enterrado por una rala red de enredaderas. Un sobrio jardín de fina y menuda grama se derramaba frente a la capilla. A la derecha de la cancela de hierro divisaron un pozo, sombreado de tupidas acacias. Las voces de un coro de niños entonando letanías y responsos confundíanse con el trinar de los pájaros que revolotean por ahí. Entraron en la capilla y quedáronse observado a los niños prolijamente vestidos a la usanza campesina. Sus voces, en los altos y en los bajos tonos, eran como un coro de ángeles cuyas voces resonaban en la pequeña bóveda.


-         Pequeños ruiseñores de tapial en los sagrados bosques de Dios, susurró Catalina al oído de Raimondo.


El monaguillo que dirigía a los pequeños se esforzaba porque siguieron el libreto que tenían sobre los atriles; pero se notaba que la personalidad de aquellos jóvenes alumnos era más fuerte que el ímpetu y las exigencias del adusto profesor que, en cada gesto, parecía escapar una queja.


-         Ya esos niños se han libertado de los requerimientos de aquel esforzado maestro, dijo Raimondo sonriente.


Raimondo se retiró a orar en un rincón de la capilla; Catalina permaneció al pie de un crucifijo contemplando el rostro del nazareno. Había olvidado hacía cuánto tiempo no pensaba en ella.


Sus días pasaban de la angustia al júbilo evocando las luces y las sombras de las muchas que habían marcado su existencia: disgustos procedentes de los malos monarcas y sacerdotes que se movían entre los escondrijos de la maldad, la ambición y la soberbia; alegría brotadas de recuerdos infantiles y del amor que le profesaban quienes la acompañaban de un lado a otro en le difícil camino de hacer cumplir la palabra de su Señor. Cuando la atacaba la incertidumbre se consagraba a la voluntad de Dios y es en esa instante que su fuerza espiritual y su alma inmaculada se elevaba en un impulso apasionado, hasta las estrellas más lejanas como una oda espléndida o como una cantilena marina acompañada por un mecer de olas. Catalina pensaba mucho en Alesia delle Monache; le preocupaba su futuro cuando ella no estuviera más en este mundo y Dios la llamara a su lado. Se esmeraba, sin prisa, en prepararla para emociones más vivas. Percibía un alma tierna e inocente, pero que estaba llamada a fortalecerse para superar los turbulentas placeres, las tentaciones de la carne, la alocada jovialidad, pasajera, la alegría arrebatada y todos los condimentos que un ardor sin tasa ofrecía a los deseos desenfrenados de los hombres comunes. Notaba en la pequeña, raras veces, esos impulsos apasionados que delatan un fuego interior tan propio de los niños, como ciertos murmullos que exhalaban los volcanes aun cuando no arrojen fuego. Aunque Catalina veía la garra que hacía presagiar al león, este aún no había juzgado prudente lanzarse. Allí permanecieron la madre  y el hijo por espacio de una hora. Un joven monje del lugar se presentó ante ellos; su nombre era Patricio Pacciardi. De inmediato Catalina despertó en el tierno monje una violenta pasión erótica. La Santa estaba llegando a los treinta años y, aunque su fresca lozanía se había ido consumiendo con los años, el muchacho no pudo aplacar su ímpetu varonil ante aquella mujer iluminada por dentro por su alma ardiente. Catalina, tan experta en visualizar los pensamientos ajenos, se dejó sorprender por ese amor incontrolable. Ella le correspondió con un cariño totalmente espiritual y lleno de dulzura. Cuando Patricio Pacciardi descubrió que su pasión no era retribuida con el mismo fuego, intentó matarla. La rápida intervención de Julio Blotte evitó el fatal desenlace. Catalina fue hasta el granero donde permaneció atado a la espera de las autoridades y lo dejó libre, sin mediar palabra alguna; el monje se marchó a toda prisa. Tiempo después, Tomaso della Fonte le comunicó que Patricio había dejado los hábitos y que vivía como un anacoreta en un hospicio para ancianos donde leía la Biblia todo el día. Como penitencia, Catalina se rapó la cabeza y se la cubrió con un velo; después de un año volvería a dejarse crecer el cabello. Nunca llegó a enterarse que Patricio fue encontrado colgado de un árbol en un bosque cercano al albergue; tenía veintiún años. Della fonte y Raimondo di Capua creyeron que una noticia así podría ser contraproducente  para la salud de Catalina quien en ese entonces se hallaba con el ánimo alicaído por las luchas intestinas entre los florentinos y el papado que día a día se agudizaban. Los cardenales franceses temían que el Papa influenciara en las decisiones de Estado de algunos monarcas, decisiones que chocaban con sus intereses; abolir la confiscación de bienes, suprimir la censura eclesiástica, reducir los impuestos, proteger las letras y las artes, abrir bibliotecas públicas y otras más que les quitaba el sueño y apetito. El pueblo abrigaba grandes esperanzas en que el Sumo Pontífice impusiera su voluntad sobre esa manada de lobos embalsamados en sus sotanas y hambrientos de pode. Por otro lado el fanatismo y las discordias apasionadas de los políticos que tenían que encontrar una pacificación rayaba en la locura, pues, estaban más compenetrados en sus intereses personales que en la búsqueda de un camino concomitante  que los llevara a la paz.


Era difícil para el Papa Gregorio llegar a un acuerdo con los florentinos por cuanto estos se hallaban divididos internamente en dos grupos políticos antagónicos que querían el poder a toda costa: los güeltos y los gibelinos. Estos últimos se oponían a que Gregorio hubiera puesto a una mujer como intermediaria; la posición de los güeltos con respecto a este tema tan espinoso era contraria a la del grupo opositor, lo cual hacía más enmarañado el camino hacia la pacificación. Pero a pesar de todas estas adversidades se logró convocar una conferencia llamada “Se la concordia”, donde estuvieron los tres cardenales franceses que representaban al Sumo Pontífice y un grupo de astutos políticos representado a Florencia. Cuando todo parecía llegar a un feliz acuerdo, llegó la triste noticia de que el Papa Gregorio XI había fallecido repentinamente. Ese mismo día, 27 de marzo de 1378, la conferencia se interrumpió sin que, al parecer, se hubiera logrado acuerdo alguno; chacales u buitres volvieron sus pasos a retomar sus puestos entre las sombras al acecho de cualquier oportunidad de conde sacar partido.


Catalina permaneció en Florencia, asegurándole a Julio Blotte que no se marcharía mientras no se firmara la paz. En tanto, como legislador supremo de la Iglesia, fue elegido el arzobispo de Buri, Bartolommeo Prignano, quien tomó el cargo de Urbano VI. Catalina lo conoció desde los tiempos en que todavía era arzobispo.


-         Estoy segura, le dijo a Raimondo di Capua, que él no permitirá que en la  corte de Aviñón siga imperando la codicia, la soberbia y la mentira.


Para con lo que no contaba Catalina era con la guerra civil que se avecinaba. Güelfos y fibelinos, enfrentados, azuzaron a sus gremios a empuñar las armas. La plebe enfurecida, tremolando banderas de ambos bandos, se echaron a las calles lanzándose contra culpables e inocentes. Masas sin discernimiento asaltaron,  saquearon y aniquilaron palacio y propiedades sin distingo alguno. De ahí que cuando meses más tarde se llegó a un acuerdo de paz, la ciudad hubo de levantarse sobre los escombros dejados por la insania de los florentinos. Catalina dejó Florencia con destino a Siena. La ciudad que dejaba atrás era distinta a la del caos y la intolerancia de años atrás. Muchos de los hombres importantes de aquella hermosa y bélica ciudad se hallaban todavía en el ostracismo o habían sido asesinados.


-         Qué lamentable es, querido Tomaso, que la paz entre los hombres se logre con ríos de sangre, dijo Catalina antes de partir.


Catalina vivía sus días aliviado las necesidades de los otros, terminando una labor apostólica y empezando sobre la marcha otra. Los años no habían pasado en vano; la savia y la fuerza se le desbordaban. Nunca se detenía a pensar, como sí, lo hacían quienes estaban cerca de ella, hasta cuando ese frágil cuerpo que encerraba un espíritu y un alma tan grande soportaría ese ritmo de vida. Algunas veces, en plena fuerza de desarrollo espiritual y de vida, se interrogaba a sí mismo y descendía a lo más profundo de su ser. De ahí que, Presagiando el cisma que se venía en el seno de la Iglesia, envió una carta al Papa Urbano VI. La larga misiva ponía al Sumo Pontífice en alerta contra sus enemigos y resaltaba la importancia de la Ley del Señor como punto de partida para alcanzar cualquier objetivo.


“Quienes guardan los mandamientos de Dios y buscan los   caminos que llevan a El, hacen más llevaderos sus días sobre este polvo que absorbe lágrimas, sangre y dolor. Recuerde siempre, Padre santo, que el Todopoderoso nos Dio sus sabios preceptos para que los cumplamos puntual Mente. El hombre, en plena fuerza de desarrollo espiritual y de vida, se interroga y desciende a lo más profundo de sí mismo. Si nuestro andar es recto no quedaremos confundidos cuando los torbellinos de maledicencia de nuestros enemigos toque a nuestras enemigos toque a nuestras puertas. No permita, Padre mío, que fuerzas oscuras desvían sus decisiones, ni que las palabras que salgan de su boca sean aprovechadas por sus adversarios para mover los cimientos de la Iglesia de Cristo. Las palabras suelen ser como los mares encabritados por el viento; con la misma fuerza que van, regresan. Cuente todos los días los decretos sagrados que nos ha transmitido Nuestro Señor. Medite cada noche sus decisiones y piense atentamente en la voluntad de Dios. Abra bien sus ojos, aguce sus oídos, que su mente esté despierta desde el alba hasta el ocaso. Cuando todo Nuestro Señor. Medite cada noche sus decisiones y piense atentamente en la voluntad de Dios. Abra bien sus ojos, aguce sus oídos, que su mente esté despierta desde el alba hasta el ocaso. Cuando veo que la claridad del sol resplandece sobre el mar o cuando la luna llena se posa en las tranquilas aguas de las fontanas, pienso en usted, Señor mí, con la devoción y la sumisión de un jilguerillo que regresa al nido: Yo rezaré todos los días par que mis oraciones velen su sueño y aun, en su vigilia, mi corazón, mi alma y mi espíritu estarán junto a usted, Padre Santo”.


