viernes, 30 de agosto de 2013

LA EDAD DE LAS MENTIRAS




Para Hámnet y Milagros,
mis negritas, compañeras
en un mar de sueños.






1

Lucas miró su reloj: las nueve y treinta. Había quedado con Isabella a las nueve. Diablos, pensó. ¿A qué hora llegará?

Sebas lo miraba desde el mostrador con cara de aburrido. Pidió otra Coca Cola, ya iban tres e Isabella nada de aparecer. Sacó de su mochila unas copias de biología y las hojeó con desgano. El colegio, la academia, Isabella, los deportes, todo se le juntaba como una montaña a punto de desmoronarse.

Pensó en Alesia, la chica del Villa María que estudiaba en la misma academia que él. Tan segura de sí misma y de las cosas que esperaba de su vida. Metódica, reflexiva; tan diferente a Isabella, voluble, inestable, perdida en sus inseguridades y en las cosas vanas. Siempre discutiendo con la  madre, por caprichos tontos.

Isabella apareció en la tienda de Sebas como una tromba y con una cara que más parecía una mueca de disgusto. Acostumbrado a su mal humor, Lucas pasó por alto el que no lo saludara; siempre que estaba así, se comportaba indiferente, regañona, huraña.

Lucas espero que una pareja que estaba en otra mesa se retiraran antes de decir algo. Isabella no hablaba sino gritaba. Quería evitar sus característicos berrinches.

-¿Cómo estás?, preguntó con voz suave.

Isabella torció la boca con desgano y se quedó callada. Lucas pidió un agua mineral. Sebas la colocó al lado de la muchacha, refunfuñó algo y se retiró.

-Ya no la soporto más, dijo Isabella casi gimoteando. Todo lo que hago a mi madre le parece mal. Qué tiende tu cama, que arregla tu ropa, que baja el sonido de esa música de locos, que arregla tus cajones, que no me mires mal, que no me contestes y que no sé qué y que no sé cuántos, ya me tiene harta. ¿Es que nunca hago nada bien? Nunca está contenta con nada. Se puso a lloriquear. Lucas trato de calmarla, pero no dijo nada. Sabía que si decía algo estallaría como siempre, por algo no llevaban juntos desde tercero de secundaria.

Tomó una servilleta y secó las mejillas sonrojadas de la muchacha.

-Ni tú me comprendes, será mejor que me muera.

Ese muera sonó lejano, pues ya Isabella había llegado a la puerta de la tienda y como una ranita asustada se fue dando saltos.

Lucas se quedó tan desconcertado que no atinó a detenerla.

-¿Y yo qué diablos tengo que ver con los pleitos con su madre?, pensó.

Sebas que acomodaba unos tarros de leche en un estante lo miraba de reojo. Movía la cabeza de un lado a otro como reloj de péndulo. “Debe haber escuchado todo”, pensó Lucas. Vio el  rostro arrugado del viejo, su barba cana y su pronunciada calvicie. Maldijo a Sebas, a la vejez, a la madre de Isabella y hasta a su propia abuela que se parecía a todos los viejos renegones que conocía.




2

 “La vejez no es tan maña, muchacho, todo está en que nos encuentre de buen ánimo cuando llegue”. Lucas se quedó sorprendido. Las palabras venían del Doctor, ese muchacho extraño que se había incorporado a la escuela en el mes de mayo. Nadie sabía de qué colegio venía ni porqué motivo. Los palomillas aficionados a poner apodos lo habían bautizado con el mole del Doctor. “Sabe de todo”, “aconseja bien”, “siempre te ayuda”, “lo malo es que no juega fútbol”, eran alguno de los comentarios que corrían por la secundaria.

-¿Qué le pasa a Isabella? Pasó a mi lado como un cervatillo asustado, creo que ni me vio, susurró el Doctor.

Sus palabras afloraban como un velero que navega en un lago sereno.

Lucas le contó que estaba harta de su madre, que siempre estaba renegando y que se la agarraba con ella.

-Así son las madres, dijo el Doctor, a están convencidas de que no hemos crecido, que hemos cambiado pañales por pantalones, pero que en el fondo seguimos siendo niños de teta.

Lucas sonrió y el Doctor vio en ello un buen síntoma.

-Imagínate un río tempestuoso que baja por la falda de una montaña en una lluvia torrencial. ¿Te bañarías ahí?

Lucas negó con la cabeza, quiso decir algo, pero el Doctor lo cortó.

-No, claro que no, esperarías que deje de llover, que se calme y luego te darías un buen baño.

Lucas le dio una palmada en el hombro. Siempre encontraba en ese extraño muchacho una respuesta que le hacía recuperar el ánimo.

-Bueno, Luquitas, te dejo. Voy a la biblioteca a buscar un buen libro de geometría, el flaco Matos me tiene pendiente de un hilo y el lunes tengo un examen difícil.

Sebas, algo raro en él, levantó la mano despidiéndose del Doctor.

Lucas le siguió con la mirada, como un náufrago que en la oscuridad busca una luz que lo saque de las tinieblas. Conocía al Doctor desde que apareció una mañana en la clase de química. Lo sentaron delante de él. Se pasó toda la clase garrapateando un cuaderno, indiferente a lo que el profesor explicaba. Sólo conocía de él la punta del iceberg. El Doctor no dejaba mostrar más allá se lo que consideraba una profanación a su privacidad. Para sus escasos 16 años había leído mucho: filosofía, historia, religión y muchos autores de novelas como Faulkner, Mann y Hesse. A este último lo conocía bien. “Escasos libros reflejan tan claramente el espíritu de su autor como los de él”, le había dicho una mañana al gordo Ochoa, el profesor de literatura. Desde que el gordo lo conoció se hicieron muy buenos amigos; intercambiaban libros, juicios y hasta solían beber un café en la cafetería de la escuela. Algo raro en el gordo Ochoa, tan distante de sus otros colegas a quienes consideraba gente simple y superficial.

Sebas le trajo la cuenta. Lucas le iba a decir que se la apunte, pero el  rictus acerado del viejo tendero lo desanimó; ya la cuenta debe estar bien abultada, pensó, mientras sacaba unas monedas del bolsillo. Un billete de 10 soles asomó entre sus dedos como un sapito que saca la cabeza del agua por primera vez y el viejo lo tomó con la velocidad de un ave rapaz. Se fue silbando.

-Viejo zamarro, musitó Lucas.

Ahora tendría que ingeniárselas para recuperar ese dinero que estaba destinado a pagar las entradas del cine. Al otro día llevaría a Isabella a ver un estreno. Habría que picar a Brughel; su hermano era siempre su tabla de salvación. Eso sí estaba de buen ánimo.

Recordó que también él tenía examen el lunes, de lenguaje, al diablo con el sustantivo y las oraciones subordinadas y copulativas. No entendía por qué tanto darle a las palabras con el infinitivo, con el participio, con los gerundios, que los verboides, cuando todo el mundo hablaba como le daba la gana.

Cuando se retiraba se topó con la madre de Antonio.

-Deme un kilo de azúcar y una bolsa de café, don Sebastián, dijo la mujer.

Por encima de las gafas miró a Lucas.

-tienes tiempo de repasarle las tareas de matemáticas a Toñito, dijo con voz atiplada.
Lucas se sintió como un beduino sediento que se topa con un oasis en medio de un desierto. Ahí está el dinero que necesito, pensó. Metió la mano al bolsillo y tanteó unas pocas monedas.

-¿A las seis estaría bien?

La mujer asintió.

-Le diré a Toñito que esté listo, tú sabes que los sábados ve sus dibujitos.

Lucas sonrió, pensando como un cojudo de doce años todavía veía dibujitos. Se despidió cortésmente y se marchó. Volteó a mirar y vio que la madre de Antonio se alejaba en sentido contrario. Sacó un Winston y lo encendió. Se fue por la calle tarareando una vieja canción de los Beatles.



3
Cuando el Doctor entró en la biblioteca habían pocas personas. Un anciano que hojeaba una revista, una muchacha con pinta de secretaria que, disimuladamente, se pintaba las uñas mientras miraba un libro que parecía no interesarle; un muchacho que hablaba por teléfono escondido entre dos libros; un joven de cabello rubio y bien parecido frente a una muchacha de falda corta (de rato en rato levantaba la mirada del libro que tenía entre las manos y se entretenía mirando las piernas de la joven.

El doctor abrió el libro de geometría y se quedó mirando fijamente circunferencias, rombos, paralelogramos y líneas, líneas y más líneas. Su imaginación volaba por otros rumbos. Sintió una palmadita en el hombro y una vocecilla susurró: Doctor. Era un compañero de su antiguo colegio a quien había ayudado infinidad de veces. Vio entrar a un muchacho espigado, barba rala, ancha frente y mirada augusta. Llevaba un grueso libro bajo el brazo. Otro “sobaco ilustrado”. Pensó. Volvió a sus figuras, base por altura sobre dos, cateto opuesto sobre hipotenusa. Permaneció en la biblioteca por más de tres horas. De la geometría, pasó a la gramática, de la gramática a la historia y de la historia alas “Confesiones” de San Agustín. Siempre terminaba ahí o siempre parecía querer terminar ahí.

Cuando llegó el momento de levantar
el cadáver, acompañémosle y volvimos
sin soltar una lágrima.

Y como siempre, recordó a su padre metido en esa caja negra y metido también en la tierra donde quedarían sus huesos para siempre. Miró su reloj y miró por uno de los ventanales que daba a la calle; ya había oscurecido. Devolvió el libro, recogió su carné y salió del recinto. En las escaleras se encontró con el padre Tomás.

-Ya no te veo por la parroquia. No estarás perdiendo la fe, dijo el padre.

El Doctor frunció el ceño y le prometió que iría en cuanto saliera de los exámenes de la escuela.

Cruzó la ancha calle y se internó en el parque. Vio a las parejas en sus conversaciones íntimas y en sus discretos arrumacos. “Promesas y más promesas”, pensó. Luego una patada en el trasero y el mismo disco de siempre…

Yo voy por un camino, ella por otro… y los hijos cargando las frustraciones y fracasos de los padres; soplándose los malhumores…Pero todo no es siempre así, se dijo a sí mismo. Pensó en su madre y en lo hermosa que había sido cuando joven. Rubia, delgada, ojos azules. Conservaba una foto de ella a orillas del río Moldava, allá en su Praga natal. De su padre solo tenía una, de un año y montado en un carrito andador. Se detuvo en una tienda, compró un paquete de Ducal.

Encendió un cigarrillo y volvió a pensar en su madre, entregada de seguro a sus oraciones cotidianas en su santuario personal. Imaginó sus ojos azules perdidos en la tristeza de su mirada infinita. Botó la colilla y miró la amarillenta luz del alumbrado. Meneó la cabeza y continuó su camino.

Cuando llegó a su casa miró hacia el segundo piso y vio la habitación de su madre a media luz. Debe estar entregada a sus rezos y jaculatorias, pensó. Al pasar hacia su habitación la vio de rodillas, las manos juntas en unción, entregada a la esperanza del marido perdido en el tiempo, sumida en el abandono que la seguía atormentando.
Ya en su habitación, colocó un disco de Chopin, “Fantasía en fa Mayor”. Se echó en la cama, encendió un Ducal, apagó la luz de la lámpara y quedó pensativo. Cerró los ojos y vio a su madre entre sus santos de escayola y sus pequeños cirios policromáticos. Pensó en el examen del lunes, en Lucas, en Isabella caminando como una zombi, en su padre montado en el carrito del andador…todo era un amasijo de pensamientos e imágenes que giraban en su cabeza como bolillas numeradas en un ánfora.

Una tenue luz de la calle ingresaba por las cortinas de su cuarto. La música de Chopin lo arrastró hacia un bello sueño.



4
Isabella luchaba con los ejercicios de química cuando Luciana irrumpió en su cuarto como una estampida de bisontes enloquecidos. Abrazadas como dos osos de feria se tumbaron en la cama. La madre de Luciana acudía en auxilio de la sobrina cuando esta se hallaba en problemas con su hermana.

-Tienes que ser comprensiva con tu madre, sobrina, la separación con tu padre la dejó un poco trastornada, solía decirle la tía a Isabella.

Luciana no se ajustaba en nada a la forma de ser de Isabella, aun cuando eran casi de la misma edad. Luciana estudiaba en La Reparación, con las monjas españolas. A Lucas no le caía. “Esa no parece ser lo que es. Es una agrandada que le gusta salir con chicos mayores y que tengan plata. Es una loca”.

Luciana abrió su maleta y saco un montón de ropa.

-Con eso vas a la escuela, preguntó Isabella con una sonrisa burlona y desternillándose de risa, mientras Luciana, cambiándose de jeans, lucía unas bragas de vedette.

-¡Ay!, primita, ponte a la moda.

Isabella se sonrojó imaginándose con una trusa de esas. ¿Qué pensaría Lucas? El que era tan conservador. ¿Ay su madre? Seguro le daría un patatús.

Las cuantiosas horas en los gimnasios habían modelado el cuerpo de Luciana. A ella no le iba eso de Mente sana en cuerpo sano, todo para ella era el cuerpo, el resto no importaba. Siempre había sido una alumna de mediocre para abajo. Pero su madre, a diferencia de la de ella, le consentía todo.

La tía había enviudado cuando Luciana tenía cinco años. A partir de allí, todo había sido consentimiento. La madre, en una forma de sobreprotección, la había dejado hacer lo que quisiera.

Lucas la detestaba, porque decía que era una coqueta descocada.

-Todo el mundo que la conoce habla de sus correrías. ¿Vas a negar que siempre lleva una muda de ropa en la mochila y que se cambia el uniforme saliendo del colegio para irse con sus amigotes?, le dijo Lucas una vez y ella no supo que responder.

Isabella sabía que algo de cierto había en esas murmuraciones, pero que también exageraban en las cosas, sobre todo aquellos despechados que no habían llegado a la cima de sus encantos.

-Siempre las mismas paltas con tu madre, primita, ya es tiempo que pienses en tu independencia. Tener un departamento para ti solita donde puedas hacer lo que te venga en gana sin tener que escuchar los reproches de nadie, dijo Luciana mientras luchaba por calzarse el jean.

Isabella la escuchaba, nunca la contradecía.

-Vivir solita, en mi departamento y de dónde va a salir el dinero, quieres que me meta de p….

Luciana seguía en lo suyo, inmutable, como si la prima no existiera.

-¿Qué tal me queda este top?, interrogó Luciana mirándose al espejo.

-Mejor sal calata, nadie notará la diferencia, contestó Isabella algo contrariada.

Luciana se mudó de ropa varias veces, buscando la combinación perfecta, “algo que vaya con mi personalidad”, decía. “Escogiendo el mejor señuelo para atraer a los tontos”, habría dicho Lucas.

-No seas anticuada, primita. Todo está en buscarte un buen partido, luego te casas, y mientras él se rompe el lomo trabajando tú vas de tienda en tienda comprándote lo que se te antoje. Isabella querida, vivimos en otros tiempos, ponte en onda hijita.

Isabella la miró de pies a cabeza. ¿Tendría razón?, pensó.

El sonido de su celular la sacó de sus pensamientos. Antes que pudiera tomarlo, Luciana se hizo de él. Lucas, leyó en la pantalla. Cortó la llamada.

-A los hombres hay que hacerlos esperar, nunca les muestres interés, sino se botan, así son todos.

Mientras bajaban de la segunda planta para desayunar, Isabella pensó que Lucas no encajaba en el tipo de muchachos que frecuentaba Luciana.



5
-En el camino me crucé con tu amada y su primita. ¿Luciana se llama, no? Cuando me la presentas, esa muchacha se nota que es de acción, gritó Brughel mientras subía a su habitación.

Lucas se limitó a mostrarle el índice derecho. La primita no puede ser otra que la pesada de Luciana, pensó. Buen fin de semana voy a tener con esa antipática yendo de arriba abajo con Isabella. ¿Y la cita para el cine? ¿Iría o lo dejaría plantado? Vaya lío, pensó. Miró la hora, faltaban veinte minutos para las seis, el tiempo exacto para las tareas de Toñito.

Sus padres estaban fuera, los almuerzos de negocios de papá con las esposas eran frecuentes, hablando de inflación, subcontrataciones internas, democratización del capital, velocidad de crecimiento y todas esas huevadas en un lenguaje que él no entendía, pero que había escuchado infinidad de veces en las parrilladas que su padre gustaba organizar en la casa para recibir a sus amigos y socios: abogados, economistas, administradores de empresas, contadores y hombres de negocios. Entonces la casa se llenaba de whisky, carne asada, canapés y viejos con puros y mujeres encopetadas con collares y pulseras lujosas hablando de viajes, comidas campestres y clubs.

Nunca faltaban algunas muchachas, hijas de los amigos de papá, pero ahí estaba Brughel y uno que otro amigo de la UNI, lobos al acecho tras esos corderitos solían decir.

-Lucas, gritó Brughel desde el piso de arriba.

-¿Qué? Contestó Lucas.

-Hoy vendrá una amiga para estudiar, estamos en exámenes, así que no nos interrumpas, está claro, gritó Brughel mientras entraba al baño por una ducha.

Repasar, seguro, pensó Lucas. Vas a pasarla bien, sin vergüenza. Esa sí que es vida hermanito, cada fin de semana repasando con tus amigas de la universidad, eres todo un vivazo. Pero sí que eres bueno con los números, primer puesto en Ingeniería de Petróleo. Si así repasas, ahora como repasarás cuando te recibas. ¡Qué bien, hermanito, un año más y tu título! Y luego, a gozar de la vida y tus repasos.

¿Y yo?; pues, San Marcos, Medicina; sé que es una yuca, como entrar a la UNI. Si Brughel lo logró porque no yo, de tal palo tal astilla. Tomó su celular, lo metió en el bolsillo de la casaca y salió. El tiempo justo para ir donde Toñito. Prendió un Winston y apuró el paso. Eran sólo unas cuadras. Tomó el celular y marcó el número de Isabella, nada, la casilla de voz y esa vocecita odiosa. Le tincaba que Luciana estaba detrás de ello. “Bruja del demonio”, pensó. Tiró la colilla, se puso dos pastillas de menta en la boca y tocó el timbre.

-Pasa Lucas, Toñito está ansioso por sus clases, dijo la madre.

Toñito estaba tumbado en el sofá. Mientras Bob Esponja mostraba sus dientes de conejo en la pantalla, Isabella buscaba su celular en su casa.

-¿Dónde diablos lo habré puesto?, refunfuñaba.

Luciana en el cuarto de huéspedes, tumbada en la cama, borraba todo indicio que mostrara las insistentes llamadas de Lucas.



6
Eran las siete y media y Charly no llegaba. Ya se habían tomado dos chilcanos y estaban ansiosos.

-¿Qué hora es?, preguntó Raimondo.

Estéfano miró su reloj y contestó secamente:

-Siete y cuarenta.

Ambos miraban hacia la puerta. Paquito acomodaba unas cajas de galleta. Su joroba parecía más pronunciada.

-Hola muchacho, dijo el flaco Charly.

Estaba contento, con una sonrisa de oreja a oreja.

-Venga esa joroba, hoy es mi día de suerte.

El jorobado sonrió.

-Sebas, un whisky con bastante hielo por favor, me muero de calor, dijo Charly.

El viejo refunfuñó unas lisuras mientras contaba las ventas del día.

-Aprobé todos los exámenes de ciencias muchachotes, soy un nuevo Einstein, de verdad.

Charly vio los vasos con Coca Cola.

-Bebiendo chilcanito como siempre, ¡eh! Siembre lo plebeyo, siempre lo plebeyo.
Estéfano terminó su Coca Cola.

-¿Y qué fue?, preguntó.

-Calma tribu, calma, contestó el flaco levantando las palmas de las manos, como quien detiene el tránsito.

Sebas colocó un vaso con hielo sobre la destartalada mesa de madera y estiró la mano antes de abrir la Inca Kola. Charly le dio unas monedas y sebas destapó la botella.

-Un buen whisky despeja la mente muchachos, dijo el flaco Charly dándose importancia.

Bebió con fruición. Los minutos pasaron como ovejas al redil. Todo había salido de polendas. Tres chicas del Santa Úrsula habían aceptado ir con ellos a la fiesta de Alessandra, la prima de Raimondo.

-Um Gottes Willen, dijo Gabrielle.

-¿Y eso qué es?, interrogó Estéfano.

-Es lo único que sé decir en alemán, dijo Gabrielle. Creo que significa por amor a Dios.

-Y eso piensas decirle a una chica que recién conoces, tarado, se burló Raimondo.

-Que sean de un colegio alemán no significa que te van a hablar en alemán, mongazo, dijo Estéfano.

Charly levanto su vaso de whisky y propuso un brindis. Todos dijeron ¡salud! Y estalló la algarabía. Paquito aplaudía como una foca. Sebas contemplaba la escena y esbozó una ligera sonrisa.

-Hoy hasta las piedras están de nuestro lado, susurró entre dientes, mirando a Sebas de soslayo.

-Menos ceremonia, menos floro y a ver si se matriculan con un sanguchito que estoy con un hambre feroz.

Todos languidecieron. La mayoría tenía sus créditos agotados. Sebas ni se inmutó.

-Vaya, vaya todos misioneros. Les pongo las hembritas y encima debo darles de comer. Bueno, soy un alma caritativa.

Metió la mano al bolsillo y sacó un billete de cincuenta soles. Todos dejaron escapar un suave silbido de asombro.

-Sebas cuatro especiales de jamón y otra ronda de tragos, gritó Charly.

A una seña del viejo, Paquito tomó el billete y se lo dio. El jorobado era un experto tasajeando el jamón. Cortó los panes, los relleno de carne rosada, echó sobre ellos un amasijo de cebolla picada en hilachas con ají, los espolvoreó con sal y los llevó a la mesa.

-Buena, Paquito, dijo Charly.

Del vuelto le dio dos monedas de a sol.

Bebieron sus tragos imaginarios mientras devoraban sus sándwichs.

-No hay como los sándwichs de Sebas, mejor que los del Cordano y los del Queirolo, dijo Gabrielle dándole un mordiscón a su emparedado.

El jorobado hizo una mueca se satisfacción.

-Sólo se comparan a los del Carbone. Dijo Estéfano.

Como a las nueve sonó el teléfono. Sebas tomó el auricular. Era Lucas que pedía hablar con Charly.

-Dile a tu patrón que ponga una secretaria aquí para que atienda sus llamadas, dijo Sebas entre serio y broma.

-Te quedaste sin saldo, pavaso, dijo el flaco, en voz alta, para que todos escucharan y ahorrarse las explicaciones.

-Oye, no te aburres de darle clases a Bob Esponja, dijo Charly desternillándose de risa. Todos celebraron la ocurrencia. Sí, ya sé, plata es plata, así haya que romperse el coco con ese engendro…Sí, todo salió como pensábamos… Y tú, con quién iras… ¡ah!, bandido, tenías tu guardado…bien, aquí te esperamos, ya estamos algo embriagados.
Cortó.

-Era Lucas, ya viene, dice que irá con una chica de su academia. Todos quedaron en silencio, pensando en Isabella.

Hubo un silencio prolongado.

-Sebas, otra ronda de tragos, gritó Raimondo. Yo invito ahora.

La mesa se volvió a llenar de gaseosas.



7
El Doctor encendió un Ducal y cerró la puerta evitando el menor ruido posible. Miró hacia el segundo piso. La habitación de su madre estaba a media luz. La mujer descansaba en su cama leyendo la Biblia.

-Dadle a ella como ella os ha dado, y pagadle doble según sus obras, Amén, musitó, dándole al cigarro una pitada antes de lanzar la colilla contra la calzada.

Miró el reloj. Las nueve. Caminó lentamente. Los muchachos donde Sebas, como siempre, fanfarroneando sobre bellas mujeres, bebiendo licores imaginarios.

-¡Ah!, la turbulencia y fantasiosa adolescencia, pensó.

Dos muchachas pasaron de prisa al lado de él dejando tras de sí un aroma de Chanel

Las vio subir a un carro. Voces, risas…

-¿A dónde vamos?, dijo una de ellas.