Urbano recibió con algarabía la misiva de la joven mantellata. De inmediato ordenó a todos los religiosos de latos cargos que estaban parasitando en Roma que se reintegraran inmediatamente a sus lugares de origen a cumplir las funciones que se les había encomendado. El lujo y la vida mundana de muchos cardenales llegó a su fin con la implantación de una serie de bulas firmadas por el Papa. Como era de esperar, los enemigos del nuevo Pontífice, sobre todo los cardenales franceses y provenzales, comenzaron a azuzar la idea de que la elección de Urbano era un fraude, pues, ellos habían tenido que votar a favor de él, porque una plebe enardecida había tenido que votar a favor de él, porque una plebe enardecida había irrumpido en el recinto de la capilla vaticana amenazándolos de muerte si no se elegía a Prignano. Los rumores de que Urbano iba a elegir nuevos cardenales hizo que los religiosos franceses conspiraran para elegir a otro Papa. Fue así que, con la abstención de los tres cardenales italianos, los conspiradores eligieron al cardenal Roberto de Ginebra, quien tomó el nombre de Clemente VII. De inmediato fue considerado un antipapa o dicho  de otro modo, según las palabras de uno de los cardenales italianos, “un farsante con tiara de monigote”. Catalina envió una carta de apoyo y consuelo al Sumo Pontífice en la cual lo previene para que en esos momentos difíciles se rodee de personas de confianza, de “verdaderos guerreros del Señor”. Ella había previsto el sismo y creía su deber dedicar sus ya gastadas energías en buscar una solución a aquel conflicto que debilitaba los basamentos de la Casa de Cristo en la Tierra. Raimondo acompañó a Catalina en su retiro espiritual y, salvo raras ocasiones, sólo Tomaso y Julio podían acercarse a la celda en donde, a través de sus éxtasis que ahora eran más frecuentes, podría meditar, reflexionar y analizar la problemática papal. De noche contemplaba el cielo y meditaba sobre la armonía de los astros. Su alma entregada a sí mismo en la soledad de aquel lugar apartado rodeado de tilos, entre las fantasmagorías de las sombras, sucesivamente afligida, reconcentrada, perturbada y serena, caía en frecuentes éxtasis bajo las estrellas, como encerrado en un firmamento oscuro puntillado de infinitos luceros intermitentes. Su vida transcurría allí como la lenta continuidad de las nubes del atardecer, hundida en un ensueño de misterios, fantasías y reflexiones. Un día una de las criadas de una huerta cercana burló la férrea vigilancia de Raimondo quien había ido a beber agua de un arroyuelo. La muchacha no quiso desaprovechar la oportunidad de ver de cerca de la tan mentada Santa a quien de paso quería pedirle que intercediera ante Dios para que cierto jovenzuelo cediera a sus encantos. La muchacha ingresó en la habitación y a los pocos segundos salió a las volandas gritando como una loca “esa mujer vuela, es una hechicera”. Raimondo entro en la celda, el cuerpo rígido de Catalina se levantaba del suelo unos treinta centímetros. La muchacha se hallaba arrodillada, los ojos cerrados y la cara encendida por una alegría sobrenatural. Cuando Tomaso y Julio vieron a Raimondo di capua con el rostro congestionado.


El espectáculo que se ofrecía en aquella cámara haría que la espantada muchacha propagara bulos y rumores entre la población que, a fuerza de ir de un lado a otro, terminaban siendo inadmisibles. Julio Blotte le dijo a Tomaso que la superstición entre aquellos pobladores era tan variopinta como arraigada: “De una gotera hacen un diluvio y donde asoma una chispa avizoran un incendio”.

A pesar de las constantes murmuraciones que se hacía sobre sus frecuentes peregrinajes, Catalina siguió viajando, llevando la palabra del Señor hasta donde sus fuerzas se lo permitían.


-         Sé que algunas lenguas malévolas andan diciendo que una virgen consagrada a Dios debe permanecer enclaustrada en su celda y practicar el bien en silencio; te das cuenta, Raimondo, como si yo fuera un animal. No, que no crean que voy a quedarme con los brazos cruzados; seguiré llevando consuelo espiritual  todos aquellos que lo necesiten.


Minutos más tarde, Raimondo di Capua pidió a Julio Blotte que hiciera una visita a la asustada muchacha, antes de que abandonaran Siena.


-         Le hará bien hablar contigo, en el seminario sabías contar historias que ayudaban a los internos que necesitaban ayuda cuando comenzaban a sentirse agobiados por el encierro.

*****

El sol despuntaba cuando Julio tomó el sendero que llevaba al pequeño pueblo de Pontenero, donde se hallaba la huerta en que trabajaba la muchacha. En los campos y veredas que iba dejando atrás se apreciaba una intensa actividad. A cada momento se cruzaba con carretas, campesinos, pequeños rebaños de ovejas, cabras, bueyes o piaras de cerdos. Interminables campos verdes se iban sucediendo uno tras otros. Montes, lo mas y planicies aparecían cubiertos de hierbas y flores sin Principio ni fin. Bosques de encinas y terebintos – frondosos y ramificados – se contaban en grandes cantidades. Todo ese verdoso hizo que Blotte recordara su agitada y dura niñez. Junto a su madre había recorrido lugares como esos cuando su padre, fingiendo un viaje de negocios, dejó la casa para no regresar jamás. En esos paseos había descubierto el encanto de la naturaleza; las rojas anémonas, los lirios, las margaritas de péta los blancos y amarillos, las hortigas y los cardos cargados de unas florecillas violetas. Así anduvo durante largas horas, preso de aquel embriagante colorido y de la fragancia que exudaba la tierra mojada, sin saber que rumbo tomar. Para suerte suya, un hombrecillo de aquellos lares lo llevó en su carreta hasta su destino.
-         Para regresar tome el mismo sendero hasta el cruce que va hacia Valle Grande. De ahí le será fácil retornar, le dijo el lugareño colmándolo de atenciones.


La muchacha, a quien llamaban Rocetta, se mostró asustadiza cuando Julio le dijo que era miembro de la comitiva que siempre la seguía.


-         Sólo he venido para conversar contigo unos momentos, no tienes nada que temer, le dijo Julio con un tono amigable y conciliador.


La muchacha así lo entendió y permaneció sumiso mientras el dominico le hablaba. Le dijo que debía controlar sus sentimientos hacia los hombres, pues, de otra manera estos podían tomarla como una aventurera.


-         Si ese muchacho siente por ti lo mismo que tú, no te cabe más que esperar que venga a ti.


La muchacha asintió con cierto nerviosismo.


-         Ahora quiero hablarte de alguien que tú conoces, de Jesús, de su bondad y de las muchas cosas que hizo y que ante nuestros ojos y entendimiento parecen inconcebibles.


Rocetta seguía atenta a cada palabra, como queriendo encontrar en ellas explicaciones a lo que había visto en aquella celda.


“Después de comer con sus apóstoles y con una muchedumbre que lo había seguido hasta una ciudad llamada Berhsaida, Jesús ordenó a sus discípulos que tomaran su barca y atravesaran el lago Tiberíades hasta llegar a la otra orilla, hasta Cafarnaún. “Allí me esperaran mientras me encargo de despedir a esta multitud que ha venido para escuchar el mensaje que me ha dado mi Padre”.


Conociendo la excitación de las turbas y sabiendo que entre ellos había muchos agitadores políticos, Jesús quiso proteger a sus discípulos enviándolos a otro lugar.


Nadie como él para manejar a esos fanáticos que sólo buscaban un masías para provocar el caos y el desenfreno entre los pueblos. Es así, que en breves minutos, supo desentenderse de aquella multitud donde se amalgamaba gente buena y gente mala. Una vez solo, Jesús se retiró a una montaña cercana donde pasó buena parte de la noche orando. Entretanto los discípulos habían decidido esperar a su Maestro por si éste se animaba a embarcarse con ellos. Al ver que no aparecía decidieron marcharse, internándose en el lago. Una sombra de temor nubló sus pensamientos. Todos iban cabizbajos, pues, no se sentían plenamente satisfechos con la orden dada por Jesús.
Se hallaban intranquilos, tanto por la abrupta separación de un Maestro como por la dificultad y el riesgo que significaba atravesar las aguas del lago de noche.


Sabían que entrada la primavera, el lago Tibaríades, después de un día caluroso y sereno, solía ser embestido por vientos fríos y fuertes cuando declinaba el sol.


Y así sucedió aquella noche haciendo que la navegación se tornara casi imposible. El fuerte viento los obligó a amainar la vela, ahora nociva y peligrosa, por lo cual tuvieron que remar. Las olas arreciaron azarosamente estorbando la marcha de la barca y exacerbando los ánimos. El más nervioso era Pedro, quien no cesaba de recriminar a sus compañeros por tan loca aventura. Felipe y Andrés trataban de calmarlo, pero Pedro, incontenible y reacio como era, siguió gesticulando y farfullando incongruencias. Nunca había sido cauteloso con su boca y su irreflexión y su presuntuosa confianza en sí mismo le habían acarreado, desde muy joven, un sinfín de problemas.


Había luchado contra esa debilidad, pero siempre salía derrotado. Los ánimos empeoraron cuando cayeron en la cuenta de que sólo habían recorrido unos cinco kilómetros. Faltaba como un tercio del trayecto para desembarcar en Cafarnaúm y el cansancio acrecía el malhumor de los navegantes. De pronto el mar se calmó y, entre la oscuridad matinal y el salpicar de las olas, los discípulos distinguieron apoca distancia de la embarcación a un hombre que caminaba sobre el agua”


Crocettta, al escuchar esto último, abrió los ojos sorprendida, sus labios temblaron como queriendo decir algo, pero con un rápido ademán de las manos, Julio la detuvo.


“Miren hacia allá”, se escuchó la aterrada voz de Felipe mientras señalaba la figura que lentamente se fue haciendo más nítida. Todos vieron una figura humana que parecía ir directo a la barca. Los ojos asombrados de los discípulos reconocieron a Jesús. Mateo se puso en pie y con la venas del cuello hinchadas, gritó espantado: ¡Es un fantasma!, ¡Es un fantasma!, remachó con ritintín. Un dolor afilado, entre ceja y ceja, lo hizo callar. Apretó los puños, y cerrando los ojos, luchó, por calmarse y recobrar la serenidad de la que siempre hacía guisa. Un sudor frío humedeció los cuerpos de aquellos hombres en cuestión de minutos y comenzaron a gritar atemorizados llamando a Jesús. Entonces se escuchó la voz del Nazareno: “Por qué me llamáis como si estuviera lejos cuando estoy aquí, al lado de ustedes, hijos míos. ¡Animo! Soy yo. No tienen porque temer”. Hubo un prolongado silencio. Luego, Andrés, balbuceó: “Ayúdanos, Señor”. Jesús, quien permanecía quieto, replicó: “No os he dicho ya, pedid y se os dará, buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe, y el que busca encuentra, y a quien llamarle abrirán. Pues, ¿qué hombre hay entre vosotros, a quien su hijo le pide un pan, le dará acaso una piedra? ¿O si se le pide un pescado, le dará acaso una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenos dones a vuestros hijos, ¿Cuando más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a quienes le piden?. Todos, menos Juan, se arremolinaron en uno de los extremos de la embarcación. Haciendo uso de su temple, el discípulo amado, dijo: ¿Por qué maravillarnos?: quien pudo multiplicar los panes y los peces hace pocas horas bien pudo caminar sobre las olas”. Pero el incrédulo Pedro quiso asegurarse y, poniéndose de pie y con cierto temor, dijo: “Maestro, si eres tú verdaderamente, haz que yo pueda ir hacia ti sobre esta agua”. Jesús, sonriente y contemplativo, repuso serenamente: “Ven hacia mí, Pedro”. Impulsivo y medroso, el discípulo saltó la borda, caminó sobre el agua con mucha cautela, y se acercó a Jesús. El experto pescador de Cafarnaúm nunca se había adentrado en el agua de aquel modo, pero precisamente su experiencia lo traicionó. Y cuando se encontró solo, envuelto en las tempestuosas olas, se apagó en él la llama de la fe que lo había hecho abandonar la barca y sintió miendo. El pavor lo hacía hundirse lentamente como en arenas movedizas y entonces gritó aterrorizado: ¡Señor, sálvame por favor. No quiero morir!”. Y al instante Jesús le tendió la mano, lo sujetó fuertemente y le dijo: “Hombre de poca fe, ¿De qué dudaste?”. Ambos subieron a la barca. Pedro miró a los asustados discípulos que se hallaban al otro extremo de la embarcación y luego, inclinando la cabeza, musitó:”Sólo te serviremos a ti, Señor”. Jesús se acomodó en la barca y mirándolos fijamente a los ojos, dijo: “No os he dicho que nadie puede servir a dos señores. Porque a uno odiará y amará al otro, o a uno se adherirá y al otro despreciará. No podéis servir a Dios y a la riqueza. Por esto os digo: no os aferréis por vuestra vida, respecto a lo que comeréis o beberéis, ni por vuestro cuerpo respecto a lo vestiréis. ¿No es el alma más que la nutrición y el cuerpo que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran ni riegan, ni reúnen en graneros y vuestro Padre celeste las nutre. ¿No valéis vosotros más que ellas? ¿Quién de vosotros, afanándose, puede añadir a su edad un solo codo? Y respecto al vestido, ¿Por qué os afanáis? Considerad los lirios del campo cómo crecen: no trabajan ni hilan. Y os digo que ni aun Salomón en toda su gloria estuvo vestido como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy existe y mañana se arroja al horno, Dios la viste así, ¿No os vestirá mucho más a vosotros, ¡Oh! Escasos de fe? No os afanéis, pues diciendo: “¿Qué comeremos?”, o ¿Qué beberemos?”, o “¿De qué nos vestiremos?”.


Porque todas estas cosas buscan los paganos; sabe, en efecto, vuestro Padre celestial que necesitáis todas estas cosas. Buscad primero el reino y su justicia y todas estas cosas se os darán por añadidura. No os afanéis, pues, por el mañana, que el mañana se afanará por sí mismo. Basta a cada día su afán”.


El viento apagó su fuerza y los discípulos vieron cómo la barca, en pocos minutos, alcanzó la orilla opuesta. En el breve recorrido en calma, hubo en la embarcación un reinante asombro. Los seguidores del Maestro cayeron a sus pies exclamando: “¡Verdaderamente, eres hijo de Dios¡”.


Julio Blotte concluyó su historia con un largo silencio.


-         ¿Comprendes ahora, muchacha, que lo que viste no  es nada extraordinario sino el producto de una fe muy grande?
-         Sí, contestó Crocetta.


Recuperada la serenidad, sus mejillas lucían ahora sonrosadas, su boca sonriente. Julio besó su frente y se marchó.

*****

Ya llegaba la noche y como el cielo lucía sereno y despejado, Julio decidió pernoctar al socaire, dormir en la hierba como lo había hecho muchas veces cuando niño. Llevaba consigo una manta, un trozo de pan de alforfón, un poco de queso y unos tres tragos de vino blanco. Julio abandonó Pontenero con las primeras estrellas centelleantes y el Héspero luciéndose en el cielo vespertino. Había dicho a Raimondo que cabía la posibilidad de que no regresaba hasta el amanecer. Así que no había preocupación alguna que lo inquietara.


Se sintió regocijado en aquel ambiente. Amaba la expresión de la naturaleza en sus más íntimas manifestaciones: un ligero viento rumoreado entre las cumbres como el anuncio de un sutil cortejo; una flor descubriendo sus pétalos en una sinfonía de aromas y colores; el trino de un pájaro, suave y sonoro como el canto de una doncella atrapada por el amor entre zarzales silvestres. Un bonito lugar para recordar, pensó. ¿Recuerdos? Pero, qué recuerdos, se dijo. Las risas, los gestos de alegría, las palabras afectivas, los buenos momentos, los olores, los sonidos, los afectos pasaron a su alrededor durante la infancia como relámpagos sin rayos; bien supo que todo eso pertenecía a los demás y que nada había para él para guardar en la aljaba de su memoria. Así permaneció en aquella soledad, entregado a aquel instante monótono y apacible, escuchando y contemplando la inefable sinfonía de la naturaleza, cuyas bellas notas se desprendían de las montañas, del aire que pasaba entre los cedros y los pinos. Comió con frugalidad y se tendió sobre la hierba ligeramente húmeda colocando su morral a manera de almohada. Un frescor agradable recorrió su cuerpo de pies a cabeza. Miró el firmamento lleno de estrellas y repentinamente le vino a la memoria las últimas palabras de la historia contada a Rocetta: “¡Verdaderamente, eres hijo de Dios! Julio pensó que Jesús debía haberse dado cuenta que no le decían el “hijo de Dios” por excelencia, el Mesías esperado, sino que lo proclamaban como un hombre extraordinario a quien Dios había otorgado los más amplios favores. “Ahí quedaba una mancha oscura, pensó el dominio. Al querer encuadrar este nuevo prodigio junto con los otros dentro de una visión de conjunto, aquellos navegantes apóstoles que tenían aún el estómago ahíto del pan milagroso y de la carne blanca de pescado y los ojos plenos de la imagen del supuesto fantasma caminando sobre el agua, no lograban obtener un juicio completo de toda la visión. Repetíase en su interior el mismo razonamiento hecho pocas horas antes por las multitudes que comieron del pescado y del Pan multiplicado: si este judío sabe producir milagros tan poderosos, ¿por qué no se decide a obrar como poderosa “rey mesiánico” de Israel? ¿Qué lo retiene? La imaginación y la reflexión de Julio fueron más allá. Cerrando los ojos se vio transportado a las orillas del lago Tiberíades. Vio las sosegadas aguas del lago palpitar, jaspeadas de plata, verde jade y azul zafiro. No muy lejos, bandadas de aves provenientes de los cerros vecinos, caían como nubes blancas sobre el pequeño mar.


Un gran número de pequeñas embarcaciones bogaban con soltura, prevenían de todos los puntos del lago, siguiendo a los pájaros que en sus picados señalaban con gran precisión la ubicación de los bancos de peces. Vio a lo lejos, como puntos en el horizonte, las ciudades de Hippos, Gamala y Korsi. Vio a algunos pescadores a la orilla del lao preparándose para la jornada. Sus redes y todos sus aparejos de pesca eran transportados hasta las barcas que eran mantenidas en la orilla con unas piedras bien pulimentadas en forma de pirámide que, atadas a la embarcación por una soga, hacían las veces de ancla. Los vio calzarse con gran esmero unas sandalias con suela de esparto pulcramente perforadas por sendas parejas de tiras de cuero de vaca, debidamente ajustadas, que se enrollaban a la camilla de la pierna. La frondosidad cercana al lago lo dejó estupefacto. Los bosques de algarroba, cipreses, alfóncigos, plátanos orientales, acebuches, palmeras y encinas, entre otras especies, se disputaban las orillas de los ríos vecinos.


Cuando llegó a la desembocadura del río Jordán, Julio cayó de rodillas, emocionado hasta las lágrimas. Tomó un poco de agua del río y humedeció su rostro. Las palabras de los evangelistas vinieron a su mente mientras sus ojos, clavada la mirada en el cenit, vieron el cielo que había visto a Jesús al recibir el bautismo del hijo de Elizabeth.

“Vino Jesús de Galilea al Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él. Juan se oponía, diciendo: soy yo quien debe ser por ti bautizado, ¿y vienes tú a mí? Pero Jesús le respondió: Déjame hacer ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia. Entonces Juan condescendió. Bautizado Jesús, salió luego del agua. Y he aquí que vio abrírsele los cielos y al Espíritu de Dios descender como paloma y venir sobre él, mientras una voz del cielo decía: “Este es mi hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias”.