-Ustedes dirán, contestó una voz varonil.

-A bailar. Vámonos ya o mi mamá nos verá y estoy frita, dijo la voz de la otra muchacha.

Esa voz, pensó el Doctor. ¿Dónde la había escuchado antes? Caminó de prisa. Una suave garúa acarició su rostro y un recuerdo remeció su interior. Lima y su lluvia cojudita, dijo el viejo Sebas una vez y le gustó la frase. Cuando llegó a las puertas de la tienda vio a Paquito cargando unas cajas. Se detuvo en la puerta y miró hacia el fondo del local donde el grupo estaría charlando como todos los fines de semana. Sintió una mano en el hombro y volteó rápidamente.


-Doctor, dijo Lucas. Entramos.

-Claro, dijo él, y escuchó de nuevo la voz.

Vámonos ya o mi madre nos verá y estoy frita…Isabella, pensó. No podía ser otra.

Vestida así junto a Luciana, no podía esperarse nada bueno.

Miró a Lucas y musitó una vieja frase, si me mientes una vez es tu culpa, si me mientes dos veces ya es mi culpa. Carga tu cruz, muchacho, dijo secamente.

-¿Qué?, preguntó Lucas.

-Nada, estoy divagando, contestó el Doctor.

-Sebas, un trago y que sea doble por favor.

Paquito colocó una Inca Kola y un vaso con dos hielos en el lugar del Doctor. Lucas apuró un sorbo de Coca Cola, encendió un cigarrillo y escrutó el rosto del Doctor. No encontró en su mirada respuesta alguna. “La única cruz que cargo se llama Isabella”, pensó.



8
Esa noche los chicos se quedaron hasta muy tarde. Paquito dormía como un gato mojado sobre unos sacos de azúcar y Sebas refunfuñaba y carraspeaba cada cinco minutos y miraba su reloj. Los muchachos se despidieron en la puerta. Apretones de mano, bromas, abrazos, bromas, bromas y bromas. El viejo Sebas cerró la reja, colocó los candados y se marchó a su cuarto. Paquito se quedó durmiendo ahí. Lo cubrió con una frazada serrana y apagó las luces del local. Su cuarto estaba en el fondo, ahí donde se almacenaba la mercadería: cajas de galletas, chocolates, sacos de arroz y azúcar, leche, fideos y un sinfín de cosas, todas bien ordenadas y clasificadas. Paquito era muy eficiente. Sebas se sonrió, algo raro en él.

Se tumbó sobre la cama y miró las cuantiosas fotografías y figuras que había pegadas en la pared. Algunas amarilladas por el paso inexorable del tiempo. Tomó un espejo y vio su rostro. El cabello cano al igual que la tupida barba que cubría sus mejillas. Su rostro cetrino dejaba ver unas notorias arrugas en la base de los párpados y al lado de los ojos. Miró una foto de cuando tenía once años, rodeado de la familia allá en Yungay y cayó en la cuenta de que la vida transcurría impasible sin que nada pudiera detenerla.

-¿Y la muerte?, pensó. He ahí la tragedia del hombre, se dijo.

Dejó el espejo y tomó una fotografía donde un grupo de muchachos posaba sonriente. Todos vestidos deportivamente.

-Esa es de cuando ganaron el campeonato de la primaria, pensó.

Ahí estaba Lucas, enclenque y patilargo como jefe del equipo; Toñito Segura, el flaco Malone, Wagner Haissler, gringuísimo y con los cabellos dorados como el sol; Tito Magallanes, gordo y robusto como un pequeño tonel, el loco Falconí con un flequillo que le cubría la frente como una visera, todos alegres y triunfadores. Leyó la dedicatoria en el reverso.

“Para don Sebastián, padrino y amigo; con el cariño del sexto grado”. Una nostalgia con aires de alegría lo invadió. Unos pasos lo alertaron. Era Paquito camino a su cuarto.

-Se despidió en su media lengua; esa que sólo Sebas con el paso de los años lograba descifrar.

-Hasta mañana, Paquito, duerme bien, le dijo el viejo.

En una fotografía estaba él y sus siete hermanos acompañados de sus padres. Esa era mi casa y mi familia antes que se la llevara la muerte, pensó. Todos descansaban ahora en una eternidad de piedra, tierra y agua; sin una cruz que señalara donde los había cogido la muerte. Sintió que los párpados caían sobre sus ojos y vio el Huascarán. Imponente, con la cima blanquecina y helada. Caminaba a paso lento por un camino empolvado. En una bolsa llevaba maíz tostado y una botella con agua.

-Eso te alcanzará para el camino de ida, hijo, le había dicho su padre. Ya mañana doña Tomasa te dará algo para el regreso, te esperamos antes del atardecer.

El padre besó su frente, le dio un paquete para doña Tomasa. No se volverían a ver.
A pocos metros del cementerio se encontró con un viejo que iba con una joven mujer y tres niños, mucho menores que él.

-¿A dónde vas, niño?, preguntó el viejo.

-A Caraz, señor, contestó.

-Vamos por la misma ruta, dijo la mujer. Quieres algo de comer para el camino. Tengo papa sancochada, queso y mote.

Miro su pequeña alforja y sintió el aroma del maíz tostado que le había preparado su madre. Antes de que pudiera contestar la mujer extrajo unas papas cocidas y las repartió entre los niños. Extendió su brazo y le dio al viejo un trozo de queso. Cortó otra tajada y se la alcanzo a él. Cuando iba a tomarla sintió un remezón que lo hizo trastabillar. Los niños se apretujaron con la mujer. El viejo se quitó el sombrero, sus ojos parecían otear el horizonte, hacia Yungay.

-Es un terremoto, musitó el anciano con voz angustiosa.

El remezón fue terrible, después una leve calma acompañada de un misterioso silencio. Luego un ruido de baja frecuencia, algo distinto aunque no muy diferente del producido por el sismo. El ruido procedía del Huascarán. Una nube gigantesca de polvo, casi color arcilla, se elevaba como un manto entre Yungay y el nevado.

-Aluvión, gritó el viejo.

Miró la colina donde se hallaba el cementerio.

-Corramos hacia allá, vamos, rápido, aluvión, aluvión.

Corrieron unos sesenta metros antes de ingresar al camposanto que también había sufrido los efectos del terremoto.

-No volteen, no dejen de correr, no dejen de correr, gritaba el viejo desesperado.

Pero el pequeño Sebastián no hizo caso. Sus padres, hermanos y el resto de la familia estaban en la ciudad. Miro hacia allá y fue cuando vio claramente una onda gigantesca de lodo gris de unos sesenta metros de alto que empezaba a quebrarse en cresta con una ligera inclinación. Esa onda monstruosa iba a golpear el lado izquierdo de la ciudad: esta ola no tenía polvo.

El niño petrificado, sintió un tirón fuerte hacia atrás como la garra gigantesca de un águila que lo halaba con firmeza. Era el viejo que gritaba enardecido que el aluvión no tardaría en golpear el cementerio. En una loca carrera sobre las escalinatas lograron alcanzar la segunda terraza y en cuestión de segundos la tercera, mas obstruida, y con un grupo de muchachos que huían espantados del monstruo que asomaba. Un golpe seco, como un látigo se escuchó. Una porción de la avalancha alcanzó el cementerio en su parte frontal, prácticamente a nivel de la tercera terraza. El lodo macizo pasó a unos cinco metros de donde se hallaban.

El cielo se oscureció por la gran cantidad de polvo que las casas despidieron antes de ser arrasadas por el monstruo.

El pequeño Sebastián levantó la mirada y vio que Yungay, con sus miles de habitantes y entre ellos toda sus familia, habían desaparecido. Las piernas se le quebraron y cayó de rodillas. Su llanto inconsolable encontró compasión en las manos del anciano que le acariciaba la cabeza.

El viejo Sebas despertó llorando y Paquito despertado y atraído por unos gimoteos, fue hasta el cuarto del viejo y le acariciaba la cabeza, con la misma ternura y delicadeza con que acariciaba a los perros del barrio.

 -La misma pesadilla de siempre, musitó Sebas somnoliento.

-¡Um! ¡Um!, articuló el jorobado en su media lengua.

Una tisana, preparada por Paquito. Calmó la sed del viejo. El jorobado se sentó al pie de la cama y lo miraba como un perro vagabundo que ve comer a otro perro. ¿Cuántos años que lo conocía?, pensó Sebas.

-Han pasado casi cuarenta años, dijo Sebas con voz apagada.

Paquito asintió. Sabía de qué hablaba ese viejo amigo que lo había encontrado deambulando, desesperado, caminando como como un loco de un lado a otro en ese caos apocalíptico que había precedido al terremoto. Arrastrando su miedo, su joroba y su mudez lo encontró el niño Sebastián. Ese día se encontraron la orfandad de dos niños que no tenían a nadie. Deambularon durante varios días viviendo de las donaciones, nacionales e internacionales que llegaban a la zona del desastre. Una noche se subieron a un camión que venía a Lima trayendo heridos. Ya en Lima, cantaban huaynitos serranos en plazas y parques a cambio de unas monedas. Los sábados y los domingos vendían baratijas en los mercados. Así, el niño Sebastián fue haciéndose de un capital que con los años lo llevaría a comprar un terreno y luego a tener su propia tienda de abarrotes-

-¡Um!, ¡Um!, balbuceó Paquito.

Sebas miró un paquete de plástico que estaba en un rincón. Lo había pasado inadvertido. Eran los uniformes de fulbito para el equipo del tercer año, donde jugaba Anatolio Quispe, un chico cuyos abuelos eran de Ranrairca, otra de las ciudades devastadas por el terremoto. Lo habían elegido padrino del equipo, todos los años lo era en algún grado, este año le tocó a los chicos de tercero. ¿Saldrían campeones? Habría que esperar. Los conto: uno, dos,...ocho, nueve y diez.

-Seis titulares y dos suplentes, dijo mientras los colocaba encima de la cama.

El jorobado miraba el fondo de la bolsa.

-Sí, ya sé, Paquito. Aquí está tu camiseta y también la mía, dijo el viejo sacando la ropa embolsada.

Paquito se fue contento, como un perro que se marcha buscando un sitio donde esconder su hueso.

Sebas se acostó nuevamente. Miró una foto de Yungay antes de la tragedia, la vieja iglesia y sus palmeras, esas que recorrieron el mundo como únicas sobrevivientes. La tragedia había quedado grabada en su memoria, y cada cierto tiempo regresaba a su vida, en sus sueños, como una eterna ola negra que nunca dejaba de venir.



9
Lucas dormía plácidamente cuando el teléfono sonó reiteradamente. Somnoliento, contestó.

-¡Hola, dormilón!

La voz de Alesia le sonó lejana. Trató de ordenar sus pensamientos como quien lucha con un rompecabezas.

-¡Ah, sí! Lo había olvidado, pensó.

Había quedado con ella para hacer los ejercicios de física, los de la academia, ¿E Isabella? La había invitado al cine por la tarde. ¿Y las tareas del colegio? ¡Diablos y cebollas!, ahora sí que estoy atrapado, pensó.

-Estás ahí, se escuchó la voz ronca de Alesia.

-Sí, disculpa, es que yo…bueno…había olvidado que tenía un compromiso por la tarde.

-No te preocupes, te llamo mañana por la noche. Si vas directo del colegio a la academia tendremos tiempo de repasar algo, ok.

-Está bien, te lo agradezco y discúlpame, es que mi cabeza…

-Olvídalo, no hay cuidado. Aprovecharé para repasar la obra en la que voy a actuar a fin de mes. Espero que vayas a verme, hasta el lunes entonces.

Quedó echado en la cama mirando el techo. Vio el letrero que había pegado ahí, frente a sus ojos. LEVÁNTATE ESCLAVO. Sonrió. Estaba amarillado, pero las letras permanecían nítidas, rígidas, como una cadena sujeta a sus muñecas.

Había estado tratando de comunicarse con Isabella, pero no contestaba. Miró el reloj: las nueve y cuarenta. Siempre la maldita casilla de voz con su vocecilla hipócrita y dulcetona diciéndole que deje su mensaje que nunca escucharía.

-Seguro que anoche ha salido con Luciana, pensó. Esa bruja agrandada interfiriendo siempre, una muralla impenetrable entre ella y él. Nunca le había gustado esa relación entre primas.

Se cubrió el rostro con la almohada y sintió ganas de gritar, de llorar, de morder la rabia que sentía.

-Qué relación más inadecuada, pensó. Ni siquiera le agrado a la madre.

Ya me la imagino hablando mal de mí, como lo hacía siempre. “Ese muchacho no es para ti, hija, mereces algo mejor, mira a tu prima, Lucianita, ella sí qué sabe escoger los enamorados, de buen apellido, de dinero, gente distinguida y no un mocoso como ese Lucas”.

-Así hablaba esa bruja, pensó Lucas mientras juntaba las monedas y billetes que guardaba en una vieja lata de galletas. Veintinueve soles.

¿Y con esto piensas invitarla a salir?, se dijo mientras se miraba en el espejo. Papá ya me adelantó una semana de propina; a mi mamá le debo hasta que cumpla setenta años. ¡Vaya que estoy jodido!, pensó.

Su única salida era Brughel. Fue hasta su habitación. Ropa en el piso, libros por aquí y por allá, un desorden de miércoles. Zapatos, medias sucias, ropa interior, corbatas, todo un desbarajuste.

Fotos de sus amiguitas pegadas en las paredes y en la cabecera de la cama. Tomo una de ellas y leyó en el reverso: “Para Brughel, de su único amor. Sara Sotomayor”. Aguantó la risa para no despertarlo. Miró a su hermano unos minutos. El ingeniero tirado en la cama, en calzoncillo y despatarrado como una rana que agoniza. Le miró el rostro, ojeroso y despeinado. ¡Qué buena vida la de este muchacho!, pensó.

-Brughel, Brughel…

Lo zarandeó, lo jaló y nada. Una piedra.

-Si no despierta soy capaz de patearle la cabeza.

Fue al baño. Pensó lanzarle un vaso con agua. Vio su pantalón colgado en la perilla de la puerta. La billetera sobresalía de uno de los bolsillos traseros; un billete naranja que asomaba le abrió los ojos como un búho. Pensó tomarlo, pero se desanimó.

-Sé que a veces me demoro en pagar, pero ladrón no, carajo, pensó.

Titubeante tomó la billetera y la puso en la mano de Brughel que había dado un vuelco en la cama.

-Brughel, puedes prestarme algo de dinero ando corto y hoy le ha prometido a Isabella llevarla…

No terminó la frase y Brughel, con los ojos cerrados, le alcanzó un billete.

-¡Diablos y cebollas!, ¿cien soles? Vaya que si debes estar bien dormido, hermanito, dijo Lucas casi susurrante y tomando el dinero salió de la habitación, besó el billete como quien besa a Isabella y cerró la puerta despacio. Ya en su cuarto, marcó el número de Isabella.

Otra vez la vocecilla. Miró la hora. Las once menos cuarto.

-Esa bruja de Luciana, esa bruja, pensó amargamente.



10
-¿Vas a salir por la tarde?

El Doctor miró a su madre moviendo la avena. Como cuando era un niño.

-Ya casi termino mi tarea de química, la del colegio, por la tarde iré al cine. No te preocupes por el almuerzo, mamá, puedo arreglármelas solo.

¿Irás a la parroquia hoy?

La madre asintió.

-Mañana me acompañarás a misa. El padre Tomás siempre pregunta por ti.

-Está bien, mañana iré contigo.

El Doctor vio a su madre llenar dos tazas con avena mezclada con leche y cocoa. Vio sus manos, finas y blancas, cortas unas rebanadas de pan y luego untarlas con mantequilla y mermelada.

“Como cuando estaba en la primaria”, recordó.

Nuevamente le vio las manos, arrugadas como las de un ahogado, cuarteadas por los años y por el sufrimiento. Él sabía que tenía una hermana del primer compromiso de su madre. Sólo la había visto algunas veces, cuando él tenía cuatro años y la hermana unos doce. Vivía por la unidad vecinal # 3, camino al Callao. Su madre también había vivido por ahí, con Ricardo, su primer compromiso; en uno de esos pabellones de ladrillos rojos, pequeños como un juguete. Recordaba aquel pequeño bosque de eucaliptos, lindante con las casas, que él gustaba recorrer como un enanito paseando entre las piernas de gigantes. También se acordaba de Ricardo, hombre bueno y honesto: tan diferente a su padre, abusivo y mujeriego. “El amor es un roble en la vida de las mujeres y una flor en el ojal en la de los hombres”, pensó.

Su madre solía decirle que su padre era un pan de Dios, un hombre bueno que el Todopoderoso había llamado a su lado antes de tiempo.

-¿Y por qué te abandonó?, hubiera querido preguntarle-

Pero no, esas son cosas de marido y mujer y uno no pregunta.

-Mamá... ¿Y papá?, preguntó una vez cuando tenía seis o siete años.

Nada, silencio absoluto, ni un sí ni un no; para qué volver a preguntar entonces, se fue y eso es todo, salió a comprar cigarros y no regresó más, que se jodan ella y el muchacho, que se las arreglen sin mí, que coman del aire, total, los perros viven en la calle y no se mueren. No volvieron a saber de él hasta el día de su muerte.

“Buen tipejo, este”, pensó el Doctor mientras recogía el servicio.

-Ya vengo hijo, te veo más tarde, ahí te dejo algo de dinero.

El doctor besó a su madre y la vio alejarse por la calle, con su rosario y su Biblia en la mano, como quien lleva un niño en brazos.

Entró en su cuarto, encendió un Ducal, tomó el libro que estaba sobre la mesa de noche y lo abrió. Desdoblo la punta de la hoja y retomó la lectura...

“¡Todavía aquí, Laertes! ¡A bordo, a bordo! ¡Qué vergüenza! El viento sopla en la popa de tu nave, y sólo aguardan tu llegada. Acércate. ¡Que mi bendición sea contigo! Y procura imprimir en la memoria estos pocos preceptos: no propales tus pensamientos ni ejecutes nada inconveniente. Sé sencillo, pero en modo alguno vulgar. Los amigos que escojas y cuya adopción hayas puesto a prueba, sujétalos a tu alma con garfios de acero, pero no encallezcas tu mano con agasajos a todo camarada recién salido sin plumas del cascaron. Guárdate de entrar en pendencia; pero una vez en ella, obra de modo que sea el contrario quien se guarde de ti. Presta a todos tu oído, pero a pocos tu voz. Oye las censuras de los demás, pero reserva tu juicio. Que tu vestido sea tan costoso como tu bolsa lo permita, pero sin afectación en la hechura, rico, mas no extravagante, porque el traje revela al sujeto, y en Francia las personas de más alta alcurnia y posición son en esto modelo de finura y esplendidez. No pidas ni des prestado a nadie, pues el prestar hace perder a un tiempo el dinero y am amigo, y el tomar prestado embota el filo de la economía. Y sobre todo, esto: sé sincero contigo mismo, y de ello se seguirá, como la noche al día, que no puedes ser falso con nadie. ¡Adiós! Que mi bendición haga fructificar en ti todo esto”.

Cerró el libro y se sintió fortalecido. Lo dejó en la mesa de noche. “El hombre que no lee es un cadáver que respira solamente”, pensó.

Salió de casa y anduvo unas calles, pensando y reflexionando. Se sentó en una de las bancas del parque cercano a su casa y observó a la gente con sus bolsas del mercado, sus periódicos frívolos como sus vidas, metidos en sus charlas anodinas.
-¡Cuántos cadáveres!, pensó.

Tiró la colilla y se fue a la tienda de Sebas. Allí encontraría a algunos de los muchachos del barrio.



11
Todo empezó cuando la madre de Rosario Zumarán grito desde su auto.

-¡Charito, tu cucharita!

Ahí fue cuando sus compañeros de aula vieron la cucharita de plástico, con la cabeza de Mickey Mouse en el extremo. Pecosa, cegatona y con la falda más debajo de las rodillas, Charito Zumarán fue presa fácil para los coyotes, ese grupo de malandrines encabezados por Toyo Villanueva que habían encontrado en el bullying una nueva forma de divertirse, una manera de sobrellevar o que consideraban una vida aburrida: la del colegio.

En el salón se sentaba en el centro del aula, en la fila del medio. Delante de ella Jaime Castro, a su derecha Valentín Gomero, a su izquierda Carlos Valera (todo un plomo el gordo ese) y detrás, el susodicho Toyo Villanueva. Vaya que si era piña la pobre. El cordero rodeado de lobos. Malena Dulanto, una de sus más cercanas amigas, no se explicaba como una muchacha de trece años llevaba dos colas en la cabeza como quien lleva dos cuernos; y con esos lazos de colores chillones que tanto gustaban a su madre. Realmente que era cómico y trágico verle la cabeza. De esas colas la jalaban los coyotes cada vez que encontraban oportunidad, y las clases del Platanaso López, el profe de álgebra, eran las apropiadas, pues, la mitad del salón bostezaba o dormía y la otra mitad se dedicaba a cualquier cosa. Sólo Pablito Arroyo no desatendía una clase.
“Ese estudia hasta en los recreos”, decía el tutor de su aula.

Pero Pablito era otras de las víctimas de los coyotes. En los recreos lo buscaban entre los cientos de alumnos que colmaban el patio. Él se escabullía como un pececito, pero la mayoría de las veces lo atrapaban y empezaba el bullying (diversión, decían los coyotes).

-¿Quién quiere a este?, decía Toyo Villanueva, y lo empujaba.

Lo recibía Valentín Gomero:

-Yo no lo quiero. Allá va, y nuevo empellón.

-Yo tampoco lo quiero, gritaba el gordo Valera y lo peloteaban de nuevo.

El pobre terminaba más mareado que un borracho y sus anteojos que siempre salían disparados.

Charito Zumarán, escondida tras una columna, veía aterrada lo que le hacían al pobre Pablito. A ella no la empujaban, “a las mujeres no se les toca”, decían los coyotes, pero no perdían oportunidad de gritarle: Charita, la cucharita.

Colorada como un tomate, buscaba refugio en algún lugar apartado del patio. Ahí coincidía con Pepito de la Romaña era muy callado, le decían “el mudo”. Siempre estaba en los lugares más apartados, todos comentaban que era un “mongo” y un aburrido. Era muy estudioso, pero no chancón, por eso es que algunos chicos – los que iban al colegio a estudiar – lo buscaban para pedirle ayuda, sobre todo los que andaban bajos en matemáticas. Él jamás se negaba y nunca pedía ni aceptaba nada a cambio. Cuando hablaba con alguien, decía lo necesario: sí, quizá, creo que sí, no, tal vez, claro; muy pocas veces más de tres palabras.

Charito Zumarán lo seguía a poca distancia en los recreos, rara vez le hablaba, pero sabía que él encontraba buenos lugares donde esconderse y eso es lo que ella necesitaba, para eludir los “Charita la cucharita” que le llovían como meteoritos cuando se cruzaba con el Toyo Villanueva y su manada.

Un día se atrevió a preguntarle:

-¿Por qué eres así?

Pepito de la Romaña la miró a los ojos, sonrió y le dijo como quien se está confesando con el cura:

-Es mi forma de ser y me siento bien así.

Desde ese día Charito Zumarán le dijo si podía sentarse a su lado en todos los recreos.
Le prometió que no lo molestaría, que no le hablaría, que estaría muda como una almeja. Él aceptó. A Pepito de la Romaña le llamaba la atención que Charito Zumarán usara esa graciosa cuchara para comer todo lo que la madre le ponía en la lonchera. Hasta las galletas de animalitos las ponía en la cuchara antes de llevárselas a la boca.
-Esa es una tronada, le dijo el Toyo Villanueva a sus coyotes.

El Toyo Villanueva, a pesar de ser antipático, cabeza hueca y abusivo, era muy bien parecido y muy atlético. Tenía un físico muy raro para su edad. Alto y fornido, gustaba mostrar el punche de sus bien formados brazos delante de las chicas. En las clases de educación física se levantaba el polo y mostraba sus coquitos pectorales.

-Ese es un mono, pero me gusta, decía Maruja Arbieto, la experta en chismes del colegio.

-He visto chicos más guapos y más inteligentes, decía Malena Dulanto con indiferencia.
Pero todos sabían que Malena hablaba de la boca para afuera, porque en realidad se moría por el Toyo Villanueva.

Los coyotes no perdían la oportunidad de molestar a sus “lornas” cuando Pablito Arroyo o Charita la cucharita se les perdían en los recreos.

A Charito Zumarán le extrañaba que Pablito nunca se quejara ni con el tutor, ni con los profesores, ni con el director del colegio por los atropellos de que era víctima: le quitaban sus lentes, le escondían sus cuadernos, le robaban sus tareas, le decían al oído cosas terribles. Una vez le colocaron una enorme cucaracha en su lonchera. El pobre pego un grito, se puso más blanco que un papel y se desmayó en plena clase. Todos se rieron, hasta el profesor de geografía, “pendejadas de muchachos, poca cosa”, dijo.

Charito Zumarán había visto todo. Vio a Valentín Gomero sacar el pomo con la enorme cucaracha de su mochila; el gordo Valera le abrió la lonchera: Jaime castro abrió el frasco y se lo dio al Toyo Villanueva; este, con mucha precaución la colocó entre su sanguche de queso y su cajita de yogurt, bien apretadita, para que no se moviera. Pobre, Pablito Arroyo, pensó Charito Zumarán.

Era tanta su indignación que decidió escribir una nota anónima dirigida al director.
Estuvo mascando el lapicero durante media hora y no encontraba la formula precisa para empezar la carta delatora.

-¡Aja!, se dijo. Mi cucharita.

Hurgó en su mochila. Sacó libros, cuadernos, apuntes, envolturas de galletas, tofis y chocolates hasta que la encontró. Estaba envuelta en una bolsita de tela que su madre había cocido especialmente para que la guardara ahí antes y después de usarla. La observo unos segundos. Vio la figura del ratón inmortal, en su idolatrada cucharita. Algo se ilumino en su mente y recordó una novela de espías que había leído años atrás. Corrió hasta la biblioteca de su padre y reviso estante tras estante hasta que la encontró. Era sobre unos espías rusos que se introducían en los Estados Unidos buscando información sobre las nuevas armas que los “gringos” estaban inventando. Encontró una carta que un tal Muckoski, le enviaba a una alta autoridad del Kremlin informándole que los “asquerosos capitalistas” habían inventado una máquina para calentar alimentos en pocos segundos a través de ondas; pero que él sospechaba que su verdadera finalidad era reducir cabezas de espías rusos. A Charito Zumarán le importó un rábano el contenido de esa carta más le interesó tomarla como modelo para crear la de ella. Después de borronear varias decenas de hojas, quitar aquí, agregar allá, tarjar acullá, cambiar una palabra por otra, llegó a lo que consideró la carta final.

Señor Director

No le voi a desir quien soi por mi seguridad. Stop. Mi vida correría peligro si se lo digo stop. Esto que digo tiene que ser secreto stop. Estoi tan nerviosa que mi cucharita tiembla en mi mano stop. Al pobre Pablito Arroyo lo molestan mucho stop. Los collotes son malos stop. Toyo es el collote mas malo stop. Me quizo el otro día quitar mi cucharita stop. Los collotes botan los cuadernos de los niños stop. Mas los de Pablito stop. Hará usted algo a los collotes stop. No trate de saber quien soy por que no podrá saberlo stop. Mi amiga Pochita Rodríguez de segundo años no se lo podrá decir por que no le he dicho que estoi haciendo esta carta stop.

El espía ruso.


La carta parecía una cojudés. La puso en un sobre, con las manos enguantadas para evitar cualquier huella que la incriminara.

Esperó que el director abandonara su oficina como todos los días por la mañana para inspeccionar la formación y se introdujo en la dirección. La secretaria se pintaba las uñas mientras hablaba por teléfono. Colocó la carta sobre el escritorio y salió con el mismo sigilo con que había entrado.

Mientras los alumnos se dirigían a sus aulas se escondió en uno de los jardines y por una ventana espió el destino de su misiva. Vio al director abrir el sobre y leer la carta mientras se hurgaba la nariz con el índice derecho. Dio un gran bostezo, limpió su dedo en el papel, lo arrugó y lo arrojó al tacho.

Charito Zumarán llego a su salón como quien arrastra una carreta de carga. Su rostro desencajado y lívido, mostraban la patética figura de un ser doblegado y resumido.
Un “Charita la cucharita” al oído, esta vez del gordo Valera, le hizo ver que estaba condenada a servir de carne de cañón a los deleites morbosos de esos bárbaros conocidos como los coyotes.



12
La expectativa que había generado la final del campeonato de fulbito no tenía antecedente alguno. Nunca se había sentido en el ambiente tal interés, al punto que los padres de familia se habían metido tanto en el asunto que ya asomaba el encuentro como una final de los campeonatos mundiales. Las cinco finales anteriores las había ganado quinto año, y siempre contra los de cuarto, pero ahora las cosas eran diferentes, ahora los de quinto se enfrentarían a los de tercero, quienes habían goleado a los de cuarto por cinco a cero, mientras que los de quinto llegaban a la final con un angustioso uno a cero frente a cuarto, y con un penal dudoso.

-Ese no fue penal, ese árbitro está vendido, reclamó Estéfano airadamente.

Lo cierto era que tres alumnos nuevos conformaban el equipo de tercero. Paco Cantuarias, alto y fornido con una zurda extraordinaria que dejaba a la defensa contraria pateando el aire.

-Cuando mi hijo Paco, toca la pelota, los rivales ni la ven, decía orgullosos su padre, un médico de la naval.

Paco se había vuelto muy popular, todos los alumnos de primero lo tenían como a un héroe. Paco había estado en las divisiones menores del Club Cantolao donde había sido una promesa, pero había dejado el equipo por los estudios, quería prepararse bien para postular a la Escuela Naval, quería ser marino como su padre.

Otra adquisición del equipo era Patricio Ferreyros, un palomilla de un dribling endemoniado. Con Paco Cantuarias formaban una dupla excepcional. Venia del Pedro Labarthe y vivía en La Victoria. Su padre, un comerciante de Gamarra venido a menos, lo había tenido que sacar del Americano de Miraflores. Casi toda la primaria la había hecho allí, pero el primero y segundo tuvo que hacerlo en el Labarthe. Ahí conoció muchachos de toda ralea; malandrines, gamberros, pilluelos y matreros le hicieron ver que para sobresalir en este mundo había que tener algo más que un padre con plata. El comienzo fue duro, varias peleas lo fueron cuajando. Un zambo, hijo de estibador de la Parada, lo conocía de vista.

-Aquí si te dejas pisar, ya fuiste, te agarran de lorna y no te sueltan, le dijo el zambo la primera vez que vio que uno de quinto año le dio un empellón.

Sus habilidades con la pelota hizo que los respetaran. Cuando la tenía entre los pies rara vez se la podían quitar y casi siempre a costa de patadas desleales. Pero Patricio se reincorporaba nuevamente y empezaba de nuevo. Uno, dos, tres y al arco. Gol fijo. Un equipo de Gamarra, el Huracán San Juan, lo llevó a participar en el famoso Interbarrios del Porvenir. Fue la sensación, salió goleador y el equipo ganó el campeonato. Un día su padre hizo un buen negocio, la cosa mejoró en la casa y lo sacó del Labarthe.

-Te he conseguido un buen colegio, allí harás el tercer año.

Fue así como Patricio llegó al colegio, con todo un curriculum futbolístico envidiable.
El tercer muchacho venía de provincia, Anatolio Quispe. Su padre era transportista, tenía cinco camiones en los que transportaba todo tipo de carga, desde papas y verduras hasta cajas con artefactos domésticos. Cansado de la vida en provincia había logrado comprar un chalecito en una tranquila zona de Jesús María.

-Yo vivo por Garzón, le dijo Paco Cantuarias a Anatolio cuando lo conoció.

El cholo como lo llamaban de cariño sus amigos, contestó con mirada altanera.

-Yo por Huáscar, en la cuadra 12.

Se estrecharon la mano, como quien hace un pacto de caballeros. El cholo Quispe era recio, alto, de piernas fuertes y gruesas, para nada técnico, pero ésta era suplida con creces por la garra que ponía en cada partido, por la fuerza, siempre mesurada, en cada disputa. De balón.

-Ese cholo Anatolio tiene los huevos bien puestos, dijo el chato León, el profesor de educación física.

Pero quinto años, a pesar de no contar con individualidades, formaban un equipo compacto. Una telaraña bien constituida donde Toño Segura y Tomi Malone formaban una muralla casi infranqueable en la defensa. Llevaban jugando juntos desde primero de secundaria, se comprendían de maravillas.

-Cuando nos hacían goles no era por culpa de nosotros, era por el arquero, nunca nos ha tocado un arquero bueno, le dijo Toño Segura a un padre de familia de cuarto año.
Ahora tenían al gordo Magallanes, un fornido muchacho de buena estatura aunque un poco subido de peso.

-Ese gordo cubre todo el arco, gritaban los palomillas de primero y segundo.

Acostumbrado a las burlas, el gordo les mostraba el brazo en escuadra y todo terminaba por ahí.

Pero la rivalidad que se sentía en cada rincón del colegio iba más allá del ámbito deportivo. Los de quinto no veían con buenos ojos las sonrisas y miradas acarameladas que Sara Sotomayor intercambiaba con Paco Cantuarias en los recreos.

Ya fuiste gringo, le decían a Wagner Haissler sus compañeros de clase, te atrasaron.

El gringo andaba tras Sara Sotomayor desde que intercambiaron regalos en “amigos secretos” cuando estaban en tercero. El gringo se había hecho ilusiones de conquistar ese corazón que ya lo había desdeñado dos veces. Pero ahora veía que sus aspiraciones se perdían en un mar de incertidumbre.

-Lo de quinto es para quinto, le dijo el loco Falconí a las chicas del salón.

-No ves que seremos ganado, idiota, lo encaró Yerti Plaza, la mejor amiga de Sotomayor, que estaba más ilusionada que la propia Sara en que el romance llegase a buen término.

Y este asunto de los romances no quedaba ahí nomás, también Patricio Ferreyros se hacía ojitos con Clarisse Delgado, una bella miraflorina cuya belleza recordaba a Ale MacGraw, la compañera de Ryan Oꞌneal en Historia de amor, aquella hermosa película basada en la novela de Erich Segal.

-Aquí va a ver tormentas del corazón, le dijo el Doctor a Lucas.

Lucas sólo sonrió, ya bastantes tormentas tenía él con Isabella.

Eso de hacerse ojitos le cayó como una pedrada en el ojo a Juan Carlos Luzurieta, el goleador de quinto año. Hacía meses que andaba tras las sonrisas de Clarisse, pero ésta le daba largas y, más aún ahora que había aparecido Patricio, quien no sólo era diestro con la pelota, sino que también tenía un floro bravazo para las chicas.

Las apuestas iban y venían, sobre todo entre los alumnos de primero y segundo. Nintendos, play stations, teléfonos celulares, iPod, mp4 y hasta dinero en efectivo, todo lo que tuviera valor se podía jugar a una u otra mano.

-Las apuestas están dos a uno, casi parejas, le dijo Raimondo a Gabrielle.

-Tendrán que conformarse con ver el partido desde el balcón, muchachos, les dijo el Doctor.

Cuarto año estaba fuera de competencia, pero en su mayoría, los estudiantes de ese grado apoyaban a quinto; lo propio hacían los de primero y segundo con respecto a tercero.

-El colegio estaba dividido, ese partido será como las Cruzadas, decía el Doctor en son de broma.

El director se mostró preocupado por lo de las apuestas, por eso ordenó a tutores y auxiliares que tuvieran los ojos bien abiertos; esa medida no medró en nada el mercado del juego y tuvo más bien un efecto contrario, pues las apuestas aumentaron; hasta algunos profesores y auxiliares se unieron a la timba.

-¿Y tú quién quieres que gane?, le preguntó con mala leche una compañera de aula a Sara Sotomayor.

Sara se quedó muda, no esperaba una pregunta tan comprometedora como indiscreta y menos delante de todo el salón. Se sintió como una cucaracha que va a ser pisoteada.
-Y eso a ti qué te importa, metijona.

Yerti Plaza salió en su ayuda y todos en ese momento se dieron cuenta que habían perdido dos corazones en el aliento espiritual. Por lo visto, el partido había empezado antes del pitazo inicial y en otro plano.



13
Esa mañana Charito Zumarán tenía el rostro desencajado. Bajando de la movilidad había recibido una ristra de “Charita la cucharita” de parte de los coyotes que le avinagraron el desayuno. Junto a la capilla del colegio encontró a Pepito de la Romaña sentado en un poyo, cerca de la Virgen de la gruta. Se acercó y se sentó junto a él, muda como una roca. Vio pasar a Pablito Arroyo como un bólido, dos de los coyotes iban tras él. Sintió ganas de contarle a de la Romaña lo de la carta, la indiferencia del director y de las ganas que tenía de largarse de ese colegio, pero sintió vergüenza.

El timbre sonó y en el patio no quedo ni una mosca. Charito ingreso y recibió una dosis pequeña, sólo dos “Charita la cucharita”, del gordo Valera. Pablito Arroyo estaba en su sitio acomodándose el cabello y quitándose la escarcha con que lo habían bañado.

Cuando el profesor Mármol ingresó todos se pusieron de pie.

-Examen, a la pizarra, dijo con su voz atiplada y algo gangosa.

Los coyotes, poco aficionados al estudio, empalidecieron. Toyo Villanueva fue el primero en ser llamado. El profesor escribió en la pizarra una ecuación de tercer grado que lo dejó al Toyo más desubicado que un ciego en procesión.

Miró el ejercicio como quien mira la luna, se rascó el mentón, carraspeo, se acarició la sien derecha, luego se agarró el cuello como si sintiera una cuerda que lo fuera ahorcando, luego miró a sus coyotes y puso una cara de estúpido que hizo que el profesor perdiera la paciencia.

-Y bien, hasta que hora espero, preguntó el profesor.

Como toda respuesta encontró una sonrisa idiota. Charito Zumarán no cabía de contenta de ver al terrible Toyo hecho un papanatas.

-¿Quién sabe?, preguntó Mármol.

Pablito Arroyo levantó la mano. En menos de dos minutos el problema estaba resuelto. El profesor lo felicitó y lo puso como ejemplo para todos.

 -Siéntese, la próxima clase lo evalúo de nuevo, dijo el profe en tono amargo.

En toda el aula se sentía un ambiente de satisfacción, pero no por la destreza de Pablito para el álgebra, sino por ver la cara del zonzo que tenía el líder de los coyotes. A Charito Zumarán se le fue la algarabía cuando escuchó al Toyo decirle a Valentín Gomero.

-Ahora va a ver ese baboso lo que le va a pasar.

Charito abrió los ojos como un búho del susto; las piernas le temblaban, pobre Pablito. Su terror creció cuando el Toyo le susurró al oído:

-Anda despidiéndote de tu amigo, Charita la cucharita.

Ella que desdeñaba ese mote con que la fastidiaban hubiera querido que en ese instante tuviera el retintín de sorna con que siempre se lo decían y no ese tono colérico y despreciativo con que se lo había dicho el Toyo en ese momento.

Charito no sabía cómo avisarle a Pablito del peligro que corría. Tres alumnos más salieron a la pizarra y resolvieron los ejercicios propuestos. Cada uno demoró más de cinco minutos, pero lograban resolver el problema.

Cada vez que el profesor decía muy bien la cólera del Toyo Villanueva iba en aumento y las esperanzas de Pablito de salvarse disminuían.

Faltando cinco minutos, el profesor fue llamado a la dirección. Dio indicaciones para que salieran al recreo si sonaba el timbre y él aún no hubiese regresado. Malena Dulanto sacó su celular disimuladamente y se puso a jugar; Charito no sabía cómo llamar su atención para que se acercara y contarle lo que los coyotes pensaban hacerle al pobre Pablito Arroyo.

Charito miró hacia atrás y vio a Pepito de la Romaña acomodando sus cosas; Pablito Arroyo resolvía algunos problemas de su libro.

Sonó el timbre, Charito saltó como un resorte pero como un resorte que se contrae fue sentada de nuevo; el Toyo la había tomado de las colas.

Los alumnos salieron como quien escapa de un incendio. El gordo Valera franqueó la puerta y en el aula quedaron los coyotes, Malena Dulanto, Eddy Zaldívar, Antonio Zlatar, Maruja Arbieto y en el fondo del salón Pepito de la Romaña.

-Así que eres un sabiondo, no. Ahora vas a ver lo que esta mano puede hacer con un payaso como tú, dijo el Toyo y le dio un puñete al pobre Pablito que salió como un cohete, pero hacia atrás. Jaime Castro tomó los lentes que cayeron al piso, se los puso y empezó a hacer muecas y payasadas; los coyotes reían a carcajadas y aplaudían como focas ante cada ocurrencia del amigo. El Toyo levantó a Pablito como quien levanta un espantapájaros y preparó su puño para un segundo golpe. Charito cerró los ojos para no ver, Pablito sangraba por la nariz, pero eso parecía no importarle al Toyo, quien lanzó un segundo golpe, pero esta vez no encontró el rostro de Pablito sino la mano abierta de Pepito de la Romaña.

-Estoy grabando todo, susurró Malena Dulanto al oído de Charito Zumarán. Si los coyotes me descubren estoy frita.

Todo fue en un instante: el celular de Malena que grababa y la mano abierta que como una garra aprisionaba el puño del Toyo. Los primeros sorprendidos eran los compañeros de barrabasadas del Toyo que no podían concebir que ese niño tranquilo y callado estuviera enfrentando a ese brabucón del Toyo Villanueva. La cara del Toyo enrojeció como un rocoto y, ante la impotencia de no poder soltarse de aquella mano que se mantenía fuerte y rígida, buscó ayuda en sus compañeros. El gordo Valera abandonó la puerta y quiso tomar a Pepito de la Romaña del cuello, pero una patada certera entre las piernas lo dejó al gordo más doblado que un jorobado. Jaime Castro salto como un gato pero Pepito lo esquivó y, sin soltar al Toyo, le aplicó un codazo en la boca que lo mandó a buscar sus dientes.

-Y ahora tú, escoria, vas a probar lo que es bueno, dijo de la Romaña al pobre Toyo.
Lo cogió por los hombros y lo lanzó contra el suelo, luego lo arrastró por el piso tomándolo de la camisa. Estaba refregando el embaldosado con el rostro del pobre infeliz cuando ya algunos alumnos regresaban del recreo y se detenían en la puerta, estupefactos, al ver al gran Toyo Villanueva orinándose en los pantalones de miedo. El pobre no sabía cómo justificar el pantalón mojado. Dijo que se le había derramado una gaseosa, pero nadie le creyó, sobre todo cuando Maruja Arbieto contaba a todo aquel que quería oírla que ella había visto con sus propios ojos, como el rebelde se meaba los pantalones.

Todo el culebrón terminó en la dirección del colegio. Ahí, junto a toda la banda de los coyotes, Pepito de la Romaña y Pablito Arroyo se hallaban cabizbajos ante la severa mirada del director que, de rato en rato, miraba los pantalones mojados de aquel muchachote de brazos fornidos. Las imágenes del celular de Malena Dulanto dieron luces al asunto y todo quedó aclarado. Los coyotes fueron suspendidos una semana y permanecieron en el colegio sujetos a matricula condicional. El padre de Pablito Arroyo se abstuvo de presentar queja alguna a petición del director. El bullying había acabado en el colegio gracias a la valentía de aquel muchachito callado y solitario llamado Pepito de la Romaña. Rosario Zumarán dejó de ser Charita la cucharita y Pablito Arroyo pudo caminar por el colegio sin que nadie lo hostigara. El director tuvo que actuar con mano dura para evitar que al Toyo Villanueva le gritaran el meón. De vez en cuando en las paredes del baño aparecían unas cuartetas de algún poeta anónimo que hacían alusión al badulaque que había implantado el terror del bullying:


Quien se meó en los pantalones
creía ser un bandido,
hoy es sólo un Toyito
que se ha mojado todito.



14
En la tienda de Sebas la gente estaba alborotada. Gabrielle, Stéfano y Raimondo bebían sus fantasiosos chilcanos dobles, “harta Coca Cola con hielo” bromeaba el Doctor, siempre. Las chicas del Santa Úrsula esperarían en el Óvalo Gutiérrez, en la puerta del cine.

-Estás tan oloroso que pareces una cortesana francesa, dijo Estéfano despeinando a Raimondo.

Todos rieron. Estaban tan excitados por ese encuentro que cualquier broma era festejada a risotadas.

-Del Santa Úrsula, loco, vociferaba Gabrielle enardecido.

-No es cualquier cosa, muchachos, así que ya saben, harto floro y del bueno, dijo Estéfano contorneando el cuerpo como un bailarín de mambo.

-Si no la hacemos bien, no irán con nosotros a la fiesta de Alessandra y ahí sí que sonamos, dijo Raimondo.

-Sí es así tendremos que turnarnos con tu prima, dijo Estéfano y todos estallaron de risa.

Cuando el Doctor entró en la trastienda los encontró fanfarroneando y “embriagados” de Coca Colas e Inca Kolas.

-Doctor, justo a tiempo, necesitamos que nos cuente una historia de amor, de esas que lo ponen a uno entre las nubes, dijo solemnemente, Gabrielle.

El Doctor se rascó el mentón, se acomodó en una silla y dijo con voz grave:

-Pero, estoy seco y cuando estoy así la lengua se me traba y si se me traba no hay historia.

-Un whisky doble para el Doctor, Paquito, gritó Raimondo.

El jorobado, presto, partió por el pedido. A los pocos minutos regresó con una Inca Kola y un vaso con dos hielos. El Doctor sirvió un trago pequeño, agitó el contenido con los hielos y bebió un sorbo.

Iba a comenzar su historia cuando Lucas ingresó en el recinto. Tenía el rostro desencajado, la mirada apagada y el ánimo en el suelo. Había estado en el parque esperando a Isabella y esta no había aparecido. Nada de llamadas, nada de recados, nada de nada. Su teléfono que no contesta, él que no puede ir a buscarla, Luciana y su veneno interminable instalado en su casa... ¡Qué más da! pensó mirando a sus amigos tan alegres, tan llenos de vida mientras él se hundía en el desaliento, en el desgano, en la nada.

El Doctor lo observo, no necesitaba ser adivino para comprender de que mar de tristezas venía el amigo.

-Lucas pidió una Coca Cola de mala gana. Paquito acudió a su llamado. Todos estaban de tan buen ánimo que la tristeza de Lucas pasó inadvertida.

El Doctor encendió un Ducal y arrojó el humo en rosquillas. Sebas los dejaba fumar en la trastienda, sólo los domingos, sin uniforme escolar y no más de tres cigarrillos, esas eran las reglas y las reglas donde Sebas se cumplían. Era un pacto sagrado, entre amigos y esas alianzas nunca se profanaban. Así era, así había sido y así sería hasta que cumplieran la mayoría de edad. De vez en cuando el viejo tendero entraba a contar las colillas.

-No es por desconfianza, les decía, sino que me gusta hacerlo. Mi madre me mandaba a contarle las colillas a mi padre y de ahí me ha quedado esa costumbre.

Los muchachos reían de esa ocurrencia. Era domingo, día en que toda la pandilla tenía que “matricularse” y cancelar las deudas de la semana. El viejo Sebas tenía un grueso cuaderno donde anotaba el crédito de cada uno.

-Voy a hablar con el viejo a ver si nos hace una excepción por este domingo, sino vamos a tener que ir con las chicas a caminar y de seguro nos chotearán por misios, dijo Estéfano mientras iba a hablar con Sebas.
Siempre era el encargado de las misiones difíciles. Su floro podía transformar una derrota en victoria en cuestión de minutos.

Al poco rato Estéfano regresó, sonriente y más fanfarrón que nunca.