Bajó la mirada y vio un follaje verde, copioso y sano que aparecía en colores rojo pardo, amarillo, magenta, índigo y púrpura oscuro. Los altos enebros, azufaitos y acacias podían contarse por centenares, descubriendo fértiles bosques de bananos silvestres, cuando llegó a la desembocadura del río Jordán, Julio cayo de rodillas, emocionado hasta las lágrimas tomo un poco de agua del río y humedeció su rostro.
Las palabras de los evangelistas vinieron a su mente mientras sus ojos, clavada la mirada al cielo, vieron el cielo que había visto a Jesús al recibir el bautismo del hijo de Elisabeth.


“Vino Jesús de Galilea al Jordán y se presentó a Juan para su bautizado por él Juan se oponía, diciendo: Soy yo quien debe ser por ti bautizado, ¿y vienes tú a mí? Pero Jesús le respondió: Déjame hacer ahora, pues conviene que cumplamos toda Justicia. Entonces Juan condescendió. Bautizado Jesús, salió luego del agua. Y he aquí que vio abrírseles los cielos y al Espíritu de Dios descender como paloma y venir sobre él, mientras una voz del cielo decía: “Este es mi hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias”.



Bajó la mirada y vio un follaje verde, copioso, como que aparecía en colores rojo pardo, amarillo, magenta, índigo y púrpura oscuro. Los altos enebros, azufaitos y acacias podían contarse por centenares, descubriendo fértiles bosques de bananos silvestres, ¡carrizos y olorosos Juncos; un barullo proveniente de un lugar cercano llamó su atención. Una multitud congregada a unos quinientos metros esperaba la llegada de una barca. Como hacia ella llevado por su instinto. Parte de su vestido había quedado medio enganchado en los pimpollos de mi alcaparso silvestre casi sin aliento llegó cerca de aquel grupo compacto que aclamaba el nombre de Jesús. Momentos después vio a Jesús junto a sus discípulos provenientes de cafanatím. Aquellos minutos de espera lo ayudaron a recuperar el resuello. Vio su extraordinaria talla que lo convertía al lado de los que allí estaban en un pequeño gigante. Llevaba un manto púrpura con ceñidos magenta a la cintura.


 Sursìrlo mientras El, sin mucho esfuerzo, esquivaba sus embestidas. Entre el Júbilo de los niños destacaba su risa, límpida, amorosa y rotunda. Muchos quedaban boquiabiertos al verlo saltar, correr revolcarse, entregado a las  interminables requerimientos de aquellos niños. Las madres de los chiquillos se acercaron a recoger a sus hijos al final del juego. Ellas se intimidaron ante la imponente figura de aquel  hombre atlético y hermoso. Los discípulos, sobre todo Judas, las miraron con malestar.


El nazareno era consciente de la marginación en que se tenía a la mujer. Como tratando de reivindicarías por la ofensa que despertaron de sus prosélitos, Jesús extendió sus manos hacia ellas en señal de saludo. Ellas retrocedieron asustadas, pues, no estaban acostumbradas a ese trato, pero luego se fueron acercando y tomando sus manos las besaron. Esto despertó un barullo entre los hombres allí reunidos y mas de gruñido entre los discípulos. Cuando las madres se fueron alejando de la mano de su niños, sonrientes y complacidas de la atención que aquel varón, joven y hermoso, le había concedido. Jesús regresó al grupo y a los pocos minutos Julio pudo ver sus manos largas y velludas partir unos panes que uno de sus discípulos había recibido de manos de mi muchacho. Los trozos de pan fueron repartidos entre los grupos formados, recibiéndolos aquellos que  carecían de vitualla alguna, induciendo al resto de la multitud, con la eficacia del ejemplo, a heces otro tanto con los panes que tenían en sus alforjas de viaje. Julio  vio que esa vestimentas de aquel vulgo eran similares, con ligeras diferenciaciones. La mayoría llevaban túnicas de los más variados colores; algunos llevaban otras de repuesto para protegerse mejor del frío o mudarse tras un aguacero. Sólidos borceguíes cubrían sus pies, necesarios para andar con seguridad por caminos escabrosos. Un nudo so bastón en forma de maza para defenderse en peligrosos encuentros era también parte de la indumentaria. Lentamente y con paso calculador, Julio fue adentrándose en ese maremágnum donde pudo constatar las diferentes lenguas en que se comunicaba esa gente. De improviso, una leve discusión entre uno de los discípulos y un pequeño grupo llamó su atención. De inmediato concluyó que el discípulo no podía ser otro que Judas, el hijo de Simón de  Keriot, pues, era llamado asó por uno de los hombres del grupo.


-         Yo también pienso como Usted, dijo el Judas Iscariote. No sé que lo retiene si tanto poder posee porque de un a vez no organiza una rebelión contra esos romanos mal nacidos y los aplastamos como moscas.


Todos lo escuchaban atentos.


-         ¿Y por qué no le hablas de ello?, dijo un Joven judío de gran corpulencia.


-         Claro que sí, Judas, tú eres el más astuto, el más culto y el más indolente de todo ese grupo de tontos que lo rodean.


El Iscariote asintió y calló al ver que uno de los discípulos pasaba cerca a él llevando en un pequeño cesto trozos de pan y pescado. Luego prosiguió:


-         Estoy esperando el momento propicio para proponerle una rebelión a gran escala. Tenemos gente de Corazaínn, Magalala, Nazareth, Gadara, Samaria, Cesárea, Bersel, Hebrón y hasta de sitios tan remotos como Damasco, Kerak, Masada y Emmaus dispuestos a unirse a la causa. Nos une un odio común hacia los romanos.


Judas escupió una espina y agregó:


-         A veces al escucharlo decir que debemos amar a nuestros enemigos y que hay que poner la otra mejilla cuando nos golpean, me rebelo y me dan ganas de lanzarme a las montañas, montar un ejército, empuñar la espada y caer sobre esos malditos romanos.


El arameo que hablaban era muy defectuoso, por lo que Julio, disimuladamente, se acercó a ellos un poco más. Uno de los del grupo reparó en aquel hecho y con un gesto puso en alerta al Iscariote Judas, instintivamente, llevó la mano hasta su ceñidor y tomó la cacha de su daga avanzó hacia el dominico quien quedó petrificado. Un fuerte olor a oveja y unos fuertes Galidos sacaron a Julio de su ensueño cuando despertó, un pequeño rebaño de ovejas guiado por un viejo pastor casi lo embiste.


-         Disculpe usted, Señor, pero mis ovejitas no lo vieron, dijo el anciano.


Julio necesitó de unos segundos para tomar conciencia del lugar y el tiempo en que se encontraba. ¿Cuánto había dormido? No lo podía precisar, estaba anonadado por aquel sueño. Había visto al Nazareno, tan cerca como estaban ahora esas ovejas y aquel humilde pastor. Se sintió complacido. Sin mediar palabra alguna, tomó sus bártulos, dio más monedas al viejo y continuó su camino. El hombre se rascó la cabeza y quedó pensativo. Raimondo y Tomaso ya estarían preocupados por su ausencia. Había que darse prisa.


*****

A paso vivo, Julio fue dejando atrás, los bifurcantes caminos que había recorrido el día anterior. Tal como le  había indicado el hombre que lo transportó en su carreta, Julio Blotte logró llegar hasta el cruce que iba al llamado valle Grande.


De ahí para adelante la ruta se le hizo conocida. Pasó por pequeñas aldeas en las que no había reparado. Entre los nogales, sicómoros e higuerillas que sombreaban la ruta, distinguió bandadas de pardas alondras y otros pájaros que zigzagueaban inquietas sobre las filas de olivos y acebuches del otro lado del camino. El único ronroneo de la molienda matutina fue en aumento a medida que se acercaba a aquellas modestas casas techadas con paja apisonada vio a unas mujeres que colocaban en cestos de mimbre un aromático pan de cebada y trigo espolvoreado con azúcar molida y canela que no tardaría en ser transportado a los mercadillos vecinos para su venta o trueque por otros artículos comestibles venidos de allende, como conservas de frutas secas, aceite de oliva, salazones de pescado, pasas, comino, clavo de olor, tomillo, azafrán, lentejas, habas, miel blanca, puenos, dátiles, garbanzos, eneldo, o arvejas; en otros casos, las provisiones de pan de manteca o enrollados de pan de higo, tan diestramente elaborados por las mujeres del lugar, eran intercambiados por artículos difíciles de conseguir como cántaros, turbantes, platos y cucharas de madera, cribas, cazos, cuchillos, cedazos, planchas para colocar  sobre el fuego, coladores o hinteros elaborados por diestras artesanas junto a las casas de construcción modesta, los campesinos alistaban sus aperos de labranza. A otros, los más madrugadores, se les veía encorvados sobre la tierra, hundiendo sus lampas o asadores bajo los conos de sicómoros, alfóncigos y almendros. Visto desde lo alto de los montes vecinos,  Aquello parecía un laberinto de partenes de minifundios, bosquecillos de hortalizas, molinos, riachuelos, huertas, pequeños apartados de legumbres y almunias de tejados de paja.


Ese mare mágnum de belleza llegaba a su fin a medida que Julio abandonaba el valle. Todavía logro divisar un gombío y espeso bosque de tamariscos y gruesos citamos, donde mariposas variopintas sobrevolaban como hojas  desprendidas de los árboles sobre las flores rosadas de las adelfas, entre los tulipanes y las anémonas multicolores o posándose sobre las azucenas o los verdiosanos y perfumados manojos de menta.
El corto viaje había terminado y la misión que Raimondo di Capua le había encomendado se había cumplido. Julio se sintió satisfecho.

*****

Los viajes en carretas mal astilladas, otras veces a pie o en viejos mulos que gente generosa les obsequiaba, eran verdaderas odiseas para aquel grupo de transportes que tenían en común no solo su amor incondicional a Dios, sino la promesa de vivir en pobreza voluntaria y a merced de las limosnas.