-Bien muchachos, amnistía hasta la próxima semana; pero eso sí, si no pagan el próximo domingo se suspende el crédito al deudor durante dos meses.

-Eso sería una catástrofe, dijo Gabrielle abriendo los hijos como un búho.

El Doctor carraspeó, bebió un buen sorbo de su vaso y dijo con gravedad:
-¡Preparen sus orejas mis burros!

Y comenzó su relato.

Vivía hace mucho, mucho, mucho tiempo un joven llamado Tristán, es decir, “el triste”, que como verán, queridos amigos, llevaba en su nombre el signo de lo que será su destino. Su padre Rivalén había sido rey de una región llamada Leonis; su madre, Blancaflor, era hermana del rey de Cornualles, un hombre valeroso llamado Marco. Tristán nació entre desventuras, pues, su padre, quien había sido destronado, murió asesinado, mientras que la madre, en lenta agonía, logró dar a luz a su hijo antes de rendir su alma a Dios.

El Doctor hizo una breve pausa, todos habían quedado imantados no sólo por lo intrigante que se mostraba la historia sino por la majestuosidad con que el Doctor acostumbraba a contar sus historias. Hasta Paquito se había acomodado entre Estéfano y Gabrielle.

“Criado por un guerrero valiente y diestro en el manejo de las armas llamado Gorvalán, Tristán permanece junto a él hasta que cumple quince años, edad en la que decide partir en busca de aventuras. Estas lo llevan con el tiempo hasta la corte de su tío, el rey Marcos, donde en poco tiempo se gana el respeto y la admiración de todos quienes los conocen, no sólo por sus hazañas bélicas, sino por su destreza y habilidad para arrancarle bellas melodías al laúd...

-¿A qué?, interrumpió Raimondo.

-Al laúd, animal. ¿Es que no sabes que es un laúd?, dijo Gabrielle.

El Doctor bebió un trago.

-Calma, hijos calma, dijo el Doctor.

-El laúd es como una guitarra pequeña, idiota, dijo Estéfano.

-No es como una guitarra, sino como un arpa pequeña, corrigió el Doctor.

-¡Así que guitarra, no!, monosabio, dijo Raimondo con sorna.

Estéfano se encogió como un caracol que se esconde en su concha.

-Bueno, como decía, el gran Tristán era una especie de héroe, prosiguió el Doctor mientras fumaba un Ducal.

Entre sus hazañas se cuenta su enfrentamiento con el gigante Morlot, cuñado del rey de Irlanda. La lucha fue feroz, y si bien Tristán logra dar muerte al gigante, éste, antes de morir, logra herirlo con su espada envenenada. Tristán logra llegar a un río y, subido en una barca, parte a la deriva a esperar la muerte. El destino lo lleva a orillas del castillo de los reyes del país. Para su fortuna, el veneno no logra su cometido. Ya en el castillo, Tristán se hace pasar por un juglar y dice llamarse Tantrís. Hámnet, la reina de Irlanda, diestra en la preparación de filtros mágicos, encantada con la música y cánticos del juglar, lo cura del todo.

-Pero cómo, no era que el veneno lo había matado, preguntó Raimondo.

-Porque no te callas, tarado, y escuchas bien, dijo Gabrielle

El Doctor sonreía, Paquito escuchaba hipnotizado y Lucas mostraba interés por la historia olvidándose un poco de sus pesares. De ese momento aprovechó el Doctor para continuar su historia.

“La reina Hámnet le confía a Tristán la educación musical de su hija, Isolda, una hermosa muchacha de cabellos rubios y de unos ojos azules como el mar…”

-Pero el mar no es azul, Doctor, interrumpió Gabrielle.

-Otro tarado, dijo Estéfano.

-En poesía todo es posible muchacho, todo es posible, contestó el Doctor.

Mirando su reloj, agregó:

-Si me siguen interrumpiendo no doy a poder terminar la historia y les aseguro que van a llegar al cine

Todos quedaron en silencio; Paquito asintió con la cabeza, gustaba de esas historias, había leído muchas en los libros que Sebas siempre le compraba.

“Después de un tiempo, a oídos de Tristán llegó la noticia de que los barones del reino de Cornualles rumoreaban que era casi seguro que Tristán se opondría a que su tío Marco se casara algún día. “Así no podrá tener hijos y él quedará como único heredero del reino”.

Tristán se indignó tanto que decide partir de inmediato a Cornualles y tirar por tierra las calumnias que caen sobre él.

Al llegar a Cornualles, Tristán se entrevista con su tío a quien mueve una obsesión: se siente enamorado de una mujer a quien no conoce. ¿Cómo es eso tío?, interrogó Tristán. El tío abrió un libro donde había un cabello rubio y rizado. “Este cabello fue colocado a mis pies por una golondrina”, contó el tío. Pero por estos lares no existen esas aves, manifestó Tristán intrigado. “Eso es lo extraño”, contestó el tío pensativo. “Os prometo querido tío que encontraré a esa mujer y la traeré a tu corte para que la desposes”.

La determinación del sobrino alegró al rey Marco y acabó con las murmuraciones de los barones intrigantes”.


El Doctor hizo otra pausa para encender un cigarrillo y beber un sorbo de “whisky”. Todos permanecían mudos, atrapados en esa historia que tenía visos de grandiosidad.
“Tristán regresa a Irlanda, algo ha sucedido en su corazón: se ha enamorado de Isolda y pretende declararle su amor.

En el alma de la muchacha también Cupido ha insertado un dardo de amor. Raida, una cortesana ayudante de cámara de la reina y amante del asesinado gigante Morlot, advierte que el hierro sacado de la cabeza del difunto amante coincide con el astillado de la espada de Tristán y, viendo en él al homicida, trata de asesinarlo: los sicarios encargados de darle muerte fracasaron en su intento y caen batidos por la espada del hijo de Rivalén”.

-¿Y quién es Rivalén?, preguntó Charly que recién había llegado.

Más de uno lo miró con cara de palo, así que el flaco pidió su “chilcano”, jaló su silla y se sentó discretamente. El Doctor continuó:

“La reina de Irlanda, enterada de la anécdota del cabello, da un filtro mágico a la criada para que desista en sus pretensiones de dar muerte a Tristán: para sus planes, no es conveniente la muerte de este, pues ya ha descubierto que es sobrino del rey Marco; a quien pretende como marido para su hija Isolda. Tristán e Isolda ignoran los planes de la reina. Tristán pide autorización a la reina de Irlanda para llevar a Isolda a la corte del rey Marco, pues, en poco tiempo piensa revelar las intenciones de casarse con la joven princesa. La reina de buena gana acepta y asesta su jugada maestra: da a su hija un filtro amoroso para que se enamore del rey de Cornualles; sabe que el rey no se resistirá a la belleza de su hija.

La narración se vio interrumpida por la aparición de Sebas quien, con mirada inquisidora, contó las colillas del cenicero. Eran cuatro, dos de Ducal del Doctor y dos de Winston de Lucas.

-Paquito, dijo Sebas con voz apacible. Sírveles a los muchachos una ronda de “tragos” a cuenta mía.

Y con el mismo paso lento con que entró se retiró. Todos se miraron calladamente. No era la primera vez que el viejo tendero tenía esos gestos, nadie agradecía, al viejo no le gustaban los agradecimientos, eran cosas del corazón.

El Doctor volvió a mirar la hora, esperó que Paquito colocara las botellas. La mesa se volvió a llenar de Coca Colas e Inca Kolas. Una vez que Paquito se sentó, el Doctor continuó

“Durante la travesía, Tristán comienza a notar un cambio en el comportamiento y sentimientos de su amada, pero le resta importancia. En tanto Raida comienza a dar muestras de su afecto y amor hacia Tristán quien, hasta ahora, desconoce que esta fue la amante del gigante Morlot. El rey Marco queda impresionado por la belleza de Isolda y llega al convencimiento que es ella la mujer poseedora del cabello que la golondrina puso a sus pies. Sin que Tristán se entere y, aun menos Isolda, el rey manda una comitiva a la corte de Irlanda a pedir la mano de la princesa Isolda. La reina de Irlanda se frota las manos de alegría, pues, las cosas han salido como ella lo había planeado.

El rey y la reina Hámnet llegan a Cornualles para consumar la boda de Isolda y el rey Marco. Isolda se halla muy confundida, algo en su interior le dice que no es al rey a quien ama sino a Tristán: el amor verdadero parece resistirse a cualquier hechizo mágico. La boda se lleva a cabo, pero Isolda, aprovechando la embriaguez del rey Marco durante las fiestas nupciales, hace que una de sus criadas la reemplace en sus deberes conyugales en el lecho matrimonial. La oscuridad de la habitación y la borrachera logran que el artilugio tenga efecto. Isolda parece recobrar la lucidez y cae en los brazos de Tristán.

Sus amores se vuelven clandestinos, pero Andret, un joven enamorado de Isolda, descubre el engaño y los denuncia ante el rey. Los amantes se citaban en un jardín durante las noches; para ponerse de acuerdo con Isolda, Tristán dejaba sobre las aguas de una fuente trozos de madera donde escribía día y hora de los encuentros así como mensajes de amor. Uno de estos maderos fue descubierto por Frocín, un enano malvado al servicio de Andret. Con la evidencia en la mano, el rey Marco condena a los amantes a la hoguera. Un día antes de la ejecución y, aprovechando la confianza del carcelero de la celda, Raida logra envenenarlo y posesionarse de las llaves. “De qué me vale muerto” piensa la ex amante de Morlot, “ya después lo recuperaré para mí” piensa.


El doctor detuvo su relato, tomó otro “trago”, encendió otro Ducal y se dispuso a continuar. Observó a Lucas, los ojos vidriosos delataban el dolor que estaba sintiendo por causa de Isabella.

“Los amantes se refugian en un bosque, arrastrando una vida azarosa de fugitivos, atormentados en todo instante por el temor a ser descubiertos.

Lo son al fin, pero el rey Marco los encuentra dormidos tan tranquila y puramente, separados por la espada de Tristán, que, conmovido por el recuerdo del sobrino amado, respeta su vida y la paz de su sueño. Para dejar un testimonio de su presencia, cambia la espada de Tristán por la suya y pone en el dedo de Isolda el anillo matrimonial como renuncia a sus derechos como esposo.

Cuando despiertan, los amantes descubren lo sucedido y planean partir a la pequeña Bretaña para llevar una vida de felicidad. Allí, Tristán contrae una extraña enfermedad. Isolda se da cuenta que sólo un filtro mágico de su madre podría salvarlo. Escribe a ésta, quien envía a Raida con el filtro. La criada piensa que ha llegado el momento de saldar cuentas y, cambia el filtro que la reina le ha dado por un poderoso veneno, el cual se lo da a Isolda para que se lo dé a su amado Tristán. El filtro dado a Raida por la reina Hámnet nunca había surtido efecto por el gran amor que la muchacha sentía por el gigante Morlot. Había escondido muy bien su dolor esperando el momento propicio para su venganza. Tristán bebe de manos de su amada la pócima mortal. Agoniza durante varios días hasta que al fin muere en los brazos de Isolda, quien cree que ha sido su madre la causante de su desgracia. Raida regresa a Irlanda satisfecha, la muerte de Tristán ha pagado con creces el dolor que ha tenido que soportar por la muerte de Morlot. Isolda no soporta la muerte de su amado; con la espada de este, se atraviesa las entrañas. Enterado el rey Marco de lo sucedido, hace trasladar los restos a Cornualles donde son sepultados en uno de los jardines principales. Tiempo después, sobre sus tumbas brotaron dos árboles que se abrazaron indisolublemente. Cada vez que eran talados, resurgían con mayor vigor que antes”.



El Doctor concluyó su relato exhalando una larga bocanada de humo. Su mirada fue hurgando en cada rostro de los que lo habían escuchado. Rostros rígidos y tensos, miradas reflexivas e idas. Paquito lloraba y gimoteaba como un niño que ha perdido un juguete.

-Vamos, muchacho, es sólo una historia, dijo Lucas, pasándole la mano por el cabello como tratando de consolarlo.

Sebas vino a calmarlo y se lo llevó a su cuarto para que descansara.

Raimondo vio la hora y dijo:

-Bien muchachos, estamos en buena hora, vayamos al cine al encuentro de nuestras Isoldas.

Todos rieron. Charly, Raimondo, Estéfano y Gabrielle se despidieron del Doctor y de Lucas.

-¿Qué van a ver?, preguntó el Doctor.

-No recuerdo el nombre, sólo sé que es una mezcla de amor y de acción, dijo Charly.

-De repente nos vemos por ahí, campeones, dijo el Doctor en son de broma.

-¡Bah!, cuídense de los Tercero que han asegurado que se llevan el campeonato este año.

Lucas y el Doctor quedaron solos en la trastienda.

-Crees que los chicos ganen, preguntó el Doctor a Lucas.

Buscaba suavizar un poco su alicaído ánimo.

-Es difícil. ¿Has visto jugar a esos dos chicos nuevos?, preguntó Lucas.

-Cantuarias y Ferreyros.

Lucas asintió con la cabeza.

-No, pero me han dicho que son dos diablos.

El teléfono sonó y Lucas hurgó ansiosamente en el bolsillo de su casaca. Su rostro se mostró sombrío. Era Alesia quien quería consultarle acerca de una tarea de la academia.

-¿Y qué estás haciendo?, preguntó Lucas.

-Estoy con una amiga, hemos estado ensayando en la obra que se estrenará la próxima semana, recuerdas que te hable de eso.

-Claro, y también te prometí que iría al estreno.

Hubo un breve silencio. Lucas miró al Doctor fijamente.

-Dices que estás con una amiga, preguntó Lucas.

-Sí, por qué, preguntó Alesia.

-Y no les gustaría ir al cine con un par de buenmozos.

El Doctor asintió con la cabeza y mostró sus pulgares en conformidad. Para Lucas asomaba un nuevo horizonte, pero aprendiendo a convivir con sus males de amores.



15
Llegaron hasta la avenida Arequipa. Lucas buscó una tienda donde comprar cigarros. El Doctor lo esperó en una esquina. Cuando regresó el Doctor le dijo:

-Será mejor que tomemos un taxi.

-Desde aquí nos va a salir carísimo, contestó Lucas. Aunque no te preocupes, tengo uno de a cien.

-Vaya que si estamos millonarios. ¿Y eso cómo fue?, preguntó el Doctor.

-Brughel, creo que ni se dio cuenta de lo que me dio. Estaba semidormido. Cuando despierte del todo ya será demasiado tarde, ¿no crees?

El Doctor se sonrió. ¿Cómo será vivir con un hermano?, pensó. El taxista era un conversador empedernido, no paraba de hablar. El Doctor vio que en la solera había un pequeño toro atacando a un torero, todo de plástico.

-Veo que le gustan los toros, comentó.

El hombre pasó los dedos sobre el animal, como acariciándolo.

-Lo dice por esto, interrogó.

El Doctor asintió.

-Es mi pasión, no hay Feria de Octubre a la que no vaya, desde hace cuarenta años. Es caro, sabe, pero ahorro mes a mes, sin quitar ni sacrificar el dinero de la casa.

El Doctor quiso interrumpirlo, pero vio que era imposible.

-Un taxista no gana mucho y aunque este carro es mío, aun así hay que hacer sacrificios. El día a veces está duro y hay que darle al timón más horas...

Lucas estaba en el asiento trasero. El Doctor lo miró de soslayo y se sonrió.

-Ahorro aquí, ahorro allá, pero mis toros son mis toros y ese placer no me lo quita nadie. Debo tener sangre española. Por eso me gusta tanto. Una vez le hice una carrera a un señor que le gustaban los toros tanto como a mí, quedé tan encantado que le cobre sólo la mitad.

Lucas vio que al Doctor se le despertó el interés por ese hecho. El Doctor miró a Lucas y le hizo un hoyito con los dedos, como quien dice “este hombre es mío”. El hombre siguió hablando sin parar, como un robot programado. En un cambio en el semáforo, el taxista se distrajo y el Doctor atacó.

-España es un país hermoso.

-¡Qué! No me diga que ha estado ahí, preguntó el taxista.

-He vivido ahí muchos años; Madrid, Sevilla, Cádiz, Barcelona, Linares...

-¿Linares?, Linares ha dicho...

El Doctor asintió.

-¡Mi madre! casi gritó el taxista ¿Sabe usted quien murió en la plaza de Linares?

-Manolete, contestó el Doctor como quién contesta cuánto es dos por dos.

-¡Mi madre! volvió a decir el hombre con un ceceo a la española.

-Yo no lo vi, pero mi abuelo me lo contaba muchas veces, el sí estuvo. Lo mató un toro llamado Islero, el 29 de agosto de 1947.

-¡Coño!, gritó el taxista, esto sí que está bueno, usted debe conocer de corridas como el mejor.

Lucas apoyó sus brazos en el asiento donde estaba el Doctor y mostró interés por lo que aquél decía tanto como el taxista. El hombre ya no hablaba, ahora sólo quería escuchar a aquel jovencito que, a pesar de su corta edad, parecía saber tanto o más que el más ducho taurófilo.

-Siga, por favor, siga, dijo el taxista implorante.

El Doctor encendió un Ducal, miró a Lucas con aire de gran señor y prosiguió.

-Dicen que su última corrida fue una de las mejores, pero ese Islero era bravo, astas fuertes y agudas como las de un unicornio.

-Un que…, preguntó el taxista casi deteniendo el auto.

El Doctor se dio cuenta que tenía que ser más simple, más entendible.

-No, lo que quise decir es que sus cuernos parecían dos lanzas apuntando al cielo.

-¡Ah!

-Los pitones de la Miura son de los más temidos por los toreros. Así lo manifestaba Ordoñez, Dominguín y también el Cordobés.

-¿Sabe usted quién es el Cordobés?, preguntó el taxista asombrado.

-Manuel Benítez, contestó el Doctor.

-¡Coño del recoño! ¡Vaya que si sabe usted de toros muchachito!, quién se iba a imaginar que le iba a hacer una carrera…

-No, no exagere, sólo soy un aficionado, dijo el Doctor con voz casi apagada y con un tono de humildad que Lucas tenía que hacer esfuerzos para no estallar de risa.

-¡Qué va a ser aficionado!, señor mío, es usted una enciclopedia.

-Sabía usted que un torero puede torear con capa de cualquier color.

-¡No joda!, y discúlpeme la expresión, pero usted me está tomando el pelo, muchachito, dijo el hombre con recelo.

-No, señor mío, lo del color rojo es una tradición, los toros son daltónicos.

-Dal… qué

-Daltónico, no distingue colores, todo lo ve como si fuera negreo.

El hombre no resistió más, detuvo el auto y extrajo de la guantera una libreta y un lapicero. A partir de ahí comenzó a anotar toda esa sabiduría tauromáquica que brotaba de los labios de aquel joven erudito taurófilo.

El Doctor estuvo verbosísimo: habló de tres matadores que se hacían cargo del toro sucesivamente después de cada una de las picas; habló del picador que con el sombrero caído hacia adelante, hasta casi taparle los ojos, inclinaba la pica apuntando directamente al lomo del toro y que para llevar con éxito aquella labor utilizaba las espuelas para hacer adelantar al caballo mientras sostenía las riendas con fuerza con la mano izquierda; y dijo también que el picador, echado hacia adelante, recibía el embiste del cornúpeta con la punta de acero de su larga vara de nogal, buscando clavarla en el nudo muscular del cuello del toro, mientras echaba su caballo a un lado girando sobre la pica, hiriendo violentamente, hincando el acero en el lomo del toro, para desangrarlo y facilitar la faena del torero.

El taxista se había olvidado de la carrera, había detenido el carro en la pista auxiliar y anotaba como loco toda es verborrea que aquel adolescente peroraba como un político de plazuela.

Lucas miraba el reloj y trataba, vanamente, que el Doctor detuviera su “clase magistral”.
-Vio usted torear a Figurita, interrogó el taxista sumido en un éxtasis de capas y estoques.

-¡Que si lo vi!, por favor, a él y al Fandi, en la Plaza de Toros de Marbella.

-¡Al Fandi!, en Marbella. ¡Coño de los coños!

El Doctor encendió un Ducal, miró a Lucas como tranquilizándolo.

-Escuche bien, amigo, dijo el Doctor palmeándole el hombro. Imagínese al Fandi en el centro del ruedo, de perfil frente al toro, sacando el estoque de entre los pliegues de su capa, empinándose sobre la punta de sus pies y encarando la hoja hacia el animal. El toro embistiendo y el Fandi cargando con decisión sobre él, colocando con su mano izquierda la muleta en la cara del toro para taparle la visión. Su hombro izquierdo entrando entre los dos cuernos en el momento que la espada se hunde entre los dos omoplatos y, en un segundo, de las graderías solo tienen la imagen del toro y el torero formando un todo.

Lucas no podía creer lo que veía, el taxista lagrimeaba con la boca abierta, estático como una estatua.

El Doctor parecía haber entrado en trance y no tenía visos de detenerse.

-El toro siguió ma muleta que giraba con lentitud, y la espada desapareció cuando el Fandi se desvió con maestría hacia la izquierda. El toro trato de dar unos pasos, pero no pudo, las patas de temblaban y el cuerpo se contoneaba de un lado a otro, vacilante.

Por fin cayó de rodillas, adelantó la cabeza y la hundió en la arena. Estaba muerto, no hubo necesidad de puntillazo. El público enardecido agitando sus pañuelos blancos pidió orejas y rabo.

-Maravilloso, maravilloso, gracias, dijo el taxista besando la mano del Doctor; luego encendió el carro y partió.

El taxista no quiso recibir el pago por sus servicios. Bajaron en el óvalo Gutiérrez y caminaron hasta el cine.

-Me impresiona su conocimiento sobre la tauromaquia, Doctor, dijo Lucas con voz ceremoniosa.

-No es nada amigo, pira ilusión, así lo contó Guillermo Delgado en su clase de literatura hablando sobre Hemingway.

No interesa que sea verdad o no, lo importante es que al contarlo te lo crean.
Lucas meneo la cabeza y sonrió. El Doctor era un caso aparte.



16
Cerca al cine, a unos cincuenta metros, había un cafetín con mesas exteriores.

-Aún faltan buenos minutos, sentémonos aquí, quiero beber un café, dijo el Doctor.

-Buena vista, no hay duda, dijo Lucas buscando con la mirada a Alesia.

Fumaron y bebieron café mientras se deleitaban mirando pasar a la gente. Muchos chicos y chicas del colegio andaban por ahí, solos o en grupo: loa que andaban solos parecían esperar a alguien.

-Mira el reloj constantemente, luego levanta la cabeza y mira de un lado a otro. Conclusión, ese tipo espera a alguien. Elemental mi querido Watson, río el Doctor haciendo un saludo con la mano.

A los pocos minutos vieron bajar de un taxi a Raimondo, Charly, Gabrielle y Estéfano; lucían ropas domingueras: pantalón de vestir y camisas de colores serios. Se pasaron casi de frente a la puerta del cine, donde ya la gente comenzaba a aglomerarse.

-Míralos, nerviosos e inquietos como perros que van a bañar. Lucas río de la ocurrencia.

-Lass das leben unserer liebe doch kein rosenleben sein, dijo una muchacha alta, espigada como un álamo.

Eran cuatro muchachas, todas rubias y bien vestidas, el aire teutónico se percibía en el ambiente.

-¡Ey!, creo que las Isoldas de los muchachos ya llegaron, dijo el Doctor.

-Vaya chasco que se van a llevar, dijo Lucas riendo burlonamente.

Una era cegatona, pelirroja y pecosa; otra, gorda y bajita, “parece la hija de Martín Lutero” comentó el Doctor; la tercera, la que entró al cafetín hablando alemán, era muy delgada y alta, parecía un galgo albino; la última era de cara fina, ojos azules, estatura mediana, pero parecía que la naturaleza se había olvidado de moldearla, “pañuelito de mago”, dijo Lucas, “nada por aquí, nada por allá”.

-Así son las citas a ciegas, por lo menos esos cuatro no estarán solos cuando el cielo se les nuble, dijo el Doctor.

Las gringas miraban hacia el cine, buscando a sus “víctimas”; Raimondo y los otros también buscaban sus Isoldas, pronto se encontrarían.

Una de las teutonas, la chata, habló por su celular, en alemán. Mientras hablaba miraba hacia los grupos que estaban apostados cerca a la puerta del cine.

-¡Ah! Ya los vi, gracias, adiós, dijo en un castellano legible y bien hablado.

-Esa es de acá, pero habla el alemán como alemana, dijo el Doctor.

Lucas asintió. El encuentro fue como el estruendo que provocan dos mundos en un debate. Ambos grupos se miraban con desconcierto, cómo preguntándose quién engancharía con quién. La gringa espigada era demasiado alta para cualquiera de esos cuatro ardorosos jovenzuelos; la cegatona pecosa no parecía agradarle a ninguno, la gorda y bajita contrastaba con los desmirriados galanes y la “pañuelito de mago” no tenía otra cosa que ofrecer a la vista su cara fina y sus ojos azules.

-Así que cuatro lomazos no, le increpó Raimondo al flaco Charly.

-Con las cuatro gringas no hacemos una, dijo Gabrielle a Estéfano.

-Ya fuimos, loco, ya fuimos, le contestó Estéfano.

Maruja Arbieto, Malena Dulanto y Eddy Zaldívar se hallaban entre un grupo de chicos y chicas que gastaban bromas a todo dar.

-Mira eso, esto no me lo pierdo, dijo maruja mientras filmaba con su celular a los Tristanes con sus Isoldas.

Rosario Zumarán también rondaba por ahí en compañía de Eddy Zaldívar y Toñito Zlatar quien lucía un polo amarillo chillón con la imagen de Bob Esponja.

Las puertas se abrieron y la gente comenzó a entrar. En orden, sin golpearse.

Alesia apareció en compañía de una bella chiquilla que de inmediato cautivó a Lucas, Gina Pinasco, estudiaba danza y teatro. Al igual que Alesia, también había concluido la secundaria a los quince años.

-¿Y cómo se llama la obra en la que actuarán?, preguntó el Doctor.

-Es una adaptación moderna de “Romeo y Julieta, con bailes y en un lenguaje más cercano a los jóvenes, dijo Alesia mostrándole un folder donde se leía ROMEO y JULIETA, WILLIAM SHAKESPEARE, adaptación de Alesia Vera Funes.

-Interesante, dijo el Doctor, interesante.

Los muchachos pasaron cerca de ellos, parecían haberse puesto de acuerdo, pues, caminaban en parejas: Raimondo con la gorda, Charly con la espigada, Gabrielle con la cegatona y Estéfano con la “pañuelito de mago”.

Lucas con disimulo les hizo un saludo nazi; Estéfano le mostró el índice con igual discreción.

-Espero que vayas al estreno, dijo Alesia y Lucas dijo que sí.

-Tú también estás invitado, le dijo Alesia al Doctor quien ya había regresado con las entradas.

-No faltaré, Shakespeare es uno de mis preferidos. Siempre lo tengo en la mesa de noche, contestó el Doctor.

La sala estaba atestada de muchachos y muchachas en su mayoría. Maruja Arbieto iba de aquí para allá grabando con su celular, siempre disimulada e indiscreta. Es noche tendría mucho trabajo colgando en internet las imágenes.

Rosario Zumarán se sentó al lado de Malena y ésta al lado de Toñito. Rosario tenía en el regazo un enorme balde de palomas de maíz que, de vez en cuando, se llevaba a la boca, no sin antes colocarlas en su cucharita. Antes que se apaguen las luces, del fondo de la sala se escuchó un coro de voces con un tono inconfundible “Charita la cucharita”. Eran los coyotes, quienes protegidos por la multitud, lanzaban sus acostumbrados aullidos. No estaban en el colegio y, por lo tanto, escapaban a la jurisdicción del director y de la escuela. Las luces se apagaron, un leve barullo y Charito Zumarán pudo sacar su cucharita con libertad.



17
Después de dejar a las chicas en “El pico de oro”, en San Isidro, Charly tomó un taxi para ir a lo de Sebas, ahí lo estarían esperando Estéfano, Gabrielle y Raimondo. En el cine se habían encontrado con Alessandra Gentile, la prima de Raimondo.

Alessandra quedó encantada con las gringas y les rogó para que no dejaran de ir a su fiesta.

-Son tan lindas y graciositas, primo, le había dicho a Raimondo. Si no las llevas a mi fiesta no te volveré a hablar nunca.

Las gringas le dieron su palabra de honor de que no faltarían y, en esa promesa, estaban comprometidos Raimondo y los otros.

Cuando Charly entró a la tienda, el Doctor recitaba unos versos de Shakespeare. Paquito en su lenguaje oscuro e ininteligible le preguntó que tomaría.

-Tráeme un doble, Paquito, dijo mientras recibía las miradas inquisidoras de Gabrielle y Estéfano.

-Así que tenías unas rubias crocantes, no, dijo Estéfano.

-Espérate, voy a llamar a mi pata, el asunto puede arreglarse, dijo Charly y fue hasta el mostrador donde el viejo Sebas atendía a una señora. Pidió el teléfono y marcó. El amigo no estaba, dejó el recado y el número de Sebas para que le devolvieran la llamada. Regresó a la trastienda y para su fortuna, el Doctor había iniciado un nuevo “recital”. Lucas lo escuchaba atento; los otros estaban más entusiasmados con la idea de agarrarlo a patadas.

“¡Oh! ¡De ella debe aprender a brillar la luz de las antorchas! ¡Su hermosura parece que pende del rostro de la noche como una joya inestimable en la oreja de un etíope! ¡Belleza demasiado rica para gozarla; demasiado preciosa para la tierra! ¡Como nívea paloma entre cuervos, se distingue esa dama entre sus compañeros!

Acabado el baile observaré dónde se coloque, y, con el contacto de su mano haré dichosa mi ruda diestra. ¿Por ventura amó hasta ahora mi corazón? ¡Ojos, desmentidlo! ¡Porque hasta la noche presente jamás conocí la verdadera hermosura!

-Gracias, amigos, por escuchar a este humilde poeta, gracias de veras, dijo el Doctor ceremoniosamente y, poniéndose de pie, hizo una venia.

Lucas y Paquito aplaudieron con entusiasmo; los otros con desgano.

-Versos muy apropiados para la ocasión, dijo Lucas socarronamente.

El doctor habló de Alesia y de su amiga.

-Van a montar “Romeo y Julieta”, en una versión modernizada, sería bueno que vayan muchachos,...

Y Lucas agregó…

-Pueden invitar a sus amigas si quieren.

 La voz de Sebas lo libró de un apanado.

-Charly, teléfono, gritó el viejo.

-Ese debe ser mi amigo, dijo el flaco.

Unas muchachas que compraban chocolates lo miraron de pies a cabeza y se sonrieron.

-¡Alo!

-¡Hola, galán! ¿Y cómo te fue?; dijo Frank Bürkle al otro lado del hilo.

-Eres un desgraciado, espérate que te tenga frente a mí.

-Calma, galán, calma. Yo no te busqué, tú me buscaste a mí. Me dijiste, Fransito, tú que tienes buenas amigas, puedes contactarme con ellas. Y yo dije ¿Por qué no? Si Charly Carbone es un buen pata, un hombre correcto y de buenos modales, además pintonsito, lo que las chicas llaman bien parecido, pepón, todo un cuerazo, tan churraso que encandiló a mi flaquita y me la quitó...

Charly sentía que había perdido piso, que había sido mala la idea de llamar a Frank “me he puesto la pistola en la sien”, pensó.

-Me estás escuchando galán, claro que sí, sino que te has quedado mudo, canallita. Y después qué, pues la engañaste a ella como me engañaste a mí, y después te largaste como si nada hubiera pasado. Y un día te apareces con tu encantadora voz de barítono y me pides que te consiga más amiguitas. Pues, bueno, ahí las tienes.

Charly buscó acabar con la llamada, no tenía argumentos con que contrarrestar los bazucasos que estaba recibiendo.

-¡Alo!, galán, sigues ahí.

-Sí, contestó Charly con una voz casi imperceptible.

-¿Sabes cómo te han puesto los amigos comunes que tenemos?... Gato manco… y sabes por qué, galán, porque dicen que no sabes cómo tapar los cagadones que dejas a tu paso…

¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Adiós galán, chausito, ci vediamo, ci vediamo.

Charly colgó el auricular. Las cartas estaban dadas y había que jugarlas. No había nada que hacer. Así lo entendió Estéfano cuando lo vio entrar a la trastienda con cara de sepulturero.

-¿Y ahora qué?, pregunto Raimondo.

-Caballero nomás, muchachos, contestó el flaco algo compungido.

El Doctor los miró detenidamente, luego encendió un Ducal. Paquito, entre mímicas y muecas le dio a entender que no era domingo.

-Silencio, mudito. El viejo Sebas no va a sentir el olor, no te preocupes, dijo el Doctor. Es sólo uno y nada más.

Paquito negó con la cabeza. Las reglas de Sebas eran bien claras y había que respetarlas. Nada de cigarro en la trastienda los días de semana y sólo tres los domingos. Era domingo, pero el jorobado ya le había contabilizado tres en la mañana, así que no había vuelta que darle al asunto.

O apagaba el cigarro o informaba a Sebas. Reglas eran reglas.

-Está bien, mudito, está bien. Pareces de la KGB, dijo el Doctor riendo.

Mirando los rostros compungidos de los chicos, dijo:

-Han visto muchachos. Quiero fumar, pero no se puede. ¿Qué hago entonces? Le busco el lado bueno al asunto. Dejo la idea de fumar y pienso que estoy en un lugar donde prefiero estar con mis amigos que dejar este sitio e irme a fumar a la calle. ¿Me entienden?

Raimondo asintió, lo mismo hizo Gabrielle.

-Cuatro muchachas bien vestidas, de buenos modales y educación de primera aparecen en sus vidas. Y ustedes qué hacen. Quieren huir despavoridos como gallinas, como si fuera el fin del mundo, el Apocalipsis. No le ven el lado bueno. Esas chicas van a buenas fiestas, cuando tengan una quizá los inviten, ahí conocerán buenas chicas, guapas, de acuerdo a sus gustos.

Quieren llegar al segundo piso sin usar las escaleras.

Charly y los otros se mostraron interesados, el Doctor era el Doctor y siempre encontraba buenas salidas a los problemas. “¿Por qué no escucharlo? ¿Qué pierdo?”, pensó más de uno.

-Siga Doctor, dijo Lucas con voz solemne.

El Doctor cogió su cajetilla de cigarros, pero Paquito lo miró con cara de espía.

-Bien como dije hace un momento, ninguno de ustedes ve lo positivo del asunto y, po el contrario, ve lo negativo donde no lo hay. ¿Querían una chica con quien ir a la fiesta o querían una enamorada?

-Una chica para ir a la fiesta, pero…

El Doctor frenándolo con las manos, prosiguió:

-Tú lo has dicho, Raimondo, alguien con quien ir a la fiesta. ¡Que no es bonita la chica! Por favor, amigos, no hay una mujer igual a otra, cada mujer tiene su propia belleza, su propio encanto, su propio atractivo. Búsquenle eso y, una vez que lo encuentren, verán las cosas diferentes.

Después de escuchar al Doctor Raimondo pensó que la gorda no era tan gorda; Charly, que la larguirucha no era tan espigada; Gabrielle, que la cegatona no era tan cegatona y Estéfano, que de ese “pañuelito de mago” se podía extraer algo.

Los chicos se despidieron dejando a Lucas y al Doctor en la trastienda.

-Mañana tenemos examen de literatura y el loco Delgado nos hará declamar, dijo Raimondo.

-Eso es bueno, modula la voz, hace que rompas el hielo de la timidez y que pongas pilas tu memoria, dijo el Doctor. El año pasado nos tuvo recitando todo el año, le encantaba oírme declamar a Shakespeare.

Eran casi las diez, cuando Paquito entró haciendo más muecas que un mimo y señalando como loco la puerta de entrada.

-¿Y a este qué le paso?, preguntó Lucas.

El Doctor, quien mejor entendía al jorobado, dijo a Lucas:

-Dice que hay una chica qué pregunta por ti.

Lucas de inmediato pensó en Isabella.

El Doctor lo miró con rostro grave y le dijo:

-No te hagas ilusiones, dice que es rubia.

Cuando Alesia entró a la trastienda Lucas quedó patitieso y el Doctor se apresuró a acomodarla en una de las sillas de paja tan viejas como Sebas.

-Sorprendido, dijo Alesia. Así que este es el cubil en el que te refugias.

Ambos quedaron encantados. Hubieran querido que los muchachos la vieran, un poco de vanidad no venía mal.

-Estoy en un aprieto y tienes que ayudarme, dijo Alesia. Mi Romeo se ha enfermado, está con tifoidea, así que pensé que tú...

Lucas quedó boquiabierto, nunca había hecho teatro, pero cuando Alesia le dijo que Gina Pinasco era Julieta su ánimo cambió.

-Vamos, Lucas, es tu oportunidad, dijo el Doctor en son de broma. Sabes que conozco bien a Shakespeare así que podré ayudarte.

Es más, Delgado estará encantado de apoyarte, sabes que siempre ha querido ver a unos de nosotros en el escenario.

No se habló más, todo quedó decidido. Alesia se marchó. El primer ensayo sería en el auditorio del ICPNA del centro de Lima a las cinco de la tarde. Esa noche Lucas permaneció despierto hasta altas horas leyendo y releyendo el libro que el Doctor le había dado. Sin darse cuenta el recuerdo de Isabella se había desvanecido como la niebla en un amanecer.



18
Maruja Arbieto llegó al colegio más ojerosa que un mapache; había estado en el internet colgando todo lo grabado en el cine. Para no ser detectada usaba el pseudónimo de “Murciélago”. La cara de Isabella en la formación de cada lunes era un claro testimonio de que sabía que Lucas había estado en el cine con una chica. Cuando se cruzó con él en el patio principal hizo como que no lo había visto; lo que no sabía es que los pensamientos de Lucas navegaban por otros rumbos y que sus desplantes ya no tenían efecto de antaño.

La formación era una bandada de susurros interminables, todos intercambiaban comentarios sobre las imágenes captadas por el misterioso “Murciélago”.

Era el noticiero de muchos estudiantes.

Había sospechas sobre la identidad de tan misteriosos infidente, pero todo no pasaba de meras suposiciones. La única que sabía quién era ese chismoso quiróptero era Malena Dulanto. Entre las novedades que traía el Murciélago, esa mañana, estaba la visita de Paco Cantuarias a casa de Sara Sotomayor, el paseo dominguero de Patricio Ferreyros y Clarisse Delgado y todos los pormenores de lo sucedido en el cine: nadie estaba a salvo en el colegio del vuelo malévolo del Murciélago. Pero como todo tiene un fin, la gota que derramó el agua del vaso fue una imagen de la secretaria del director besándose con su novio en el auto de este. Las imágenes habían sido captadas en la playa de estacionamiento del colegio. Una indiscreción de Malena Dulanto puso al descubierto la identidad del Murciélago. Hablando por teléfono en uno de los excusados del baño le comentó a una amiga lo de los besitos de la secretaria del director con su novio, “te cagas de risa, flaca, es un chape loco”. Lo que Malena no sabía es que en el retrete vecino la señora de la limpieza estaba haciendo pis, y que había escuchado todo.

-Lo juro por los clavos de Cristo, señor director, estaba yo haciendo pis, no el dos por si acaso y escuché a la chiquilla decir eso.

La secretaria cambio de color como un camaleón de amarillo a azul, de azul a rosado, de rosado a rojo. No sabía nada del ampay. El director entro al ordenador buscó Murciélago y entre otras imágenes, destacaba la secretaria en pleno besuqueo con el novio: el rótulo decía “Besitos cariñosos de la dirección”. Lo que lo enfadó no fue el hecho de que la muchacha estuviera en arrumacos con el novio, sino que a este no se le veía claramente el rostro, sólo se distinguía a un gordito medio calvo y con cabeza en forma de pera, casi la copia fisonómica del director. Por el rotulado podrían pensar que se trataba de él pachamanqueándose con su secretaria.

Y más de uno lo creyó así.

-¡Oye infeliz!, vas a ver cuando llegues a la casa te voy a moler a cucharonazos, le dijo la esposa por el hilo telefónico.

El loco Delgado estaba hablando de Rubén Darío y de su grandeza poética cuando el Director, custodiado por un auxiliar y el jefe de Normas, lo interrumpió:

-Profesor Guillermo, por favor, dijo el Director con una voz que más parecía una súplica.

Delgado asintió y el director ingresó al aula. Buscó entre los alumnos y su mirada se detuvo ante la pequeña figura de Maruja Arbieto. “Así de angelicales deben haber sido los rostros de las brujas que quemaban en la Edad Media”, pensó. Se acercó a la muchacha y, con un leve susurro, le dijo:

-Acompáñeme con sus cosas a la Dirección.

Maruja sintió como si una soga le ajustara el pescuezo y tuvo la sensación de que los días del Murciélago habían llegado a su fin y que algo grave caería sobre ella.

Cuando vio a Malena Dulanto en la oficina del Director llorando como una plañidera se dio cuenta de la gravedad del caso. “Los ojos rojos y los párpados hinchados indicaban que hacia un buen rato que estaba ahí, lloriqueando y moqueando. Dos profesoras y una auxiliar la secundaban, hurgando entre sus pertenencias. El celular desde el que había hecho la llamada fatal estaba ahí. La señora de la limpieza, una morena pequeñita pero con unos senos voluminosos, reconoció la voz de Malena.

-Es ella, señor Director, lo puedo jurar por mi madre Maíta…

El Director la contuvo para que la negra no siguiera echando más leña al fuego de la que ya había.

En la mochila de Maruja Arbieto se encontró el celular con las últimas grabaciones que había hecho; la más picante era la de la secretaria con su novio, codificada con el rotulo de “chape de la flaca y el pelado”.

Se encontró además una libreta rotulada con “Códigos y grabaciones secretas del Murciélago” y abajo, un sticker que decía CONFIDENCIAL. La noticia cayó como un batacazo entre los estudiantes; ya no tendrían los apetitosos ampays que con tanta fruición y morbosidad esperaban cada fin de semana: ahora que el Murciélago había sido atrapado con las manos en la masa. Quienes más lamentaban el hecho eran las “colaboradoras” de aquella mente retorcida.

-Dicen que hay una libreta con los nombres de toda la mafia, dijo una chiquilla de primero de secundaria.

-Dicen que las van a enviar a Santa Mónica, comentó otra.

Se habló de Piedras Gordas, de Castro Castro y hasta de cadena perpetua: la imaginación catastrófica de los de primer año no tenía límites. El Director tuvo que intervenir para evitar que el chismorreo desbordara los límites de la escuela y se propagara por internet creando la alarma entre los padres de familia. En una rápida batida salón por salón, se encontró entre los alumnos celulares, Ipods, Mp3, audífonos y hasta algunos juegos de play stations; todo aquello, prohibido por las normas del colegio fue confiscado, catalogado y membretado según los grados. Todo un arsenal de “útiles de estudio”, comentó Ricardo Gaona, jefe de Normas educativas.

Los padres de Maruja Arbieto y Malena Dulanto fueron citados por Simona Escurra, la psicóloga del colegio para conversar sobre la situación de sus hijas; como medida preventiva, las chicas fueron suspendidas, dada la gravedad del caso, por una semana. El Director, el Jefe de Normas educativas y dos profesores, Julián Meza de Química y Guillermo Delgado de Literatura, fueron los encargados de preparar el dossier sobre aquel tema engorroso que fue rotulado con el simple nombre de GRABACIONES ARBIETO. La libreta encontrada en poder de la “acusada” era la prueba más importante en su contra. Todo estaba ahí en forma detallada:

CASO 11: BULLYING

IMPLICADOS: Toyo Villanueva y sus coyotes
VÍCTIMAS: Pablito Arroyo y Rosario Zumarán, conocida          como Charita la cucharita
NÚMERO DE GRABACIONES: Siete
TIEMPO INVERTIDO: Cinco semanas
COLABORADORES: Malena Dulanto
RESULTADOS: Éxito completo.
El Director siguió pasando las hojas de la libreta al azar:


CASO 13: BESITOS CARIÑOSOS

IMPLICADOS: LEYLA CERRATE, secretaria de la dirección de estudios.
                            Sujeto desconocido (gordo, pelado y cabeza en forma de pera)
NÚMERO DE GRABACIONES: Quince
TIEMPO INVERTIDO: Dos meses
COLABORADORES: Por la importancia del caso, este se hizo en solitario y con estricta confidencialidad.
RESULTADOS: Éxito completo.


El director siguió pasando las hojas con más atención, de repente se detuvo en una de las paginas donde figuraba su nombre, entre paréntesis se hallaba escrito con letra menuda, casi imperceptible, MIRADAS TRAVIESAS.


CASO 21: MIRADAS TRAVIESAS

IMPLICADOS: JOSÉ ROCA PÉREZ
(a)  Pepe Roca, Director del colegio.
VÍCTIMAS: Secretaria, mamá de Eddy Zaldívar, de Fabiola Clavo, de Diana Foronda y otras siete madres más; también la señora Rosita, la que atiende en el quiosco de primaria y otras más.
NÚMERO DE GRABACIONES: Treintaisiete
TIEMPO INVERTIDO: Cinco meses
COLABORADORES: Trabajo en equipo y en dos turnos
RESULTADOS: Éxito completo.


El director suspiró y se cerró la libreta. La dejo sobre el escritorio como quien se deshace de un clavo caliente.

Miró la libreta y pensó en los libros de los inquisidores donde se anotaba el nombre de los acusados y los pormenores de las flagelaciones, que en su mayoría sufrían. Cuando el grupo evaluador se reunió con los padres de familia, algunos reclamaron airados de que el colegio estaba obligado a dar buenos ejemplos y que las miradas lascivas del director y los embelecos de aquella “flaca calentona” no eran buen dechado que se dijera.

El presidente de la Asociación de Padres de Familia tomó la palabra, se hallaba muy ofuscado por el ambiente vulturno que se había generado. Miró al director con cierto desdén; éste, que sudaba como si lo hubieran metido a un horno, notó cierta pizca de desprecio en esa mirada.

-Señores padres de familia, profesor Julián Meza, profesor Guillermo Delgado, lamento que el motivo de esta reunión tenga un carácter ajeno a lo que acostumbramos tratar en nuestras reuniones mensuales.

El Director se sentía más aplastado que un tomate encajonado. Ni siquiera lo había mencionado el Presidente, como si fuera un apestado del que había que huir.

-Muchas veces sin darnos cuenta, tenemos actitudes y conductas inadecuadas (larga mirada al director), que nuestros niños (énfasis en niños) captan de los adultos (énfasis en adultos y nueva mirada al director). Sobre todo quienes están al frente de esta cruzada educativa, son quienes deben adoptar modales y comportamientos a la altura de la misión que se les ha encomendado (énfasis en altura, mirada al director y murmullos entre los asistentes).

El director se sintió incomodo, como si él fuera el causante de que aquel pequeño monstruo cibernético fuera fruto de su creación ¿Qué tenía que ver él con los fisgoneos de esa mocosa maquiavélica? Pensó que si dejaba andar la cosa terminaría siendo acusado hasta de pedófilo. Tomó la libreta de apuntes de Maruja Arbieto, la cual el presidente no había visto con minuciosidad, pasó las hojas buscando uno de los famosos casos y deslizó la libreta hasta el lugar del presidente. Este, que se hallaba de pie, bajo la mirada y leyó:


CASO 18: EXTRAÑAS VISITAS

IMPLICADOS: Presidente de la APAFA y la señora Lorena Meyer, proveedora de los buzos del colegio.
NUMERO DE GRABACIONES: Dieciocho
TIEMPO INVERTIDO: Mes y medio, más algunas horas extras.
RESULTADOS: Éxito completo.
NOTA: Los ampays han sido corroborados por los vecinos de la señora Meyer.