La mayoría de las veces dormían a la intemperie, en carpas improvisadas diestramente armadas por los varones, desafiando las frías noches con sus fuertes vientos, siempre al socaire. Tras una noche de intranquila duerme vela, con el corazón agitado por la incertidumbre, catalina recibió la noticia de que el Papa la requería en Roma con urgencia. Al día siguiente el sol despunto raudamente y una luz rasante y guosolada baño el horizonte. En cualquier dirección que se mirara aparecían lomas, planicies, montes y valles, todos cubiertos de un manto vegetal multicolor sin principio ni fin. Los caminos descendentes los recorrían con lentitud, pues, no querían correr el riesgo de perder alguno de los mulos por agotamiento ni mucho algunas de las endebles carretas, cuyo constante mantenimiento ere crucial debido a lo deteriorado que estaban los caminos por las lluvias y los aguaceros. Una serie de senderos se acomodarían se entrecruzaban como una telaraña delimitando un sin numero de parcelas de regadío, bosquecillos  de frutales, pequeñas huertas con sencillos chamizas que hacían las veces de vivienda. Cuando llegaron al pueblo de Montalcino, encontraron un autentico vergel colmado de almendros, higueras, nogales, olivos, manzanares, papayos, melones y toda suerte de árboles frutales que Alesia, como gran conocedora, nombraba a cada paso.


-         Ese es Saverio Ceratte, dijo Doménica. Yo nací cerca de aquí, en mi pueblo llamado Pienza, y hasta allí llegaba la fama de ese hombre por su tacañería.


Todos vieron menos Catalina, quien miró a la pequeña Alesia, destornillándose de risa. El obeso hortelano se rascó el mentón al ver que aquel grupo no tenía intenciones ni dinero par comprarle frutas.


Pero no queriendo pasar por descortés ante la conocida mantellata sienesa, trepó a uno de los nísperos. Su edad avanzada y la grasa acumulada en su vientre y lomos por una dieta rica en grasas y harina, le imposibilitaban escalar con comodidad. Luego de arrancar unos cuantos granos se los ofreció a Catalina quien los aceptó humildemente. Los frutos eran tan escasos que cabían con holgura en una de sus manos; pero todos quedaron asombrados al ver que, después de repartir un níspero para cada uno, todavía quedaban entre sus blancas manos unos cuantos. Lo más inexplicable vendría horas más tarde, cuando nadie pensó en la cena, pues, todos se hallaban atentos con la austera “comida” de la tarde. Alesia había quedado conmocionada por lo sucedido en el huerto, por eso Raimondo creyó necesario la intervención de Julio una vez más. “Esta noche, después de la oración”. El dominico asintió. Antes de acostarse, la niña notó la visita de Julio Blotte. Portaba en una mano un candil de bronce y en la otra una Biblia bellamente encuadernada en cuero. Le contó que se la había obsequiado el obispo de su pueblo cuando ingresó al sacerdocio. El Joven dominico deslizó suavemente sus largos dedos entre las finas páginas del libro, leyó en voz baja durante unos minutos, luego cerró el libro y dijo:


-         Te voy a contar una hermosa historia de este bello libro.
Luego que Alesia se acomodó sobre el petate y se cubrió con la manta, Julio dio comienzo a su historia.


“Estando Jesús en la ciudad de Cafarnaúm arribaron algunos de sus apóstoles con la trágica noticia de que Juan el Bautista quien lo había bautizado en el río Jordán, había muerto: el tirano Herodes lo había hecho detener y lo había encadenado en su palacio por satisfacer a su cuñado Herodías quien había tenido un altercado con Juan . Herodes quiso matarlo de inmediato, pero tenía temor de que la muchedumbre se le rebelara, pues, tenía al Bautista como profeta. Jesús se puso muy triste por el anuncio y decidió abandonar Cafarnaúm, pero antes, dejó que sus discípulos descansaran, pues, se hallaban fatigados de haber andado por tantos pueblos predicando el reino de Dios.


-         Parece que el Maestro necesita soledad para sí, dijo Andrés.
-         Sí, contestó, Pedro. Y nosotros algo de reposo también.


Subidos a una barca navegaron a través de las tranquilas aguas del lago Tiberíades durante unas horas hasta que decidieron desembarcar en un lugar desierto y apartado cercano a una ciudad llamada Berhsaida. Parece ser que eligieron aquel lugar por su tierra natal de las dos parejas de hermanos, discípulos de Jesús, Pedro y Andrés; y de los gemelos Afeo: Tadeo y Jacobo. En tanto, a oídos de Herodes había llegado la nueva de que un hombre andaba predicando por toda galilea.
De inmediato, el tirano sospecho que aquel no podía ser otro que el Bautista resucitado; de ahí que la partida de Jesús y sus discípulos había resultado de lo más oportuna. Pero la marcha del grupo fue advertida por los pobladores de Cafarnaúm a quienes no les fue difícil conducir, por la dirección que tomó la barca, que arribarían cerca de Berhsaida. Provistos de asnos, carretas y vituallas para dos días, un gran número de lugareños tomaron el camino de tierra y, bordeando el lago, llegaron a su destino antes que Jesús y sus apóstoles. Cuando estos desembarcaron se encontraron con una gran multitud que los esperaban.


-         ¿Y de dónde han salido tantos?, preguntó Pedro a un galileo.


-         No éramos muchos los que veníamos de Cafarnaúm. Hay gente que viene de Caifa, de Nazareth, de Endor y algunos hasta de Naplusa y Samoria. En el camino se  nos fueron uniendo muchas caravanas que se dirigían a Jerusalén  por la llegada de la Pascua, y al enterarse que veníamos a escuchar al Nazareno, quisieron aprovechar la ocasión.
Muchos de ellos ya lo conocen, por eso están aquí.


Algunos de los apóstoles manifestaron su desagrado, pues, tal encuentro disipaba súbitamente el proyecto de soledad y reposo.


-         Creo que será mejor que los dispersemos para que se marche, dijo Andrés.

Jesús, atento a lo que sucedía, se apiadó de ellos y con un leve movimiento de sus manos hizo que sus discípulos desistieran en su decisión. Sentado sobre una roca fue llamando a los enfermos para curarlos.


A pesar de la hora avanzada, Alesis se mantenía atenta al hilo de la historia narrada por Julio.


“Ciegos, bisojos, paralíticos, leprosos, patizambos, tullidos y hasta algunos alienados, fueron privados de sus males por aquel hombre generoso y santo. Algunos ofrecían regalos como retribución, pero Jesús se negaba a aceptarlos.


-         Mi padre celestial sabe que nadie necesita más de est que me quieren dar que ustedes mismos.


Pero si algo sobra en vuestras alforjas o vuestras mesas, ofrecedlo a quien lo necesite, el sabrá recompensarlo.


Las horas fueron transcurriendo hasta que, entrada la tarde, algunos discípulos hicieron ver a su Maestro que era conveniente despedir a la muchedumbre congregada, pues, el sitio era inhóspito.


-         Todavía están a tiempo de regresar a sus aldeas para que encuentren albergue y alimento, dijo Tomás encontrando consenso en los demás discípulos.


Jesús los miró con dulzura y respondió:


-         ¿Regresar a sus aldeas, dicen ustedes? Ignoran acaso cuantas jornadas hay hasta Corazain, Magdala, Gergesa, Safet, Sefores, Caná o Gadara. ¿Soportarán las inclemencias del clima? ¿El hambre? ¿La sed? ¿El  cansancio?


Todos quedaron en silencio inmersos en el mutismo acostumbrado como respuesta a sus ligerezas.


-         Dadles de comer vosotros para que puedan reposar bien esta noche y estén descansados mañana para que continúen su camino.


La respuesta parecía muy extraña, pero luego los discípulos pensaron que había sensatez en las palabras del Maestro.


-         Tienes razón, Maestro. Siempre aconsejamos a los peregrinos no viajar de noche y muchísimo menos en solitario. Sabido es que los caminos guardan en sus recodos toda, suerte de ladrones  y bandidos, dijo Andrés.


Todos coincidieron, pero Judas, que tenía a su cargo los dineros de los restantes apóstoles, dijo con sonrisa:


-         Ni con todo el dinero que tenemos en la bolsa podríamos dar de comer a tanta gente.


Jesús no hizo comentario alguno a los cálculos de Judas.


-         ¿Cuántos panes tenemos?, interrogó

Andrés, el hermano de Pedro, contestó:


-         Aquí hay un muchacho de Gamala que tiene cinco panes de cebada, y un comerciante en vinos, dos peces, pero eso no alcanzará para tantas bocas hambrientas.


Pedro río estruendosamente. Jesús ignoró los comentarios de Andrés y la impertinencia de quien con el tiempo estaría llamado a ser el adalial del grupo. Muy seguro de sí, el Nazareno volvió a mencionar la exhortación que semanas atrás había dado a una multitud en una colonia de Galilea, cerca de Caná.


-         No os afanéis diciendo “¿Qué comeremos?” o “¿Qué beberemos?” o “¿De qué nos vestiremos?”, vuestro Padre celestial sabe que necesitáis todas estas cosas. Sin embargo, buscad en primer lugar el reino y su justicia y todas esas cosas se os darán de añadidura”


La aparición de Raimondo de Capua en la tienda de la niña detuvo el relato. A petición del dominico mayor, Julio continuó.


“Jesús observó las praderas en plena floración como un ondulante mar verde del que surgían, a quizá de espuma, los grupos de la multitud. Entonces ordenó a los apóstoles que acomodaran a la gente sobre la hierba formando círculos. Acto seguido y sin que nadie se lo indicara, Pedro asumió la organización de los grupos. Círculos que iban de cincuenta hasta cien personas se fueron formando ordenadamente, dando al final la impresión de un inmenso jardín con sus parterres. El entusiasmo de los discípulos se fue desvaneciendo cuando al ver tal orden terminaron interrogándose con la mirada: ¿Para qué tanto ceremonial cuando no habrá nada que ofrecerles?