El presidente carraspeó, se acomodó la corbata, hizo una mueca de angustia y sonrió como un imbécil. Miró al director. Ya no era esa mirada de desdén y de superioridad de minutos antes, ahora se le veía confundido, atrapado en la telaraña de sus propias sandeces.

-Pero…, dijo titubeante. Nuestro querido director, en un acto ecuánime y heroico (énfasis en ecuánime y heroico). Ha sabido sobrellevar con mesura y discreción este hecho insólito. Elevemos nuestros votos al cielo para que el Todopoderoso nos de su bendición en un momento tan difícil. Gracias.

Ante esta situación no quedó más remedio que tranzar con los padres. Todo quedaría ahí, no habría ningún documento oficial del colegio que hiciera mención a tan bochornoso caso. El Murciélago desapareció con la misma indiferencia con la que el Toyo Villanueva y sus coyotes desaparecieron de escena. El colegio volvió a respirar en paz, las aguas se apaciguaron y la final del campeonato de fulbito terminó de echar tierra al asunto.



19
Saliendo de la escuela, el Doctor y Lucas corrieron a sus casas a cambiarse. A las cinco habían quedado en encontrarse con Alesia en el ICPNA del Centro de Lima.
-Comeremos algo por el centro, allí hay varios huariques donde ir, le dijo Lucas al Doctor.

Tomaron el colectivo en la Arequipa. Lucas iba repasando las líneas que Alesia le había indicado.

-Si con mi mano, por demás indigna, profano este santo relicario, he aquí la gentil expiación: mis labios, como dos ruborosos peregrinos, están prontos a suavizar con un tierno beso tan rudo contacto.


Lucas miró al Doctor, esas eran las líneas que Romeo le decía a Julieta en la escena V del Acto primero, ya se las sabía de memoria. El Doctor, todo un erudito en Shakespeare, contestó de memoria la respuesta de Julieta...

-Buen peregrino, injusto hasta el exceso sois con vuestra mano, que en esto solo muestra respetuosa devoción; pues los santos tienen manos a las que tocan (el Doctor posa su mano sobre la de Lucas) las manos de los peregrinos, y enlazar palma con palma es el ósculo de los piadosos palmeros.

El chofer, que espiaba por el espejo retrovisor, miraba con cierto recelo. El pasajero que iba a su lado le hizo un cero con los dedos y de susurró, “parecen cabros”.
El Doctor y Lucas estaban tan concentrados en sus papeles que se olvidaron del chofer, del pasajero y de todo.

Lucas siguió con su Romeo...

-¿Y no tiene labios los santos, y labios también los piadosos palmeros?

Y el Doctor contestó con su Julieta…

-Sí, peregrino; labios que deben usar en la oración.
Y Lucas con su Romeo…

-¡Oh! Entonces, santa adorada, deja que hagan los labios lo que las manos hacen. ¡Ellos te rezan, accede tú para que la fe no se cambie en desesperación!

Y el Doctor con su Julieta…

-Los santos no se mueven, aunque acceden a las plegarias.

El colectivero había detenido el auto, abrió una de las puertas traseras y furibundo gritó:

-Fuera de mi auto carajo.

Lucas y el Doctor se miraron sin entender lo que sucedía. La llave de ruedas que el colectivero blandía amenazante los convenció de que debían poner pies en polvorosa.

-Locas de mierda, gritó el hombre y arrancó a toda velocidad.

El Doctor y Lucas se miraron y estallaron de risa. Recién comprendieron lo sucedido.
Se bajaron entre Tacna y Emancipación. El ómnibus que los llevó era un cacharro destartalado que parecía estar rodando sus últimos kilómetros. Allí se toparon con la Lima moderna de las anticucheras, las turroneras y los pirañas al paso.

-Lima, Ciudad de los Reyes, su majestad el microbusero, dijo el Doctor.

Caminaron por Emancipación entre multitud de gente que iba y venía, bocinazos, choferes que maldecían el tráfico infernal de esa hora.

Cuando llegaron a las puertas del ICPNA un hombre alto de cara delgada y cetrina los detuvo. Les preguntó dónde iban, contestaron que a entrevistarse con la señorita Alesia Vera Funes. Les dijo que esperaran. Volvió a los cinco minutos, pero antes les pidió documentos de identificación. Abrió los ojos grandes y oscuros; la piel de su cuello se veía dura y áspera.

-Bien vayan por ese corredor hasta llegar a una puerta grande que dice auditorio, no creo que se pierdan.

Cuando se marchaban el hombre los detuvo.

-Son actores, verdad.

-Sí, contestó Lucas, claro que somos actores.

Encontraron a Alesia subida en el escenario con un libro entre las manos y dándole instrucciones a un grupo de jóvenes. Vestía unos jean y una blusa con mangas anchas. El auditorio era bastante amplio, como para albergar a unas cuatrocientas personas. En una de las esquinas estaba la bandera de los Estados Unidos, al otro lado la del Perú. Cuando los vio, les hizo una señal para que se acercaran. Los presentó al grupo como “unos amigos”.

-El será Romeo, pues, el que teníamos está enfermo, dijo Alesia haciendo una mueca graciosa.

El gesto de Alesia rompió el hielo y Lucas y el Doctor se incorporaron rápidamente al grupo. La mayoría de ellos cursaban el último grado de secundaria, así que ese hecho resultó favorable para todos. A Lucas le extraño no ver a Gina Pinasco por ningún lado, teniendo ella un papel tan protagónico como el de Julieta.

-Ya está por llegar, me acaba de mandar un mensaje, no te preocupes, le dijo Alesia con una mirada cómplice.

Lucas se sonrojo y sólo atinó a sonreír. Nunca había actuado, pero el conocer tan bien el texto le daba cierta seguridad. El Doctor lo había tenido machacando los versos del poeta inglés día y noche, sin el Doctor no habría logrado hacerlo, pensó mientras lo veía departir con varios muchachos como si los conociera de siempre. Los minutos pasaban y Lucas no veía aparecer a Gina por ningún lado. Por un momento pensó que la audición no se llevaría a cabo; lo que más lamentaba era no poder ver a Gina.

-Empezamos en diez minutos, dijo Alesia.

Cada uno de los presentes fue cogiendo sus textos.

-Tú serás mi asistente, le dijo Alesia al Doctor. Este acepto de buena gana, el cargo de caía de maravillas.

-Llegó Julieta, gritó uno de los muchachos que acomodaba la coreografía.

Lucas volteó como un resorte buscando la puerta de entrada. Gina Pinasco apareció acompañada de un joven apuesto que daba muestras de tener una intimidad que iba más allá de la amistad. Para Lucas fue como una patada al hígado, le costó mucho asimilar el fiasco.

“Debe ser su enamorado”, pensó.

El muchacho tenía porte atlético, amplios pectorales, brazos musculosos, cabello rubio, ojos azules y una sonrisa por demás encantadora.

-Hola, dijo Gina, dándole a Lucas un cariñoso beso en la mejilla.

-Hola, contestó Lucas, todavía abochornado.

-Él es Gino, dijo Gina esbozando una sonrisa.

-Hola, contestó Lucas secamente.

El muchacho se acomodó en una de las primeras butacas.

Lucas empezó a maquinar a cien por hora. “Si está sentado ahí es porque no participa en la obra”, pensó. “Gino, sí, dijo Gino”, pensó Lucas. Luego de unos segundos reflexiono y se acercó al Doctor.

-Doctor, qué posibilidades hay de que una chica que se llama Gina tenga un enamorado que se llame Gino.

El Doctor se rascó la barbilla, miró hacia el fondo del auditorio.

-Me es difícil darte una respuesta, pero sí te puedo dar otra.

-¿Cuál?, preguntó Lucas.

-Que existe un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que sea su hermano y que tenga su mismo apellido.

Lucas respiró tranquilo.

-Salgamos de dudas, amigo; dijo el Doctor y se acercó al muchacho.

-Tú eres Gino Pinasco no es cierto.

El muchacho, tomado de sorpresa, se quedó sorprendido.

-Sí, contestó, esbozando esa sonrisa entre infantil y juvenil.

-Ves, que te dije Lucas, no podía ser otro que él.

El muchacho seguía sin entender que sucedía y así se quedó, pues, el Doctor tomando a Lucas del brazo regresó al escenario.

-Cada día me sorprende usted más, Doctor, dijo Lucas.

El alma le había vuelto al cuerpo gracias a ese extraordinario amigo, cuyas ocurrencias llevaban a Lucas a tratarlo algunas veces con la deferencia que su genialidad merecía: usted.

Lucas no esperaba leer un texto, pues, había aprendido sus líneas de memoria. Lo que no sabía es que Alesia Vera Funes había hecho una adaptación moderna del texto shakesperiano:

Lucas con su Romeo…

El dios Amor en un momento me incitó a indagar en sus reinos y te vi, y aunque nunca he guiado una barca, me lanzaría al mar a pesar de los peligros, porque sé que en ese mar te encontraría.

Gina con su Julieta…

Si la noche no cubriera mi rostro percibirías el rubor, que ante tu presencia, ha cubierto mis mejillas. Cuanto quisiera guardar las formas y medir mis palabras, pero mi corazón manda y dejo de lado mi pudor. ¿Me amas? Sé que tu respuesta será sí y yo te creeré.
Sé que podrías engañarme, pero por amor a ti correré el riesgo, así que declárame tu amor con sinceridad. Si piensas que soy demasiado abierta a mis sentimientos me pondré desdeñosa y esquiva y de seguro eso provocará en ti un mayor empeño en galantearme. Soy demasiado apasionada y por ese hecho puedes pensar que soy liviana en mi conducta…

A pesar de resultarle difícil, Lucas se esmeraba por hacerlo lo mejor posible. La presencia del Doctor, con sus ademanes que le indicaban que lo estaba haciendo bien, le brindaban seguridad.

La sesión duró casi una hora y media. Alesia quedó contenta con el trabajo de Lucas y se lo hizo saber.

-Llévate la adaptación que he hecho del texto original, ya te explicaré de ese cambio, dijo Alesia a Lucas.

Bien muchachos, nos vemos pasado mañana, sean puntuales por favor.

-Vas a ir a la academia, preguntó Lucas.

-Claro, espérame unos diez minutos, debo dejar algunas indicaciones y nos vamos, ok.
Lucas se acercó al Doctor y le agradeció.

-Gracias, Maestro.

El Doctor se emocionó, nunca lo había llamado así.

Gina se despidió de todos y se dispuso a salir del auditorio junto a su hermano. Lucas la detuvo, titubeo.

-Va a ver una fiesta, me gustaría que vayas.

Ella permaneció en silencio.

-Tú también, Gino, puedes llevar a alguien si gustas, agregó algo sonrojado.
Gina aceptó

-Envíame la dirección en un mensaje por el celular, ahí estaremos.

Lucas dudó, luego dijo:

-Pero no tengo tu número.

Gina se lo dio, se despidieron, y Lucas la siguió con la mirada hasta que traspaso la puerta.

-Despacio, amigo, despacio. Recuerda lo que le dijo Fray Lorenzo a Romeo, cuando éste le dice que ha trocado sus sentimientos de Rosalina a Julieta, “¡Por San Francisco Bendito! ¿Qué cambio es ese? ¿Has olvidado tan pronto a Rosalina, a quien querías tan apasionadamente? (...) Pronuncia esta sentencia entonces: “Bien pueden caer las mujeres si no hay firmeza en los hombres”.

-Yo no puse las cosas de este modo, Doctor, fue Isabella quien dispuso las cosas así.
-Por dejarte plantado el día del cine, repuso el Doctor.

-No es sólo eso, ya venía deteriorándose la relación desde antes, ella puso el punto final, contesto Lucas amargamente.

-Un clavo saca otro clavo, entonces, sentenció el Doctor.

-No lo veo así, pienso sólo en que una nueva amistad me caería bien, dijo Lucas.

-Eso es hablar con juicio, amigo, dijo el Doctor sonriente.

El doctor se marchó y Lucas espero a Alesia. Después de media hora, ambos caminaban por el Jirón Caylloma rumbo a la academia. Una multitudinaria marcha del SUTEP les cerró el paso entre Colmena y Caylloma. Entre codazos y empujones llegaron a las puertas de la SIGMA. El portero les dijo que por la marcha habían tenido que suspender las clases.

-Vayamos a jironear, dijo Alesia.

Lucas aceptó de buena gana. Los negocios por la Colmena habían cerrado por la marcha, pero las tiendas de las calles aledañas atendían normalmente. Entraron a una sucursal de librerías La Familia y estuvieron viendo libros.

-Hace tiempo que buscaba esto, por fin lo encontré, y está a buen precio, dijo Alesia.
En la caja, Lucas leyó discretamente las carátulas de los libros: “Comedias” de Plauto y “Crepúsculo de los ídolos” de Nietzsche.

-Este no es el que dijo algo así como “antes de hablar con una mujer, dale un puñete en la boca”, preguntó Lucas son sorna.

-No hay genio perfecto y Nietzsche era un genio, contestó Alesia dándole un golpecito en la cabeza con el libro.

Entraron al Tívoli de la Colmena. Pidieron dos capuchinos. Mientras esperaban, Alesia escribió una nota en un papel y se la dio al mozo para que se la entregara al hombrecillo que tocaba el piano. Era un hombre bajito, ni joven ni viejo, tenía una barba negra bien cuidada y vestía una gabardina gris muy elegante. Mientras bebían sus capuchinos el hombre del piano volteó, miró a Alesia y levanto el pulgar derecho; Alesia agradeció el gesto. Una melodía suave, apacible y contagiosa invadió el local.

-“Fantasía Impromptu”, dijo Alesia.

Lucas se sonrojó. Su cultura musical en el campo de la música de cámara no pasaba de algunas sinfonías de Beethoven y algo de Mozart.

-Mi hermano Brughel gusta de este tipo de música. Se encierra en su cuarto y le da todo el día, sobre todo en épocas de exámenes, dijo Lucas buscando decir algo.

Alesia no contestó, estaba atenta al hombrecillo del piano. Lucas comprendió que no era el momento de interrumpir esa comunión entre el pianista y ella. Permaneció callado hasta que el hombrecillo termino. Gran parte de los concurrentes aplaudieron. No quiso quedarse atrás y aplaudió efusivamente. Alesia soltó una sonora carcajada. Lucas se sintió ridículo.

-Es Chopin, es adorable, cómo me hubiera gustado conocerlo, dijo Alesia.

Lucas removió sus recuerdos de las clases de música con el cholo Canchumani.

-Creo que era polaco.

Alesia asintió.

-Su padre era francés y su madre polaca.

Comieron unos bocadillos, bebieron más capuchinos y Alesia siguió con sus pedidos musicales.

-He tenido que reescribir muchas partes de la obra, es una cuestión de formas más que de fondo, dijo Alesia.

Lucas escuchaba atento.

-Los jóvenes de ahora, con esto de la tecnología, parecen haber reducido sus neuronas. A eso súmale la falta de hábito de lectura, viven en un mundo de imágenes. Imágenes en la computadora, en la televisión, en las revistas, en todo ese mundo en el que transcurren sus vidas encontrarás imágenes. ¿Y qué fue de la capacidad de comprensión? Pues, nada. Muchos no entienden lo que leen y menos aún logran interpretar los mensajes implícitos que hay en el texto.

Lucas escuchaba atento, se daba cuenta que estaba frente a alguien que, aunque menor que él, le llevaba un buen trecho en el campo de la cultura.

-Dales a leer una tradición de Palma y no pasan de la quinta línea. También hay que ver que el lenguaje que usaba está plagado de modismos y refranes de esa época que han caído en desuso, pero aun así, no se esfuerzan por comprenderlo. No hay interés por el estudio y mucho menos por la investigación, todo se ha vuelto un caos.

Lucas escuchaba atento, había muchas lecturas y reflexiones en esa cabecita que estaba frente a él y tenía que reconocer que, aparte de cierta precocidad, Alesia era una muchacha entregada de lleno al estudio.

-El Doctor me contó lo que les sucedió en el colectivo.

Lucas estalló en carcajadas. El pianista lo miró con desaprobación y el mozo que se hallaba cerca carraspeo.

-Fue algo increíble, no sabíamos de qué se trataba, estábamos metidos en Shakespeare hasta el tuétano.

Alesia sonrió.

-Cuando estaba en tercer año de secundaria me dieron el papel de una niña rebelde, a mi abuela la traje loca durante una semana, no sabía que todo era una farsa, inclusive me hizo ver por un psiquiatra cuando conté la verdad, el médico me dijo, “vas a ser una buena actriz”, hasta a mí me engañaste.

Lucas jugaba con el encendedor, se mostraba nervioso.

-Vives con tu abuela, preguntó:

-Sí, mis padres se separaron cuando yo tenía diez, al comienzo fue doloroso, pero después lo acepté. Pero no tengo de que quejarme, mi abuela, a pesar de sus manías, es una mujer excelente.

Lucas sintió el vibrador de su celular. Aprovechando que Alesia escribía un nuevo pedido, miró la pantalla. Era Isabella. Lo dejó sonar cinco veces. Guardó el celular disimuladamente Alesia dio al mozo el papel para el pianista.

-No acostumbras a contestar tus llamadas, dijo con cierta picardía.

Lucas volvió a sonrojarse.

-No se te pasa una, dijo.

-El teatro te exige suma atención, contestó Alesia. Tienes que estar en todos los detalles, aquí, allá, en todas partes. Son muchas las personas que están atentas a lo que sucede en el escenario, ellos tienen un campo visual mucho mayor que el que está en escena. Cualquier falla, ellos lo notan de inmediato.

Lucas a miró con ternura.

-¡Qué sucede! Preguntó Alesia mientras sus blancas manos jugaban con un lapicero.
-No es frecuente conocer a una persona como tú, tan joven y tan enterada de tantas cosas.

Hubo un breve silencio. El pianista entraba a la parte final de una de las Mazurcas de Chopin. Los asistentes observaban extasiados, embebidos en esas notas mágicas y melancólicas. Aplaudieron a rabiar.

El pianista se puso de pie y agradeció.

-Papá leía mucho, tenía una enorme biblioteca. Siempre lo veía ensimismado entre las páginas de un libro. De niña pensaba que era vendedor de papel.

Lucas sonrió muy animado. Alesia abrió su cartera y de una billetera extrajo una foto. Era la foto de un hombre muy joven. “Debe ser una foto antigua”, pensó.

Ahí tiene unos veintisiete años, fue tomada antes de conocer a mi madre.

Lucas miró a Alesia y luego la foto y luego a Alesia nuevamente.

-Nos parecemos mucho, verdad.

-Como dos gotas de agua, dijo Lucas.

-Dicen que los hijos somos parte de lo que los padres quieren olvidar cuando se separan, dijo Alesia con un dejo de amargura.

Lucas volvió a sentir el vibrador. Alesia lo miraba y se sintió descubierto.

-Me permites, dijo Lucas.

-Claro, contesto Alesia.

No era una llamada sino un mensaje de texto. Lucas lo leyó: EN SU CASA HAY UN SOBRE PARA USTED. UNA AMIGA.

-¿Pasa algo?, preguntó Alesia.

Lucas le mostró el mensaje. Alesia frunció el ceño.

-Una admiradora, una despechada, una loca o alguien que quiere jugarte una broma.
Estuvieron unos minutos más. Alesia pagó la cuenta.

-No te preocupes, sale de los auspiciadores. No tengo muchos, pero alcanza para el vestuario, la coreografía, y para estas saliditas.

Lucas estaba más rojo que un tomate.

-Y también para el pianista, agregó Alesia colocando unos billetes en un sobre que entregó al mozo.

El pianista lo recibió sin abrirlo, tomó una de las rosas que tenía sobre el piano, caminó hasta donde estaba Alesia y le entregó la flor con un ademán de gratitud besándole la mano.

Antes de despedirse, Lucas le habló de la fiesta.

-Ahí estaré y tú repasa tus líneas de la obra, falta poco para el estreno, dijo Alesia tomando un taxi en la Plaza San Martín.

Una leve garua le dio en el rostro. Encendió un Winston y caminó por el Jirón de la Unión hasta Emancipación. EN SU CASA HAY UN SOBRE PARA USTED. No podía ocultar su confusión. Tomó un taxi sólo tenía una idea en la cabeza. ¿Qué contendría ese sobre? Esa noche lo sabría.



20

La casa de los Gentile era una enorme residencia antigua ubicada en Orrantia del Mar. La vivienda de dos pisos ocupaba algo más de media manzana, con amplios jardines, piscina y hasta una pequeña cancha de bochas, donde el padre de Alessandra gustaba jugar con sus amigos del Circolo Sportivo Italiano mientras bebían buenos tintos y comían sándwich de jamón, salame y mozzarella. Hombre dadivoso y algo botarate, Vincenzo, el padre de Alessandra, quería, por los quince años de su hija, organizar una fiesta a todo dar, con orquesta, bufet de primera, toda una jarana con cadenetas y cotillón. Los cuantiosos amigos y amigas de su hija podrían disfrutar de una fiesta inolvidable, “como las lupercales romanas” había dicho el tío Tomasso.

Los primeros Gentiles habían arribado al Perú entre mediados del siglo XIX e inicios del XX. Llegaron provenientes de la región de Liguria, garibaldinos que luchaban por la independencia italiana, gente imbuida de las ideas laborales de entonces. Una antigua fotografía colocada en la biblioteca mostraba a los Gentile en el puerto del Callao. Ahí estaba Canaletto, el patriarca, con sombrero apuntado y traje negro con rayas grises; Alessandra, su mujer, con sombrero de plumas y vestido ancho, a la moda de las campesinas de Veneto, de donde era natural su familia, ahí estaban también en la fotografía posando erguidos, los hijos varones: Lelio, Doménico, Giácomo y Saverio, al lado de ellos, las dos hijas mujeres de la numerosa familia: Genara y Brunella. Los cuatro niños que se hallan sentados entre las salinas maderas del puerto, son los nietos del viejo Canalleto: los mellizos Anastassio y Raimondo, hijos de Doménico y Favia y Lea, hijas de Lelio.

 La fotografía era el orgullo de la familia y era mostrada por el abuelo de Alessandra, Antonino, como un blasón que enaltecía a los Gentile.

Otra de las joyas de la familia era la fotografía que mostraba a los integrantes de la compañía de bomberos Garibaldi; ahí se veía a uno de los mellizos, Anastassio, como oficial a cargo de la Compañía encargada de apagar los escasos incendios de la Lima de entonces.

Los Gentile incursionaron como exportadores de aceite de oliva, de Calabria, quesos de Parma y jamones salados de Langhirano. Los Cordano, los Queirolo y los Carbone estuvieron entre sus primeros clientes.

El negocio marchó sobre ruedas, las ramas familiares fueron creciendo y los Gentile, después de ciento cincuenta años, se sentían tan peruanos como cualquier nativo de la puna.

El único que se resistía a ésta metamorfosis terrícola era el abuelo Antonino, quien raras veces hablaba castellano, lengua que no aceptaba como materna a pesar de haber nacido en Chincha, tierra que aborrecía por estar poblada, según él, de puro negro. Antonino era hijo de Favia, nieto de Lelio y bisnieto de Canaletto, el Patriarca.

Celosa como su padre, Favia se había casado con Ludovico Colomba, un italiano nativo de Pontenero, de las afueras de Palermo, Sicilia. Ludovico, mujeriego como casi todos los machos de su familia, tenía a la sufrida Favia pendiente del cañón debido a las constantes aventuras del marido.

-Un día mi abuela se enteró que Ludovico andaba con una morena paseándose por Chincha mientras administraba los viñedos que su familia tenía en Ica, contaba un día Raimondo a un amigo. Con sus nueve de embarazo y a punto de alumbrar la abuela contrató un carro y se marchó en busca del braguetero marido. Fue tanta la impresión de verlo bien del brazo de esa morena encopetada que ahí nomás le vinieron las primeras contracciones del parto. Así fue como mi padre nació en esa soleada ciudad de la cachina y el manchapecho. “Ojala que tu hijo nazca negro, si tanto te gusta andar con negras”, le dijo mi abuela entre forcejeos y contracciones.

Esa historia, contada infinidad de veces, era la delicia de quienes la escuchaban.

-Mi padre nunca le perdonó a mi abuela ese exabrupto de celos que le costó a él muchas burlas por parte de sus compañeros de escuela.

Como todo hijo de italiano y como todo Gentile, Antonino fue a parar a las aulas del Umberto I, uno de los primeros colegios para hijos de inmigrantes italianos que hubo en Lima a inicios del siglo XX.

-Negrito, negrito/ gringuito chinchano/, le gritaban los niños a Antonino en son de broma.

Él, sin inmutarse, contestaba en buen italiano:

-Vai andaré vía, figlio di puttana.



21

Los invitados empezaron a llegar a partir de las siete de la noche. Las compañeras del Raimondi, de Alessandra, solas o acompañadas fueron llenando los jardines aledaños a la piscina. A las ocho y media una gran multitud de jóvenes departían alegremente; algunos lagrimones, porque ya el almanaque dejaba caer sus últimas hojas, ponían la nota paradójica a tanta algarabía.

-Ya termina el año y adiós colegio y ya no podremos vernos tan seguido, lloriqueaba Melina Salerno abrazada a Alessandra.

Un grupo de mozos se encargaba de pasar, en brillantes fuentes de plata, canapés, bocadillos y otros aperitivos en base a queso, pate, salame, jamón, aceitunas y mozzarella. Las copas de moscatel, vinos de los más variados, los piscos sours y las algarrobinas habían sido rebajadas con soda para que no tuvieran mucho alcohol.

-Pueden beberse un galón de este vino y sólo lograrán embotarse, le dijo el viejo Sebas al papá de Alessandra.

El veterano tendero, cliente de don Raimondo Gentile, había sido contratado para la ocasión. A cambio, Raimondo le daría diez cajas de sus mejores tintos; a seis botellas por caja, el viejo Sebas se sentía bien pagado. Paquito era parte del contrato, pues, era él quien hacia las combinaciones perfectas a las hora de rebajar el vino. Además era incorruptible. Pedirle que soltara una copa de vino puro era como pedirle a una piedra que hablara o a un elefante que cantara un aria.

Como a las nueve llegaron Raimondo, Gabrielle y Charly. Alessandra encaró al primo apenas lo vio.
-¿Y las gringuitas? Preguntó con los brazos en jarra.

Raimondo miró a Gabrielle, Gabrielle a Charly y Charly a Raimondo.

-Estéfano ha ido a recogerlas, tú sabes cómo es él, el rey del floro, primita, contestó Raimondo poniendo su mejor cara de cojudo.

-Si no llegan en diez minutos le diré a mi papá que le diga al chofer que te lleve a traerlas, ok.

-Claro, buena idea, aunque no creo que sea necesario, hace unos minutos nomás que Estéfano me llamó para decirme que ya venía en camino, dijo Raimondo con una sonrisa fingida.

-Así espero, dijo Alessandra y se perdió en ese mar de invitados.

-¿Y ahora qué vamos a hacer?, preguntó Charly. Cuando los chicos del colegio nos vean con esas gringas desabridas se van a cagar de risa.

Raimondo tomó su celular y marcó el número de Estéfano.

-Esta mudo, buen amigo es este desgraciado que desaparece cuando la olla está caliente, dijo fastidiado.

Un mozo se acercó y Gabrielle tomó un piso sour al vuelo.

-Lo que es yo me voy poniendo pilas si hay que fugar, dijo bebiéndose la copa de un envión.

-Tendrás que beberte mil copas para estar sazonado, mi tío lo hace rebajar, pues, según él, no estamos en edad para beber licor, dijo Raimondo.

-¿Y cuál es la edad apropiada? Interrogó Charly.

-Cuando trabajes, puedas mantenerte por ti mismo y puedas pagar tus copas, contestó Raimondo.

-Entonces este está jodido, dijo señalando a Gabrielle. Este va a vivir de sus padres hasta que sus hijos lo puedan mantener, dijo Charly desternillándose de risa.

Diez minutos después, Alessandra en compañía de una amiga se pasaba entre los invitados buscando al primo, quien junto a Gabrielle y Charly se escabullían como peces en un río cada vez que la veían acercarse.

-Creo que mejor arrancamos, dijo Charly.

-Sí, tienes razón, es mejor de aquí huyó que aquí quedó, dijo Gabrielle.

Y luego agregó, tomándose una última copa:

-Oye, flaco, las Coca Colas de Sebas marean más que esto.

-Ese jorobado es un rata, licor que saca de cada preparado se lo chupa él, dijo Charly.

-Todo lo guarda en su joroba, dijo Raimondo.

Cuando estaban llegando a la puerta de salida, cuatro hermosas muchachas aparecieron acompañadas de uno de los mayordomos que guardaba la puerta.

-¡Qué lomazos! dijo Gabrielle tomándose la cabeza.

Tras unos segundos de incertidumbre, los tres se miraron sin poder convencerse de que lo que veían era cierto.

-¿Esas son las mismas del cine?, preguntó Gabrielle abobado.

-Creo que sí, dijo Charly titubeante.

La cegatona ya no tenía anteojos y sus ojos celestes hacían juego con su vestido esmeralda con listones blancos; la gorda no era gorda, pues, el vestido ceñido que llevaba entallaba bien en un cuerpo bien formado; la rubia alta había cambiado los tacones por unas finas sandalias de raso y se le veía con la piel bronceada.

-¿Esa es la “pañuelito de mago”?, preguntó Raimondo.

-Sí, y parece que del sombrero no sólo salen conejos sino buenas cosas, dijo Gabrielle moldeando en el aire una figura femenina.

Los chicos se acercaron presurosos, pues ya otro grupo de muchachos que las habían visto llegar, se aprestaban a atacar.

-Alto, muchachos, son nuestras invitadas, dijo Raimondo poniéndoles un pare.

-Hola, preciosas, dijo Charly queriendo ser galante.

-Tú eres Ingerbord, verdad, y tú, Heidi, tú Lenka y tú Danka, verdad, qué me iba  a olvidar de sus nombres, si toda la semana no hemos hecho más que pensar en ustedes, dijo Raimondo dibujando su mejor sonrisa.

Las gringas sonrieron y, después de tomar unas guindas, le aclararon que Ingerbord no era Ingerbord sino Danka; que Heidi no era Heidi sino Lenka; que Lenka no era Lenka, sino Ingerbord, y que Danka no era Danka, sino Heidi.

-Puta, loco, este trago alemán sí que marea, susurró Charly a Gabrielle.

Ante tal chasco, a Raimondo no le quedó más que invitarlas a recorrer los jardines que se hallaban atestados de invitados. Por donde pasaban los miraban, más que a ellos a las gringas que se veían, según escuchó Gabrielle, “apetecibles”.

-Con estas gringas nos lucimos, dijo Charly.

-Sí, pero habría que ponerles un cartel con su nombre en el pecho para que éste no vuelva a meter la pata.

La orquesta ya iba poniéndole sabor a la fiesta, todos bailaban con algarabía, brazos en alto, culito con culito, vueltas por aquí y por allá, y de vez en cuando unos saltitos acompañados de unos gritos en coro.

Alessandra los encontró cerca a la cancha de bochas. El padre de Alessandra había hecho sacar los carros del estacionamiento interior de la casa para que hubiera más espacio.

-Así no estarán hacinados y podrán bailar mejor, dijo mientras se empujaba el quinto whisky de la noche.

Alessandra estaba feliz con las gringuitas quienes lucían unos trajes típicos alemanes que les daban un aire de sencillez que contrastaban con la elegancia de muchas chicas que, según el decir de Gabrielle, “se habían puesto sus mejores pellejos”.

-Alessandra, ella es Danka y ella… titubeó Raimondo y después dijo...no ella es Ingerbord y...

La gringa que se llamaba Heidi lo calló amablemente, para evitar otro caos onomástico. Cada una de ellas se presentó, con besito incluido.

-Vengan chicas, les voy a presentar a unos compañeros de colegio, les van a encantar.
Alessandra se alejó con las “germanas” y Raimondo y los otros se quedaron tirando cintura.

-Creo que ya nos cagaron, dijo Charly.

-Miren ese que viene allá, dijo Gabrielle.

Estéfano aparecía con el pie derecho vendado y provisto de dos muletas.

-¡Qué les parece mi atuendo! ¡Eh! Si se aparecen las mostras lo que es yo, no puedo bailar, así que libro de la teutona que me toca.

-Todo un pendejo, dijo Raimondo. ¿Y quién te vendó, tu abuelita?

-No, tengo un amigo en una farmacia por mi casa, me cobró veinte soles, más una cajetilla de cigarros. Me salió barato.

-¿Y las muletas?; preguntó Gabrielle.

-Vienen incluidas en el pago, pero son prestadas nomas.

Estéfano miraba de un lado a otro.

-Les di una dirección equivocada, deben estar dando vueltas por todo Orrantia, me deben una muchachos, dijo sonriente.

Alessandra apareció en compañía de las “gringuitas”.

-Así que había ido a buscarlas, no, dijo mirando a Raimondo muy seria.

Estéfano miró a Alessandra, luego a los chicos, luego a las mostras y luego...

-Son ellas, susurró al oído de Raimondo.

Éste asintió con un leve movimiento de cabeza.

 -Bien, nosotras nos vamos a divertir de lo lindo, así que, ci vediamo, masticabrodos.
Raimondo la detuvo.

-Alessandra, dijo, todavía está esa silla de ruedas que usaba el bisabuelo Canaletto.
Alessandra miró con sorna a Estéfano, le dio una leve patada en el pie lisiado y dijo:
-Está en el patio que da a la cancha de bochas, ahí va a estar más cómodo que saltando con esas muletas como un canguro.

Ya solos, los chicos tomaron a Estéfano de los dos brazos y casi a rastras se lo llevaron por uno de los caminitos que iba a la parte trasera se la casa.
-Vamos, muchachos, no jodan, no sean así, no me hagan esto por favor, suplicaba Estéfano inútilmente.

-Vamos enfermito que ya nos terminaste de cagar la noche, decía Gabrielle.

-Pero, muchachos, como iba yo a saber que las gringas...

No valieron sus justificaciones. Sentado al lado de la piscina, en silla de ruedas y sin muletas lo encontraron Lucas y el Doctor. Alesia y Gina estaban con ellos; Gino Pinasco había amanecido afiebrado y tenía que guardar cama. “Parece que es una leve gripe” había dicho el médico.

-Vaya, vaya, así que aquí te han dejado tus compinches, dijo Lucas.

Ya se habían enterado del artilugio con que quiso evadirse de las gringuitas.

-Aquí tienes un gran actor, Alesia, su especialidad son los papeles de enfermos, convalecientes, mutilados de guerra y, luxaciones, dijo el Doctor, golpeando el vendaje con el puño como quien toca una puerta.

Ahí lo dejaron como lo habían dejado los otros. Cada vez que los mozos pasaban trataba de coger algo al vuelo; era tanto el bullicio y tanta la gente que se sentía como una hormiga perdida en una selva.

Lucas bailaba con Gina, el Doctor con Alesia y Estéfano seguía suplicando a quien pasara al lado de él para que lo ayudara a desplazarse a otro lugar, cuando de pronto apareció Isabella acompañada de Luciana y un muchacho algo mayor. Vio a Lucas, se acercó a él, y le pidió hablar a solas. Caminaron hasta el estacionamiento interior, pues, parecía el lugar que estaba más despejado. La reunión se calentaba a cada momento, había rondas y trencitos que iban y venían por todos los jardines, los había hasta de treinta muchachos, chicos intercalados con chicas, atrapados todos en una euforia desbordante.

Antes que Isabella pudiera decir algo, Lucas extrajo su celular, manipuló unos botones y le mostró una grabación que había recibido en un disco la noche anterior en su casa. En ella se veía a Isabella besándose con un muchacho algo mayor que ella; en otra toma se veía a Luciana en unos arrumacos y besuqueos apasionados con otro hombre. Parecían estar en una discoteca, donde se apreciaba a pocas parejas.

La grabación duraba sólo unos minutos, tiempo suficiente para mostrar lo que parecía ser la finalidad de la filmación: que Isabella no era tan santita como parecía y que al pobre Lucas lo habían enviado de paseo hace rato. Hubo un silencio prolongado, Isabella no encontraba palabras qué decir.

-Bueno, creo que ahí quedó todo, dijo Isabella.

Sus ojos vidriosos y sus brazos caídos mostraban la impotencia que sentía al no poder justificarse. Se hallaba petrificada, como una roca solitaria en un desierto que mira a su alrededor y no percibe otra cosa que una soledad y un abandono infinito. Lucas estaba deshecho, nunca imaginó que al estar al lado de ella sentiría tanto dolor, tanta amargura; se dio cuenta que la quería y que la había perdido para siempre. Recordó a Orfeo saliendo de los Infiernos y no pudo evitar que unas lágrimas delataran su estado. Isabella lo abrazo y lo besó en los labios. Un beso superficial pero lleno de amor, dolor y frustración.

-Perdóname, le dijo. No sé qué paso, me deje llevar estoy tan confundida como dolida.
Lucas sentía el cuerpo de Isabella como quien siente un aire calmo en una tarde de verano. El aroma de sus cabellos lo embriagaron trasladándolo a otros tiempos en que todo era felicidad y esperanza. Sentía que quería castigarla porque la amaba a pesar de todo y, que negarlo, sería como aceptar que no la había amado nunca.

-Desde que te conocí nunca fui la misma y en este momento no sé qué decir. Eras la fuente de mi vida y siento que ahora todo se ha venido abajo, dijo Isabella totalmente quebrada.

Lo volvió a besar y, mirándolo a los ojos, musitó:

-Fue tan bello todo, amor.

Lucas encendió un Winston y se sentó cerca de una de las cocheras. Sintió una pesadez que le iba desde las piernas hasta la cintura. Fumaba como un autómata, toso en su pensamiento era un torbellino de sentimientos encontrados. Había abrigado la esperanza de regresar con ella, total, un beso con un extraño que significado podía tener para lo que podía representar una vida en común en un futuro. Sentía ganas de llorar y lloró; ganas de maldecir y maldijo, ganas de gritar y gritó; ganas de ir tras ella, pero desistió.



22

Cuando Lucas retornó, la fiesta estaba a todo dar. Se lanzaba serpentinas y picapica por doquier. Se habían repartido gorros, máscaras y antifaces, como en una fiesta de carnaval.

-Ves, que te dije, con estas máscaras nadie podrá reconocernos, le dijo Maruja Arbieto a Malena Dulanto.

Habían burlado la entrada diciéndole al mayordomo que eran corresponsales escolares y que el Director del colegio les había encargado elaborar un reportaje sobre la fiesta. Sus carnés de corresponsales, escaneados por la mañana en una imprenta de la avenida Arenales, estaban tan bien hechos que no cabía duda de que eran verdaderos. Un descuido de la secretaria del director fue suficiente para sellar los documentos.

 Más de uno había sido lanzado a la piscina.

-Has visto esa que sale de la piscina, Malena, se le trasluce el calzón. Esta foto va a estar buena, dijo Maruja fotografiando con disimulo.

-Cuidado nos vean, Maru y ahí sí que ya fuimos, dijo Malena.

-No seas miedosa, en este trabajo las buenas cosas se obtienen con mucho riesgo. Tienes que tener nervios de acero y muchas agallas. Así dice mi papá cuando habla de su trabajo con mi mamá.

-¿Y en qué trabaja?, pregunto Malena.

-Es fotógrafo; también hace grabaciones. Mira, esta es una de sus cámaras que él llama “mi engreída”, parece que la usa cuando quiere que la gente no sepa que la graban.
-Diablos, Maruja, y qué más traes en esa bolsa, dijo Malena entre asombrada y asustada. No me digas que vas a volver...

Maruja asintió con la cabeza.

-No te preocupes nadie nos podrá detectar, tengo un primo que es hacker y le pondrá una clave de seguridad que ni la policía podría detectar. El murciélago regresa, pero no con ese nombre, estoy pensando en uno nuevo, ya se me ocurrirá uno bueno, ya verás.
Malena miró a Maruja y se la imaginó con un traje a rayas y detrás de una reja de hierro. También se preguntó en qué momento esa niña delgaducha con cara de ángel que conoció en el primer año de la primaria, se había convertido en ese monstruo de la indiscreción.

-No crees que estás yendo muy lejos con esto, dijo Malena con ganas de salir corriendo.

-Estamos, Malenita, estamos dirás. Somos socias no lo olvides.

Maruja hizo una pausa porque tras unos arbustos una pareja de muchachos se besaban apasionadamente.

-Anota, Malenita. Rodolfo Molina de cuarto año besándose con... ¿Cómo se llama esa chica de quinto que usa unos brackets verdes medios raros?

-Patricia Bancarto, contestó Malena con el desgano de quien siente que el rumbo que ha tomado su vida es inevitable.

Luego de un buen rato de tomar fotos y grabar, ambas se dirigieron a un salón donde había un variado bufet.

Mientras comían, Maruja anotaba en la libretita todas las observaciones. Luego de comerse unos bocadillos y beberse una soda, dijo:

-No te das cuenta, Malenita, que todos ellos no son más que unos exhibicionistas que sienten que la vida no los ha dotado de mérito alguno para sobresalir; y que por ello renuncian a su privacidad y se muestran en sus más bajas pasiones para hacerse visibles.

Malena la escuchaba con la mirada con que el perro escucha a su amo como si entendieran lo que le dicen. Fue en ese momento en que se convenció que, como en el flautista de Hamelín, no le quedaba más remedio que seguir la música de aquella amiga cuya vida tomaba rumbos insospechables.

Cuando Lucas, Alesia, Gina y el Doctor bailaban, Estéfano ya había logrado encontrar un buen sitio cerca a la mesa donde una gran variedad de quesos trozados finamente, se presentaban sumamente apetitosos.

-Así muchacho, come bastante queso, eso es bueno para las contusiones en el pie, le dijo Gabrielle que, tomado de la mano de una de las gringas, soplaban unos bulliciosos silbatos, mientras arrojaban picapica y serpentinas a todos los que pasaban. A la gringa que le había tocado, ya le habían conseguido pareja, el zurdo Altuna, uno de los mejores jugadores de quinto año quien, junto a Juan Carlos Luzurieta, formaban la gran delantera del equipo de quinto.

En otro lado del salón Charly y Raimondo la pasaban de maravillas con las “gringuitas”.

-En la cocina hay un jorobado que está recontra zampado, dijo un compañero de Alessandra del Raimondi.

Charly y Raimondo se miraron con una sonrisa cómplice.

-Nos excusan un momento, le dijeron a las gringas, un amigo nos necesita.

Cuando llegaron a la cocina, Sebas le daba a Paquito agua mineral. Luego lo acomodo en un viejo sofá que había cerca del patio. Se quedó dormido al instante. Acordaron con el viejo que terminada la fiesta lo ayudarían a subirlo a la camioneta que Sebas usaba para transportar mercadería.

-Vaya con Paquito, era toda una esponjita dijo Raimondo.

Gina, Alesia y el Doctor lograron que Lucas recobrara el ánimo. Baile tras baile y unas copitas de vino aguado surtieron efecto inmediato.

Otros que la pasaban bien eran Paco Cantuarias y Patricio Ferreyros quienes, acompañados de Sara Sotomayor y Martha Ubillús, bailaban todos los ritmos de moda.

-Esos no sólo mueven bien la pelota, sino también la cintura, dijo el Doctor.

-Y vean cómo los miran los del salón, parece que se los quieren comer, comentó Lucas.

Un grupo de quinto, algo sazonados por las copas de “aguavino”, observaba a las “traidoras” divirtiéndose con los de tercero y desdeñando bailar con los de su salón.

-Ya nos encargaremos de ellos en la cancha, dijo Toño Segura.

-Esperen nomás a que ese bacancito (Paco Cantuarias) se ponga frente a mí, dijo la voz amenazadora del loco Falconí.

-O pasa la pelota o pasa él, pero no los dos, argumentó Tomi Malone.

Las bravatas aumentaron con las horas de calor e intensidad.

-Los gallos se ven en la cancha, dijo Patricio Ferreyros ante una alusión de Tomi Malone.

-Gato maullador, no es buen cazador, replicó Paco Cantuarias.

Hubo conato de bronca. Malone, Haissler, Falconí y otros de quinto por un lado; y Cantuarias, Ferreyros, Palmisano, Kiko Ormeño y el zambo Mora por el otro.

-Mira, Malenita, esto se pone bueno, dijo Maruja Arbieto, mientras echaba mano a su celular.

Malena Dulanto ya sólo la escuchaba y la seguía como un zombi. Ocultas tras unas ramas de cucardas observaban un anticipo de lo que sería la final del campeonato de fulbito.

El conato no llegó a gresca. Las más enfurecidas fueron las muchachas. Martha Ubillús y Sara Sotomayor se agarraron a boquillazos con Yerti Plaza y Clarisse Delgado quienes a voz en cuello les gritaban ¡traidoras! y ¡desleales!

-El amor no tiene fronteras, dijo el Doctor.

Alesia y Gina Pinasco se reían al ver a aquellas muchachas peleando por las trivialidades.

La fiesta se prolongó hasta las tres de la mañana. Paquito salió cargado por Sebas, quien lo tomaba de los pies, y por Raimondo y Gabrielle quienes los tomaban de los brazos. Lo colocaron en la camioneta de reparto, entre cajas y bolsas vacías de arroz.
-Llévate al cojo también, dijo Charly.

Sebas no decía nada, sólo refunfuñaba. Estéfano se acomodó al lado de Paquito, maldiciendo las muletas, la silla de ruedas y su mala suerte.

A las cuatro de la mañana todo era silencio. En el recuerdo de todos los asistentes quedaría aquella fiesta que había tenido de todo. En su cuarto, Marujita Arbieto pasaba a su computadora todos los ampays. No cabía de contenta y había sido una buena noche. En su habitación, ya con las primeras luces del alba, Malena Dulanto se sentía más aplastada que una cucaracha.

Para Lucas ya había pasado la tormenta, la fotografía de Isabella, que durante tanto tiempo había engalanado su mesa de noche, había terminado atrapada entre las hojas de uno de sus libros. En su casa, libre ya de las libertades de Luciana, Isabella repasaba lo que para ella había sido algo maravilloso, su romance con Lucas. Estaba allí, atrapada entre sus sábanas como tantas noches, pero ahora perdida en su soledad y su desesperanza.



23

Durante toda la mañana en el colegio no se comentaba otra cosa que la final del campeonato. El evento había creado tanto en expectativa que el presidente de la APAFA y el director habían decidido contratar la cancha de fulbito del Lawn Tennis.

-Las tribunas tienen una capacidad para mil personas, podríamos cobrar la entrada dijo el presidente.

El director se mostró vacilante, no quería que los padres pensaran que se estaban cocinando intereses económicos durante su gestión.

-Está bien, pero sólo un precio simbólico, contestó secamente.

Se tuvo que llamar al orden, pues, las apuestas habían aumentado como moscas.

-Carajo, dijo Ricardo Gaona, esto parece un garito.

-Hay uno de primero que ha apostado su bicicleta contra un laptop, dijo el auxiliar Callirgos, si sigue así la cosa Dios nos va a castigar como Sodoma y Gomorra.

Callirgos no hacía más que repetir las palabras del padre Tomás, quien en sus clases de religión había invocado la mesura.

“Un encuentro deportivo no es una batalla, es un motivo de reconciliación con nosotros mismos, dijo el padre Tomás”.

Los alumnos del equipo de quinto y de tercero escuchaban atentos bajo la mirada adusta del director, del presidente de la APAFA, de algunos profesores, auxiliares y algunos padres de familia. Se había convocado una ligera misa en la capilla de la escuela para apaciguar un poco los ánimos caldeados y bajar la intensidad de las apuestas.

“No hagamos de este un encuentro deportivo una tormenta como la que Nuestro Señor detuvo en el lago Tiberíades”.