Fue entonces que Jesús, adivinando lo que pasaba por las mentes de sus incrédulos discípulos, tomó los cinco panes y los dos pescados y, alzando los ojos al cielo, los bendijo. Luego partió los panes y fue dándoles las partes a sus discípulos para que los sirvieran a aquellos que esperaban sentados en la hierba; luego hizo lo mismo con los peces. Todos comieron en silencio hasta saciar su apetito”.


Los ojos de Alesia parecieron despertar de una ligera somnolencia que amenazaba apoderarse de ella. Aquella parte de la historia le trajo el recuerdo de Catalina en el puerto del tacaño Saverio Cerratte.


“Cuando todos terminaron, Jesús ordenó que se recogiera todo lo que había sobrado. Los apóstoles, sumamente sorprendidos por aquella nueva orden, se apresuraron a coger un cesto cada uno y a recorrer los círculos en busca del sobrante. Pasados los minutos, regresaron con los cestos llenos sin explicación alguna a lo sucedido.


-         Te hemos juzgado mal, Maestro. Por favor perdónanos; Pero es que estos ni siquiera agradecen lo que se os da, dijo Pedro con el rostro enrojecido.


Jesús se mostró contrariado ante aquellas palabras, como si sintiera que sus palabras caían en saco roto. Aun así, sobrepuso su malestar y dijo a sus discípulos.

-         Ya os lo dije ante, pero veo que debo repetirlo un a y otra vez hasta que quede enzarzado en vuestras mentes y vuestros corazones cuidad de no hacer vuestra justicia en presencia de los hombres para ser mirados de ellos, si no, tendréis recompensa ante vuestro Padre que está en los cielos. Cuando, pues, hagas limosna no toques la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles a fin de su glorificados por los hombres.


En verdad os digo, recibieron su recompensa Tú, en cambio, cuando hagas limosna, procura que no sepa tu izquierda lo que nace tu derecha, a fin de que tu limosna sea en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Y cuando oréis no seréis como los hipócritas, que gustan de estar en pie orando en las sinagogas y en los ángulos de los plazos a fin de que los vean los hombres. En verdad os digo, recibieron su recompensa. Tu, en cambio, cuando ores, entra en tu estancia y, cerrada tu puerta con llave, ora a tu Padre en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará, y al orar no chachareís como los paganos: creen, en efecto , que por mucho hablar serán escuchados. No os parezcáis, pues, a ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes que se lo pidáis”.


Julio extendió sus manos y las junto mientras con una leve sonrisa indicaba que la historia había finalizado. No indicó pregunta alguna por parte de la niña, quien luego de rezar sus oraciones, se quedó dormida. Los dominicos se dirigieron a sus tiendas. Un celaje centelleante daba a la noche un tono cálido y pacífico Catalina, de rodillas al pie de un crucifijo, había comenzado sus oraciones.

    
  

QUINTA PARTE


LA LLEGADA DE LAS SOMBRAS


“El forraje, el palo y la carga, para el asno; el pan, la conexión y el trabajo, para el siervo. Haz trabajar a tu siervo y tendrás descanso; dar mano suelta y buscará la libertas. Como el yugo y las coyundas hacen doblar el cuello, así al siervo malévolo el azote y la tortura; hazle trabajar y no lo dejes ocioso”

                     MARCO TERENCIO VARRÓN
                      “Resum rustica rum libre”




Cuando Catalina y su séquito emprendieron camino a Roma atendiendo a la llamada del Papa, ya la pequeña Alesia delle Monache se había convertido en una asidua lectora de la Biblia. Las “Historias” que Julio acostumbraba contarle habían despertado la curiosidad de la niña, quien había decidido seguir los pasos de Catalina.


-         Cuando sea grande vestiré los hábitos de las Mantellatas, le dijo a Haidé.

Enterada Catalina de la precocidad de aquella decisión, no hizo más que sonreír. “Lo último que desearía para ella, querido Tomaso, es que sufriera lo que yo sufro por este camino de redención a la que fui llamada”.


No todos pudieron  hacer el viaje a la ciudad de los césates. Magari Maconi, debido a la rigurosidad del clima y a lo áspero de los trajines de los constantes viajes, enfermo de influenza y tuvo que quedarse, contra su voluntad, en Pienza, al cuidado de una tía de Dominica, Lapa, la madre de Catalina, también permaneció al lado del enfermo “Que gran corazón tiene esa mujer que me engendró, querido Raimondo. Rara vez se ha separado de mí desde que inicie mi peregrinaje.


Ni los achaques propios de su edad la detuvieron y transitó conmigo difíciles cominos. Pero he ahí que permanece al lado del necesitado, aunque esto implique privarse del calor que le brinda la compañía de la hija amada”.


En Bracciano debieron detenerse, pues un malestar estomacal mantuvo en cama a Catalina. Allí les llegó la noticia que Roma estaba en pie de guerra, debido a que los romanos habían sitiado el castillo de Santángelo, que los soldados franceses defendían todavía a favor de Roberto de Ginebra, el llamado Clemente VII, conocido por sus opositores como el anti papa. La joven mantellata sólo descansó una noche en Bracciono, pues, a la mañana siguiente, ordenó que elevaran tiendas porque “al sumo Pontífice no se le debe hacer esperar”. El viaje se volvió tortuoso debido a fuertes aguaceros y a pequeñas tormentas. La tierra y las piedras de aquellos caminos se convirtieron en verdaderos lodazales donde las ruedas de las carretas se atascaban y los carros de las bestias sufrían como consecuencia de los afilados guijarros que atravesaban su dureza con gran facilidad.
Para suerte de los viajeros, el clima cambió de un momento a otro y un sol esplendoroso secó los senderos haciéndolos transitables.


-         El señor ha escuchado tus oraciones, le dijo Raimondo a Catalina.


-         El señor siempre escucha a quien está al lado de la verdad y la justicia. Si el Sumo Pontífice estuviera del lado equivocado, de seguro que en vez de este sol radiante tendríamos nubarrones en el cielo y los pies hundidos en el cieno.


El silencio que reinaba en la tarde fue interrumpido por unos quejidos que venían de un camino aledaño por el que Catalina y su comitiva marchaban. Los quejidos convirtierónse rápidamente en aullidos, despertando la curiosidad de Doménica y Francesca, quienes después de salvar unos pequeños huertos cercados por muros de piedra de un metro de altura, llegaron hasta el otro camino, donde vieron a un joven tumbado en el piso recibiendo una feroz paliza. Alertada Catalina, atravesó ese pequeño bosquecillo de almendras, higueras, granados y tupidos sicómotos que separaban los dos caminos.
El parloteo de un grupo de curiosos se paró en seco cuando la golpiza se hizo más aguda.


-         Bestia del demonio, te voy a partir el espinazo para que aprendas a ser más cuidadoso con su Excelencia, vociferaba un hombre rudo cuyo musculoso brazo se batía se batía en el aire como un molino de viento mientras un grueso látigo de esparto zigzagueaba cortando el aire.


El verdugo se hallaba ciego de ira, mientras un sacerdote de bonete y sotana se limpiaba el farego adherido a la tela. Unos hombres, que más que servidores parecían esclavos, trataban vanamente de colocar una rueda en el eje del carromato donde viaja el eclesiástico. La pina seriamente dañada y dos rayos partidos, hacían imposible los esfuerzos por poner en movimiento aquel lujoso carruaje con el asentimiento del religioso, dos hombres más, provistos de otros látigos, se unieron al cono de castigo.


-         Te vamos a arrancar el pellejo, animal, grito el que lideraba el grupo.


Los puñetes, las patadas y los latigazos intensificaron los gritos de aquel infeliz que, protegida su cabeza con ambas manos, rodaba de un lado a otro tratando inútilmente de esquivar a sus torturadores. Acurrucado y retorciéndose entre ese garro espeso salpicado de agudos guijarros, el pobre imploraba piedad.


Catalina avanzó hasta donde se encontraba aquel miserable muchacho y, a manera de escudo, evitó que continuara el suplicio. Un seco murmullo se escuchó. Los que parecían tener mayor rango en aquel grupo disparejo se quedaron con los látigos en alerta, mientras el que había iniciado la golpiza miraba al sacerdote desconcertado antes de que pudiera articular palabra alguna, Catalina la fulminó con la mirada. Sus brazos se tensaron, la tirantez de su rostro no dejaba duda, su indignación era tal que parecía enfurecida, sus labios temblaron.


-         Parece haber olvidado, dijo la mantellata imprimiéndole serenidad a sus palabras, que su labor consiste en calmar las angustias humanas, en velar por los hambrientos en atender a los que se les ha privado de la libertad, en socorrer a quienes ya están listos para su encuentro con Dios.


Todos permanecían impasibles, como si una escena así fuere algo normal, frecuente. Los hombres se encogieron de hombros ante el silencio del eclesiástico y enrollaron los vergajos. Aquellos sicarios brutales hubieron arremetido contra cualquiera que osara intervenir, pero el hábito de Catalina los contuvo. La determinante actitud de Catalina dejó atónito al Sacerdote quien quitándose el bonete movía la cabeza de un lado a otro sin encontrar solución a aquella escaramuza suscitada por la avería de la rueda.


Catalina tomó la efusiva. Pidió a Carmelo Batista, un joven mozo de gran contextura física, que sacara una de las ruedas de uno de los carruajes y cambiara la astillada. Mientras el muchacho llevaba a cabo su labor, Catalina tomó al maltrecho joven y comenzó a curarle las heridas y a aliviar sus contusiones. Su nombre era Gabrielle D’Agrigento, natural de cómo, a quien su padre, un rico comerciante en pieles, había puesto al servicio de aquel sacerdote cumplió como castigo por sus constantes devaneos. Cuando Carmelo terminó, el que parecía ser el capataz, preguntó a Catalina cuánto era el costo de la rueda.