A una señal del padre, Pablito Arroyo, de pie junto al atril donde estaba la enorme Biblia, leyó ceremoniosamente.

“Jesús subió a la barca, y sus discípulos lo acompañaron. En esto se desató sobre el lago una tormenta tan fuerte que las olas cubrían la barca. Pero Jesús se había dormido. Entonces sus discípulos fueron a despertarlo, diciéndole:
-¡Señor, sálvanos! ¡Nos estamos hundiendo!

Él contestó:

-¿Por qué tanto miedo? ¡Qué poca fe tienen ustedes!

Dicho esto, se levantó y dio una orden al viento y al mar, y todo quedó completamente tranquilo.

Ellos, admirados, se preguntaban:

-¿Pues, quien sea este, que hasta los vientos y el mar lo obedecen?

Desde el confesionario una pequeña cámara registraba la capilla de palmo a palmo buscando algún hecho inusual, extraño, llamativo, pecaminoso…

-Hasta ahora nada y ya llevamos aquí dentro más de una hora, ya ni respirar puedo, por favor vámonos susurraba, Malena Dulanto.

Maruja Arbieto seguía enfocando la cámara hacia donde su intuición de cazadora la guiaba.

-Malenita, Malenita, cuantas veces debo decirte que si no tenemos paciencia nunca llegaremos lejos en este oficio; recuérdalo siempre, mi amor, la paciencia es la llave de nuestro éxito.

Cada vez que Malena escuchaba ese retintín de la primera persona del plural sentía como una fría cadena atada a su tobillo y, en el otro extremo, su querida amiga arrastrándola al fondo de un océano de infidencias y de intrigas.

“Es por eso que no debemos provocar ninguna tormenta, pues, ésta puede arrastrarnos con ella provocando nuestras desdicha”:

Al lado derecho de la nave principal estaban ubicados los de quinto año, jugadores y los otros miembros del salón, algunos simpatizantes de otros grados (primos, hermanos) y al lado izquierdo los de tercero, con miembros del equipo, del salón, varios alumnos de primero y segundo y, detrás de Paco Cantuarias y Patricio Ferreyros, Sara Sotomayor y Martha Ubillús.

-Así debe haber sido en las Cruzadas, susurró el Doctor en la oreja de Lucas. Primero la bendición del Todopoderoso y después sangre, sangre, sangre.

Lucas se sonrió. A dos pasos de él estaba Isabella. El padre dio por terminada la misa. Todo el alumnado salió en orden y disciplinadamente. Los alumnos de tercero y quinto habían sido advertidos que cualquier indisciplina podría poner en peligro la realización del encuentro. El día miércoles la tensión por el partido había crecido enormemente, al punto que algunos padres ya había hecho del encuentro un ganagol y un raspa y gana.

-Voy cien soles a que quinto anota el primer gol, dijo uno.

-Apuesto quinientos soles que tercero gana cuatro a dos dijo otro.

-Doscientos a que el primer tiempo termita en empate, dijo.

Y así las apuestas iban pasando de mano en mano, de boca en boca, de zutano a fulano y de fulano a perencejo. El día jueves ya se habían agotado las mil localidades; el administrador del club y el tesorero vieron conveniente aprovechar la situación y vendieron trescientas entradas por fuera, sin que el colegio lo supiera.

-El mundo es de los pendejos, hermano; le dijo el administrador al tesorero mientras le daba su tajada.

El viernes ambos equipos fueron fotografiados en el colegio como si fueran estrellas de la Champion Leage. Algunos alumnos de primaria y otros de primero y segundo de secundaria buscaban fotografiarse con las “estrellas”.

-Carajo, hasta autógrafos están dando, dijo Estéfano ya recuperado de su “lesión”.

Tomi Malone sufrió una indigestión y estuvo todo el sábado en la mañana con cagadera. Por la tarde, con un poco de suero, ya estaba recuperado. Un padre de familia de quinto año sugirió que los chicos debían concentrarse en un hotel de Miraflores y que con los fondos la asociación se pagara la cuenta. El presidente de la APAFA se encargó de mandarlo a la mierda. Así estaban las cosas hasta el sábado por la noche. Ese día todos los jugadores recibieron la indicación del profesor León de que se acostaran temprano y así lo hicieron. Sólo una luz permaneció, hasta altas horas de la noche, encendida: Marujita Arbieto preparaba sus pertrechos de guerra.

Estaba tras un ampay que sería su consagración definitiva, el campanazo que estaba buscando desde que descubrió el mundo de las grabaciones indiscretas. Tenía un datazo y lo iba a seguir con detalle.

“Se van a encontrar en el Lawn Tennis” le habían dicho y ella aún no podía creerlo, ese iba a ser el ampay del año y ella daría la primicia. Relanzaría el Murciélago y se haría famosa, muy famosa. En los laureles de una fama por venir la atrapó el sueño.
A pocas cuadras, Malena Dulanto, echada en su cama y en la penumbra, daba vuelta a su rosario, invocando a Dios, a Jesús, a su Santa Madre y a todos los santos, para que hicieran el milagro de detener a esa muchachita metijona y fisgona que, de seguro, iba camino del infierno.



24

El domingo por la mañana ambos equipos se encontraron en el colegio; el profesor León daría las ultimas indicaciones. Era un hombre bajito y algo gordo, escaso pelo rubio, ojos caramelo y mofletes colorados. Toda una autoridad en el colegio. Siempre había arbitrado los partidos del campeonato, eliminatorios, semifinales y finales, pero por esta vez, había invitado a un amigo de la Asociación de Árbitros para que dirigiera el encuentro.

-Esa papa está muy caliente y prefiero que otro la tome, había dicho al director.

Todos estuvieron de acuerdo. También por esta vez se había modificado el tiempo de juego, ya no serían los tradicionales treinta-treinta, sino que cada tiempo seria de treinta y cinco minutos. Tiempo extra de quince-quince en caso de empate y por último los penales, cinco por lado. Ambos equipos podían hacer los cambios que quisieran, no se permitirían el juego fuerte ni las agresiones verbales.

Los de tercero lucían las chompas obsequiadas por Sebas, franjas verticales negras y oro, como las del Peñarol del Uruguay, equipo a quien Sebas seguía cada vez que el glorioso equipo uruguayo intervenía en alguna justa internacional; pantalón negro y medias del mismo color con ribetes dorados. Quinto luciría sus tradicionales chompas naranjas, como la Naranja Mecánica del mundial de Alemania; pantalón blanco y medias también del color de la camiseta.

Los padrinos darían el tradicional play de honor:

Sebas por tercero y la mamá de Rosario Zumarán por quinto.

A las once, ambos equipos abordaron dos custer y partieron hacia el Lawn Tennis.

Sebas manejaba su camioneta e iba escoltando a los de tercero. Paquito iba atrás llevando las gaseosas y los útiles deportivos. A última hora, Raimondo, Gabrielle, Charly y Estéfano se colocaron para que los llevaran. Sebas sólo refunfuñó como hacia siempre.

-Vamos a alentar a tu equipo, Sebitas, dijo Estéfano zalamero.

De inmediato, Paquito sacó unos gorros como visera, unos cornetines y unos pompones aurinegros y los repartió entre todos.

-¿Y esto?, preguntó Gabrielle.

Paquito tomó dos pompones y los agitó eufórico mientras soplaba un cornetín.
Estéfano replicó:

-Vamos a parecer unos rosquetes, ni te lo pienses.

 Sebas detuvo la camioneta en una esquina y Paquito les señaló la puerta.

-Está bien, está bien, dijo Gabrielle, haremos barra con gorrito y pompón.

Estéfano le sobó la jorobita y Paquito sonrió. Sebas reanudó la marcha.

En el Lawn Tennis una multitud hacía cola para entrar. Había dos grupos de chicas vestidas de barristas a la usanza estadounidense: blusa apretada, minifalda con vuelo, medias altas, zapatillas de tenis, pompones y canticos ruidosos de ovación. En el grupo de las de tercero estaban, como era de esperar, Sara Sotomayor y Martha Ubillús.

-El amor es una especie de guerra, dijo el Doctor a Lucas.

-Eso ya se ve, ni qué decirlo, dijo Lucas.

Por quinto estaban Clarisse Delgado, Yerti Plaza, Gina Torrinchi, Patricia Zegarra, Maricruz Piccardo y Mariloli Navarro.

El partido estaba pactado para las doce del día, había un sol no muy severo y las tribunas estaban abarrotadas de alumnos, padres de familia y una gran cantidad de muchachos y muchachas de otros colegios. El director había hecho colocar una enorme banderola con el escudo del colegio. Sobre él, el padre Tomás había colocado una frase en latín tomada de San Pablo “Bonum autem facientis, non deficiamus” (no nos cansemos, pues, de hacer el bien).

-Esa es una propaganda para el colegio, dijo el Presidente de la APAFA.

El director no cabía de contento, se avecinaban las elecciones y se consideraba seguro para otro periodo más. Las tribunas se habían dividido, gracias a las chicas barristas, en dos grupos: los de tercero por un lado y los de quinto por otro. Maruja Arbieto y Malena Dulanto estaban camufladas entre los de quinto, pues, ahí, estaban las “víctimas” del gran ampay.

-Maru, tengo miedo, no puedo creer que lo que me has contado sea verdad, dijo Malena.

-Cállate, tonta, te van a oír y vas a echar todo a perder, dijo Maruja preparando la camarita, “la engreída”, la más discreta.

Los equipos salieron a la cancha entre serpentinas, picapica, cornetines y ovaciones a todo pulmón.

Se cantó el Himno Nacional, el Himno del Colegio, se dio el play de honor y todo quedó listo.

-Parecen el coro de las tragedias griegas, dijo Alesia mirando a las eufóricas barristas.
Gina Pinasco, su hermano, Lucas y el Doctor se habían colocado en la tribuna de quinto año.

-¿Quién quieres que gane?, le preguntó Alesia al Doctor.

-Si mis deseos se hicieran realidad con solo decirlos los desearía, pero como no es así, que gane el que juegue mejor, dijo sonriente.

-Ya ves porque le dicen el Doctor, dijo Lucas.

Alesia sonrió con la ternura y gracia propia de su belleza.

Los equipos tomaron sus posiciones en la cancha y todo quedó listo para el pitazo inicial.

En el arco de tercero Kiko Ormeño, en la defensa el zambo Mora y Anatolio Quispe, como volante Favio Palmisano y arriba, a la izquierda, Paco Cantuarias, a la derecha Patricio Ferreyros. Por el lado de quinto Tito Magallanes en el arco, Toño Segura y Tomi Malone en la defensa, como volante el loco Falconí y arriba la dupla de oro de la promoción: Juan Carlos Luzurieta y el zurdo Altuna.

Sonó el silbato y comenzó la euforia. Los primeros cinco minutos fueron toques precisos y seguros por ambos bandos, “se están estudiando”, dijo el profesor León al profesor Delgado. La fiesta empezó cuando el zurdo Altuna se corrió por la izquierda y le hizo una huachita a Favio Palmisano:

-Huiche, huiche, huiche, gritaban las chicas de quinto.

Favio se sintió humillado y a los pocos minutos le dio levantón al zurdo Altuna quien se estrelló en el piso como una torreja. Pifias a todo dar y tarjeta amarilla. Paquito saltaba enardecido.

Entre la multitud se escuchó un “Charita la cucharita”. Charito Zumarán se hundió en su asiento como un globo que se desinfla. Era el Toyo Villanueva y sus coyotes haciendo de las suyas. Altuna recibió un poco de árnica en el muslo derecho y el juego se reanudó. Luzurieta recibió el pase de Altuna, se la tocó en primera a Falconí, el loco corrió en diagonal y cuando vio que Altuna pasaba entre Mora y Quispe metió la bola al área como una estocada y el zurdo no hizo más que acariciarla y bola adentro. Uno por cero. Euforia total en la tribuna naranja.

-Esto se va a poner picante, dijo el director.

El presidente de la APAFA asintió.

Paquito jugaba su partido aparte corriendo de un lado a otro, arengando en su lenguaje ininteligible.

Saco tercero. Cantuarias la toco hacia atrás. Palmisano, más tranquilo, la puso más atrás, para el cholo Quispe. Altuna y Falconí salieron a apretar. Toque en horizontal para el zambo Mora que, al verse libre de marca avanzó hasta la media cancha. Patricio Ferreyros vio libre el lado derecho y corrió como una saeta, para él fue el pase. Se detuvo ante Malone que ya salía a hacerle el corte. Lo esperó, lo dribleó a la derecha y a la izquierda y enrumbó hacia el arco, disparo furibundo.

Tito Magallanes se lució sacando al córner.

Gritos en la tribuna. “Tito, Tito, Tito”. Magallanes levantó la mano saludando. Toque corto en la esquina entre Patricio y Cantuarias.

Palmisano, aprovechando que todos se concentraban en ellos, entró como una tromba en el área, sombrero de Cantuarias a Malone y cabezazo certero de Favio y a cobrar. Gritos en la tribuna aurinegra. Favio miró a Altuna con gesto adusto. “A cuenta de tu huachita”, le dijo. Los siguientes diez minutos fueron para la tribuna: quimbas, huachitas, bicicletas, relojes, dribling endemoniados, toques en pared, toda la sal que se necesita para un partido. A la media hora ya el partido quemaba como parrilla de choncholinera. Saque de Magallanes, pechito de Altuna y sombrero a Palmisano. Gritos en las tribunas, duelo aparte. Favio estaba picón, Altuna hacia su juego, lo provocaba, lo llamaba con esa zurda endemoniada, a lo Sívori.

Buscaba que le dieran la segunda amarilla. Sebas miraba, callado, con esa impasibilidad del hombre andino. Le dijo a Paquito que hiciera el cambio. Walther Capristán por Favio.

Capristán era de Surquillo, de cuerpo endeble pero sabía hacer diabluras con la redonda. Favio salió malhumorado. Toque de Luzurieta a Toño Segura que se había adelantado hasta la media cancha. Marca Cantuarias y toque a Altuna, el zurdo corre, deja atrás a Capristán, sale Freddy Mora y falta. Tiro libre. Luzurieta y el zurdo conversan. Kiko Ormeño observa. Algo se traen entre manos. Mora y Quispe hacen barrera. Altuna mira, mide, da la espalda y Malone asiente con complicidad. Silbato, corre Luzurieta, salta sobre la pelota, la barrera se mueve, Kiko Ormeño, titubea, un paso hacia la derecha.

Muy tarde, Malone viene de atrás, Ferreyros lo ve pasar, Quispe alcanza a verle el número en la espalda, el pase de Altuna es preciso, milimétrico, “ingeniería líquida” como decía el profesor Delgado. Taponazo. Kiko ni la ve. Gritos y más gritos; pompones y cornetines a todo dar. Paquito maldice, tira su gorra al piso. Los de quinto se abrazan. Malone pasa al lado de Cantuarias, retador. “Ahí está tu sombrerito”. Paco Cantuarias muerde su rabia, Ferreyros lamenta su descuido, se siente culpable de haber dejado pasar a Malone.

Silbato, fin del primer tiempo, al camarín todos.

Quince minutos para las gaseosas y las butifarras que la morena Milagros Brito ha preparado para la ocasión. Son las mismas de la cafetería del colegio, pero con más picante.

-Más ají, más gaseosa, dice la morena con picardía.

Todos comentan el primer tiempo, los padres no hacen más que hablar de sus hijos, el director y el presidente de la APAFA celebran, gane quien gane, al final gana el colegio con ese espectáculo pocas veces visto. Ahí hay chicos del Pestalozzi, del Markand, del Newton, del Raimondi; chicas de la Reparación, del American de Miraflores, del Villa María, las gringuitas del Santa Úrsula también han venido y todos gozan a rabiar.

Ellos llevarán a sus colegios la mejor propaganda que un colegio puede tener. Gran organización, disciplina, estudio, todo está ahí.

Solo a Marujita Arbieto le importaba un pepino el partido, ella está con la “engreída” lista para el momento preciso. Malena Dulanto ya ha llevado sus nervios al extremo, sabe que contra ese tsunami de indiscreción y maledicencia no hay nada con que oponerse.

Charito Zumarán se pasea con Pablito Arroyo comiendo manzanas acarameladas. No podía usar su cucharita, pero eso no le impide llevarla en el bolsillo, es parte de ella, su inseparable cucharita con su Mickey Mouse de quien nadie separará, ni siquiera esos coyotes gamberros que la persiguen para molestarla. Ven a un hombre que vende algodón azucarado, corren hacia él para comprar, y ¡zas!, ahí están los coyotes con el Toyo Villanueva a la cabeza, sonriendo con esa sonrisa estúpida. Pero ahí nomás aparece Pepito de La Romaña.

-Deme un algodón, pide el ángel salvador de Charito Zumarán.

Los coyotes se hacen humo, se evaporan como un pedo asustado. Una humillación no se olvida así nomás, y eso lo sabe bien el Toyo y sus coyotes. Ya no volverán a molestarla, ahí está ese muchacho tranquilo de temple acerado.

Charito y Pablito respiran tranquilos.

Llaman al segundo tiempo, cuando los de tercero están siendo las porristas se les acercan y los alientan. Sara Sotomayor no puede contener su corazón y besa a Paco Cantuarias en la mejilla. La chica Ubillús no se queda atrás y hace lo mismo con Patricio Ferreyros.

El doctor observa y, mirando a Alesia, le dice:

-Tormentas del corazón.

Alesia se rasca el mentón y responde:

-Bonito nombre para una obra de teatro.

-No, dice el Doctor, quedaría mejor en una novela. Se la voy a sugerir al profesor de literatura a ver si se anima a escribirla.

-¿Guillermo Delgado?, pregunta Alesia.

-SÍ, dice el Doctor.

-¿Cuándo me los presentas? Me gustaría conocerlo.

-Terminando el partido, por ahí lo he visto, te va encantar, es in tipo interesante.

Suena el silbato. En el equipo de quinto Tomi Malone ha sido reemplazado por el gringo Haissler. Otra vez el estómago de Tomi lo traiciona y lo deja fuera de juego. Tercero ataca desde el saque, pierden dos a uno y el tiempo corre, el tiempo no se detiene. Luzurieta roba el balón en el medio campo, Patricio Ferreyros se durmió y lo madrugaron. Altuna corre de un lado a otro, se desmarca, el zambo Mora está encima, del zurdo driblea, su zurda dibuja con la pelota los trazos que quiere, pero Mora no lo suelta, es una estampilla, Altuna se incomoda y Capristán le quita la pelota.

Es flaquito, medio moreno, medio indio; sus piernas son dos juncos, pero es hábil, rápido. Su madre, lavandera de casa en casa, lo observa, orgullosa, “si su padre lo viera” piensa. Pero el padre hace muchos años que ya no está. Se fue con otra y la dejó con ese hijo pelotero.

Capristán corre hacia la izquierda y Luzurieta queda mal parado. Falconí se le planta, frente a frente los dos. Capristán ni lo mira hace un amague y corre a la derecha, frena, el loco pasa pateando el aire; Ferreyros pide la bola, pero el chiquillo sabe que en ese momento no lo para nadie. Driblea, gira, para en seco, amaga, vuelve a driblear, Toño Segura enloquece el gringo Haissler ve la pelota que va de una pierna a otra, grito de Cantuarias, “adentro” y Capristán la mete en el punto de penal y Paco fusila a Magallanes. “Dos a dos, carajo grita el zambo Mora. Nadie escucha ese carajo, la grita es ensordecedora.

¡Qué diablo es ese chiquillo!, dice el profesor León. Sebas sonríe. Paquito salta de un lado a otro, sopla el cornetín, tira picapica, su grito es silencioso, nadie lo escucha, sólo él y su emoción. Sebas lo mira y vuelve a sonreír. Saca quinto. Luzurieta a Altuna, Altuna a Haissler, Haissler a Luzurieta.

El gol los ha atontado. Tercero presiona. Capristán vuelve a robar la pelota y la lleva unos metros pegada a los pies, como el imán que jala el hierro así va jalando a los rivales, hacia la esquina del córner.  Ahí la aguanta, la pisa, la acaricia, Segura pierde la paciencia y lanza el guadañazo. Su pierna roza la pantorrilla de Capristán que salta a tiempo. Segura queda en el suelo. El flaquito de Surquillo ve a Freddy Mora que le hace señas, “a la cabeza, flaquito lindo” parece decirle, Capristán pica el balón y lo eleva. Allá va, como un globo que comienza a descender lentamente. Las tribunas enmudecen por dos, tres, cuatro, cinco segundos que parecen eternos. Frentazo del zambo Mora, a lo Valeriano López diría su abuelo. Bola al centro, tres a dos y las tribunas gritan. Paquito está ebrio, pero de alegría. No importa su joroba, no importa su mudez, hay otras formas de encontrarle sentido a la vida y esa alegría que siente ahora es una de ellas. El tiempo corre, porque el tiempo no se detiene. Van veintiocho del segundo tiempo, faltan siete y tercero había destronado a los campeones. Se pelea cada balón con fuerza, con coraje, con las uñas, con garra, con huevos. Treinta minutos, y el reloj avanza para treinta y uno.

-Malenita mira, era cierto, dice Maruja Arbieto apuntando su cámara hacia el objetivo que le dará la gloria.

-Si no lo estuviera viendo no lo creería, dice Malena Dulanto casi atontada.

Maruja apunta su cámara, el dedo en el disparador espera tembloroso. Luzurieta fuerza una pelota y Cantuarias queda en el suelo, el zurdo Altuna corre, la pide, la recibe con esa zurda de oro que vale un Perú, Marujita encuentra el ángulo preciso para disparar, pero el disparo del zurdo Altuna se le adelanta y gol y con ese gol la tribuna de quinto explota y con esa explosión Marujita sale disparada hacia adelante. Nadie se percata de su vuelo rasante que la mando hasta el filo de la cancha. Malena la busca, ella tampoco la ha visto en su vuelo mágico. Desesperada, Maruja Arbieto busca a su engreída. La ve, a dos metros de ella, hecha añicos por el impacto en el cemento.

Adiós ampay. Adiós fama. Ahora sí que el Murciélago ha dado su último vuelo.

Quedan tres minutos, el árbitro lo indica a la manera alemana: pulgar, índice y medio apuntando al cielo. No hay tiempo que perder, se lucha el balón, quinto apuesta al sobretiempo. Capristán hace diabluras, el zurdo Altuna también invoca al diablo con esa pierna mágica. Ataca quinto, falta un minuto.

Luzurieta corre, pase al zurdo, el zurdo devuelve, chorreadita, el zambo Mora pisa fuerte y la bola disparada por Luzurieta pifia y queda en el punto de penal.

Anatolio Quispe la toma y ve que entre él y el arco contrario hay un callejón solitario que nadie marca, un callejón como el de Huaylas, el de su Ancash natal y entonces corre, con la pelota unos centímetros delante de él. Nadie esperaba esa reacción. Treinta segundos para el final. El árbitro mira su reloj y se lleva el silbato a la boca cuando Anatolio pasa junto a él.  Sebas observa, aprieta los puños, ahí está Anatolio Quispe, de Ranrairca, Toño Segura quiere cerrarlo, pero la fuerza que lleva Anatolio es como la de un aluvión, sí como la que arrasó Yungay en una tarde trágica de un día trágico.

Sebas abraza a Paquito, Paquito se aferra a Sebas, nadie grita, nadie habla. Tito Magallanes mira a Haissler que corre hacia Anatolio, demasiado tarde. El puntillazo es letal. Gol de tercero, gol de Anatolio Quispe. La tribuna estalla. Anatolio grita su gol, que lo escuchen los andes del Perú, piensa, que lo escuche su madre allá lejos, entre las labores del huso y del campo. Anatolio llora, Paco Cantuarias llora, y Ferreyros y el zambo Mora y también Luzurieta el zurdo Altuna. Paquito se abraza a Sebas y llora. Los chicos de tercero jalan al viejo Sebas al centro del campo y vitorean su nombre y entonces el viejo Sebas también llora.


Wolfsschanze, setiembre – diciembre del 2012.