-         Dígale a su patrón que ya estoy pagada, respondió Catalina tomando la mano de D’Agrigento y perdiéndose entre unos altos nogales.
Un nuevo prosélito se incorporaba al seno de aquella errante familia: Gabrielle D’Agrigento. Había estudiado en las mejores escuelas de Roma, ciudad que conocía como si fuera nativo de ahí, pues, en sus ratos de ocio, que no fueron pocos, acostumbraba deambular por las calles en compañía de otros compañeros de aula buscando un poco de “diversión”. Estas incursiones le crearon frecuentes altercados que algunas veces terminaban en peleas callejeras. Aún no había cumplido los quince años y ya era considerado un tipejo de gran experiencia a quien todos, en los bajos fondos de la ciudad, temían y respetaban. La última expulsión la surgió en un colegio franciscano, donde hurtó las limosnas de la Capilla del colegio. Su padre, cansado de ese hijo disoluto, decidió entregárselo al obispo de cómo, hombre con aires y actitudes de inquisidor quien detestaba aquel cargo desde veinte años atrás, tiempo en el cual había logrado reunir una gran fortuna en tierras y propiedades que, con malas artes, había expropiado a campesinos, pastores y a familias importantes. Como aquella jurisdicción se hallaba olvidada por el papado, el obispo creyó que había llegado su momento y, con garra certera, tomó todo lo que estuvo a su alcance.


Cuando llegaron a Roma, un domingo de noviembre.
Tomaso se enteró de que el obispo a quien habían socorrido en el camino, se había desbarrancado en u obispo. Interrogado Carmelo, dijo que no se explicaba lo sucedido. Algunos pensaron que Carmelo había “Olvidado” darle una vuelta más a la tuerca y que ésta. Debido al esfuerzo excesivo a la que fue sometida por los estropeados caminos, terminó por ceder; que aflojara al filo del abismo fue una cuestión del azar. Lo cierto es que olvidado el caso, catalina se abocó a la tarea que el Papa le encomendó: hablar a todos los cardenales sobre el cismo que atravesaba la Iglesia con la finalidad de encontrar un camino viable que acabara con ese problema. Los resultados no pudieron ser más oportunos.


El Papa se sintió feliz y llenó a catalina de alabanzas. Ella, tan ajena a esas muestras, se mantuvo callada, con el ceño fruncido, mientras el Sumo Pontífice exhortaba a los cardenales presentes.


-         Ved, hermanos, cuan culpables debemos sentirnos ante los ojos del Todopoderoso por no haber tenido el valor ni la iniciativa para solucionar este impase con nuestros propios medios. Pero gracias a la gloria  de Dios. Nos fue enviada esta joven doncella para que nos indicara, libre de prejuicios e intereses personales, el camino más justo y sabio a seguir. Recordad cómo temblamos nosotros ante este imprevisible  cisma que atacaba los cimientos de nuestra Iglesia. Mirad como ella permanece aquí, imperturbable y firme consolándonos con sus palabras. ¿Cómo voy a tener yo, el Vicario de Cristo en la Tierra, a aquellos que se levantan contra mi?. Cristo es más poderoso que cualquiera que desobedezca los mandatos de Dios y es imposible que abandone a su Iglesia.


Catalina agradeció al Sumo Pontífice sus palabras, más por cortesía que por merecimiento. De inmediato Gabrielle  de Agrigento y Stefano Maconi, quien  recuperado de sus males había manchado a Roma al encuentro de su “Madre espiritual”, prepararon las carretas y los mulos para partir rumbo a Siena. Los sienesis aprovechando la influencia que su benefactor tenía con Urbano VI, querían ganar indulgencias de parte de éste, para lo cual provocaron algunos disturbios buscando llamar la atención.


-         Yo confío en la disposición de Dios para que ellos jamás sufran necesidades, pero no puedo justificar la manera equivocada con que acompañan sus peticiones, dijo Catalina a Raimondo mientras se preparaba para el almuerzo.


Llegados a Siena, la mantellata y todo el grupo se instalaron en un caserón de Fontebranda ubicado a pocos metros del lugar en que Jacobo Benincasa había visto nacer a su cuantiosa estirpe. Aunque habituada a vivir de lo imprescindible, Catalina se esforzaba para que la casa andará en orden, para que cada uno de sus, mientras tuviera el tiempo necesario para hacer sus peregrinaciones, visitar sus enfermos, recolectar ropa y alimentos para los pobres y visitar capillas e iglesia. Alessandra Selingardi era la mujer encargada de velar porque no faltara nada para el almuerzo y la cena. Todas las mujeres debían ayudar, por turnos diarios, a Alessandra, pues, Catalina consideraba que atender a tanta gente requería de un número de dos mujeres. Un día en que Alesia ayudaba a Alessandre, olvidaron colocar el pan sobre la mesa.

-         ¡Oh!. Dios mío. Se me olvidó informar que el pan se ha acabado y que no había dinero par comprarlo, dijo Alessandra avergonzada y pesarosa.


-         El pan para los italianos es como la vida misma, dijo Tomaso en tono de reprimenda.


-         La culpa también ha sido mía, dijo Alesia. Hoy es mi turno y no reparé en ello.


Todos estaban hambrientos, pues, habían trajinado por aldeas y pueblos desde tempranas horas sin haber probado bocado alguno. Catalina se puso de pie y se encerró en su habitación a orar. Pasada una hora Catalina apareció y dio la orden de que sirvieran el almuerzo. Cuando todo estuvo dispuesto, Catalina pidió a Alessandra que trajera la panera. Al quitar la tapa todos quedaron boquiabiertos al ver que esta estaba al tope con un pan fresco, tierno y oloroso. Comieron abundante pan y todavía quedaba una gran cantidad en la panera. Cada vez que alguien quitaba la tapa del recipiente para tomar un trozo, el contenido parecía haberse multiplicado.


Aquella noche Alesia repasaba la multiplicación de los panes en la Biblia que le había dado Julio.

*****

Debido a que los rebeldes se mantenían firmes en su posición, el Papa Urbano decidió excomulgar al Antipapa y a todos los cardenales que se le habían adherido y que buscaban derrocarlo. Catalina intervino nuevamente enviándoles a los tres cardenales italianos; Corsini, Brossano y Orsini, una carta en la cual les pedía que reflexionen sobre su posición ambivalente.
La carta es directa y sin rodeos. En ella había de esos hombres que estando dentro de la Iglesia, están constantemente ocupados en ver que beneficios pueden obtener para sí, corriendo tras los bienes fugaces de esta vida, amando las cosas temporales en vez de guardar ese amor para darlo a quienes verdaderamente necesitan de él. Dice más adelante:


“Quizá ustedes, Eminencias, se pregunten ¿Por qué no nos crees? Nosotros sabemos mejor que tú cómo fue la elección de Urbano porque estuvimos allí. Pero yo les contesto si me dicen que Urbano no es el Papa legítimo que no les creo, porque si eso fuera verdad, entonces ustedes trataron de llevar engañosamente a la Iglesia y a todos los cristianos por el camino de la farsa. ¡Qué es eso de primero te elijo y luego me arrepiento!


Pero a medida que la carta va avanzando, su contenido va cambiando de matiz y de la llamada a la reflexión se pasa a la recriminación:

“Acaso no fue el cardenal Orsiní quien colocó la tiara en la cabeza del Papa. Ahora vienen a dudar, cuando nuestra Santa Iglesia necesita de sus hijos para que salgan al frente de aquellos malhechores que quieren profanarla.
No quisiera pensar que ustedes pueden haber caído en simonía, porque eso ante la imagen de Cristo y los ojos de Dios es pecado.

¡Que sus vidas corrían peligro y que por eso tuvieron que ceder y elegir a Urbano como Papa! Sepan ustedes que quien va con la cruz delante y detrás no puede huir y tiene todo a su favor para resistir cualquier embate”.


En otra Carta, Catalina aconseja al Papa que se rodee de una guardia personal, para evitar ser atacado por cualquier opositor fanático. Urbano agradeció la preocupación de Catalina y le pidió a Catalina que escribiera a cuantos viejos amigos tuviera en las iglesias o conventos solicitándoles su apoyo. Desde tiempo atrás, Tomaso y Raimondo se habían encargado de escribir las cartas que Catalina dictaba. Como la correspondencia había aumentado considerablemente, a ellos de habían unido, debido a su buena caligrafía, Julio Blotte, Stefano Maconi, Francesca y Alesi delle Manoche; el último en incorporarse fue Gabrielle D’Agrigento. Las cartas surtieron efecto y urbano comenzó a recibir un sin número de adhesiones a su causa: su corazón y su ánimo saltaban de contento. Urbano fue siempre leal a Catalina y tuvo en cuenta todo lo que ella le propuso y le aconsejó. Ambos coincidieron totalmente en sus tareas la purificación de la Iglesia y la vinificación de la fe en toda la grey cristiana. Pasados los meses y todavía con la paz en vilo, Urbano solicitó a Catalina que enviara a Raimondo de Capua junto a otros dos emisarios a la corte de Carlos rey de Francia. Aunque le costaba separarse del púnico de sus hijos espirituales con quien podía conversar abiertamente, Catalina dispuso la partida del viejo dominico.
Fue por esos días también en que Stefano Maconi partió para Siena con la finalidad de mantener a raya las pretensiones, cada día más exigentes, de los sienenses. Estas separaciones fueron una dura experiencia para aquella mujer que, pálida y extenuada, sentía que su cuerpo se consumía cada día más por esa entrega incondicional que su aventura espiritual y sus trabajos sobrehumanos requerían.


En esos tiempos las actividades de la joven mantellata se hicieron más intensos: dictaba cartas, hablaba con la gente y se inmiscuía en cuanta obra de misericordia encontraba a su paso.


Mientras tanto las cosas se pusieron candentes para la Santa Sede, por cuanto el cisma traía visos de desembocar en una guerra de amplias repercusiones. Algunas naciones como Dinamarca, Polonia, Grecia, Hungría y Noruega lo tenían como máxima Autoridad de la Iglesia, pero otras se mantenían en oposición. Si bien no era la primera vez que surgía un cisma en el seno del Pontificado, lo que sí era indiscutible de que ahora el motivo era netamente de carácter religioso: ¿Había sido la elección de Urbano VI legítimo o no? Lo que si estaba bien claro en la mente de Catalina era que con la espada empuñada, la violencia y el derramamiento de sangre, no cabría forma de solución alguna que llevara a la pacificación que tanto ella como las personas de buena voluntad anhelaban.


La tensión entre los clementinos y los Urbanistas llegó a su límite cuando un ejercito del anti papa arremetió contra un grupo de romanos que deliberaban en la plaza del capitolio en Roma. El salvajismo se apoderó de los clementinos quienes acuchillaron a los desarmados romano. La reacción no se dejó esperar y todo trances que se encontraba residiendo o en tránsito por la capital, fue ejecutado sin miramientos.


Catalina escribe al Gobierno de Roma donde manifiesta que es consciente de que a veces los hombres se dejan arrastrar por la barbarie y atentan contra su prójimo. Convencida además de que el rey Carlos de Francia lidera a los clementinos en su cruzada por imponer, un papado en Abiñón con un Papa francés, le escribe al monarca con el fin de que reconsidere su posición, los cardenales franceses seguían calificando a la elección de Urbano VI como “La elección del miedo”.


Catalina respondió tajantemente: “Es natural que el hombre, como ser imperfecto, caiga en el pecado; lo diabólico es permanecer en él”. A pesar de las cuantiosas oposiciones, el cardenal Roberto de Ginebra, el antipapa que se otorgara a si mismo el nombre de Clemente VII, se estableció en el palacio de Aviñón, sede que en los próximos setenta años sería el bastión de los cismáticos. Meses más tarde Catalina descubriría que las gestiones de Raimondo a favor del Papa no se habían llevado a cabo: la primera se había frustrado porque en ventimiglia habían atentado al dominico y a sus dos compañeros que les tenían preparado una emboscada; la segunda, cuando, camino a Francia para hablar con el rey Carlos, llegó a sus oídos de que el rey de Aragón había encarcelado al mensajero de Urbano al rey de España. A Raimondo le falta valor para llevar a cabo ambas empresas; Catalina no lo culpó y sólo se limitó a decir de que si el no estaba hecho de madera de mártir, no por eso iba a dejar de amarlo como lo amaba. La sabiduría de la joven mantellata la llevaba  a entender que eran pocos los que nacían con una predisposición para el sufrimiento y poseídos de un umbral de dolor tan alto como para cargar sobre sus espaldas el tormento y la infelicidad de los demás. ¿Por qué presionarlo a navegar en mares tempestuosos o por secos pedregales cuando no tenía el temple para tales empresas? La única respuesta a tales interrogantes podía ser el caso de que Jesús le tenía preparado otros trabajos en su viña, y ella confiaba en que ellos daría lo mejor de sí.


*****
A comienzos de 1380, a escasos meses de su muerte, Catalina se estableció en Roma, sin perder la esperanza, como se lo comunicó a Stefano Maconi, de regresar a Siena para la Pesca. Sus máximos esfuerzos por llevar a cabo las titánicas impresas en que estaba inmersa, la habían convertido en una osamenta andante con la piel pegada al hueso. Aquella heroica mujer de treinta y tres años había disminuido su tamaño, y estaba tan seca como un pergamino. Gabrielle D’Agrigento, que había sufrido irredias frecuentes, nunca, según sus propias palabras, habían llegado a un estado calamitoso como en el que se encontraba Catalina. Hasta un sorbo de agua le provocaba ahogamientos. En los últimos días, sólo se alimentaba con él sacramento del altar Raimondo di Capua contaría años más tarde que la verdadera agonía de su madre espiritual comenzó el día en que los romanos, cansados de tanta incertidumbre política dentro de la Iglesia, se lanzaron contra el Papa Urbano VI, llegando al punto de querer atentar contra su vida.


Fue también por esos días en que la santa, según testigos presenciales, comenzó a ser atacada por los demonios que la habían perseguido desde que antes que vistiera los hábitos de Mantellata.
Ella oraba y los escuchaba: ora embaucadores, ora agresivos, pero siempre poseídos de la mal sana intención de que claudique, de que blasfeme contra su Iglesia, de que renuncie al amor a Jesús y a Dios.


“Ya verás maldita mujer como nos encargaremos de que tengas una muerte espantosa. Crees acaso mujer necia que tu Cristo te salvará cuando él no pudo bajarse de la cruz en que lo torturaban”

Las únicas armas para contrarrestar esos ataques eran sus oraciones, y a ellas se entregaba con gran devoción. Cuando las arremetidas demoniacas se hicieron más intensas, su Señor acudió en su ayuda. Entonces ella escuchó al Cristo crucificado cuya voz estentórea traspasaba los siglos cubriéndolo todo con su misericordia y su bondad divina:


“Déjalos, hija mía. Deja que todos aquellos que se mofan de un hombre y del de mi Padre se hundan en el pantano del pecado. Allí caerá sobre ellos y los destruiré, porque mi Padre no permitirá más infamias sobre mi nombre Resiste, hija mía como yo resistí la flagelación del látigo sobre mi cuerpo, al hierro entrando sobre mi carne. Soporta como yo soporté las imprecaciones, las patadas y los salivazos; como resistí al hierro entrando sobre mi carne, a la corona de zarzar espinosas sobre mi cabeza. Resiste como yo resistí hasta la muerte el permanecer enhiesto sobre esa cruz de pino. ¿Acaso, Catalina, no soporte la humillación de ver que sobre mi túnica echaran suertes? ¿Te has preguntado, hija mía, como un hombre pudo resistir lo que yo resistí? Tenía que demostrarle al mundo que todo se puede tolerar cuando se tiene fe en lo que se hace y en lo que se cree”.


Luego de una breve pausa, Catalina, con los ojos llorosos, escucho la voz de su Señor que le decía:


“Te estaré esperando, Catalina, ahora que  tu labor en la tierra está  por terminar.
  Recuerda que en tus últimos momentos, tus enemigos invisibles cargarán sobre ti       para arrancarte de mis brazos. En esos cruciales momentos estarás sola, pues, yo estaré al otro lado del lumbral esperándote en el reino de mi Padre. Resiste, resiste hija mía, pues, esa es la gran prueba final en la línea que separa la vida de la muerte”.


Ahora, en los lumbrales de la muerte, Catalina había alcanzado el cenit de su fe; pero esta fe, a logrado en base a su tenaz lucha espiritual la había llevado a un deterioro corporal inimaginables cuando Lapa di Puccio de Piagente llego a Roma a ver su hija, encontró un cadáver, un cuerpo arruinado horrendamente hasta el punto en que si no la hubiera engendrado no la hubiera reconocido. El domingo 29 de Enero Catalina dejo su cama de Tablas y se dirigió a la iglesia de San Pedro. Allí pasó inmóvil, de rodillas, largas horas en oración. Muy entrada, quienes la habían seguido hasta allí, la vieron derrumbar se como una columna que se desmorona ante un peso excesivo. Cuando Tomaso della Fonte y Julio Blotte trataron de que se ponga en pie, repararon en que ya no tenía fuerzas ni para mantenerse por sí sola. A las volandas la llevaron hasta su celda donde se instaló un pequeño oratorio a lado de su cama. Ya ni sus labios podían articular palabra alguna.


La sobriedad de muchos de sus hijos espirituales se quebró en llantos desconsolados, por lo que Tomaso della Fonte ordenó que nadie ingresara sin su consentimiento. Carmelo y Gabrielle D’Agrigento se colocaron en la puerta de entrada para cerciorarse que nadie de la gran multitud agolpada en torno de la casa pretendiera desobedecer las ordenes de Tomaso. Fue éste quien, en ausencia de Raimondo di Capua que se hallaba en Génova, redactó el testamento espiritual de Catalina Benincas. Todo lo escrito por Tomaso fue un resumen de lo que Catalina había hecho desde que tomo los hábitos, una síntesis de lo que  había procurado enseñar a sus hijos espirituales.


-         Esto no es más que la historia de una vida, le dijo Tomaso a Catalina sin poder contener el llanto.
Desde las penumbras de su último hálito, la joven mantellata saco fuerzas para levantar su brazo y pasar su mano por las mejillas anegadas de su querido Tomaso.


-         No me falles ahora, Tomaso, por amor de Dios te lo pido.
Un ahogo la hizo toser, pero aun así tuvo fuerzas para seguir murmurando palabras cada vez más imperceptibles.


-         Tráeme a Alesia, Tomaso, antes que sea demasiado tarde.
Sin contradecir la orden, el dominico fue en busca de la niña. De pronto, Catalina sintió el ardor que el látigo produce en la carne sobre la que se posa. Eran los demonios previstos por el Cristo que venían en busca de ella para hacerla claudicar.

“Renuncia a tu fe o no verás a la niña vamos, necia, di que te arrepientes de haber predicado las palabras sin sentido de ese Nazareno. Renuncia de una vez o esa criatura no te verá con vida”


El dolor del rebenque al estallar sobre su cuerpo se hizo más intenso. Hierros candentes penetraban sus manos y sus pies; unas espinas agudas atravesaban su cráneo y quiso gritar.

-         ¡Madre mía!


La voz de la pequeña Alesia delle Monache la sacó de su martirio. Desde el fondo de su alma vio aquel rostro dulce e inocente y sonrió.
La aferró contra su pecho y le dijo al oído:


-         Desde el cielo velaré por ti como lo he hecho siempre.


Su rostro se había vuelto tierno como la de un querubín, radiante de gozo y felicidad su cuerpo acabado contrastaba con sus manos primorosamente bellas. Era el mediodía del 29 de abril de 1380. La vida terrena de Catalina Benincasa había llegado a su fin.


Catalina fue enterrada en el cementerio de la iglesia de Santa María Sopra Minerva. En la primavera de 1383, Raimondo de Capua consintió que su cabeza fuera separada del cuerpo y puesta en un relicario, Consistente en un busto de bronce para ser trasladado a siena.


El júbilo de los sienenses fue inmenso. En 1461, el Papa Pío II, Eneas Silvio Piccolomini, natural de siena, la canonizó solemnemente; con el nombre de Santa Catalina de Siena se había hecho justicia para con quien nada humano le era indiferente.


Steppenwolf, Julio 9 del 2002
Guillermo Delgado.